sábado, 31 de diciembre de 2016

Diciembre



      Todos sabemos lo que encierra el último mes del año: una mezcla extraña de alegría y tristeza de pesada digestión. Al llegar diciembre suelo vagar por la ciudad de noche, muy atento a cualquier nimiedad intrascendente, las luces de colores, esa euforia hueca...Y surgen las preguntas que se repiten año tras año: Incómoda, cruda realidad; se impone en cada gesto, en cada melodía desafinada que derrama el acordeonista callejero, presuntos villancicos flotando en el aire frío que impregna la mar. Imagino los centros comerciales, templos del desenfreno navideño y necesito huir, igual que esa nube negra de estorninos que ensucia el cielo con sus dibujos de libertad. No soy el único, lo sé, pero nadie grita, todos guardan silencio en mitad de la multitud. Basta de fingir la dicha plena, armonía y paz de cartón, dejemos que fluya la verdad, que nadie se sienta raro por ser humano, por despertar cada mañana con el mismo esfuerzo de siempre, por creer que arrastramos una vida vulgar, peor que las del resto de los mortales. La gran mentira magnifica nuestros complejos, nos hace diminutos ante el espejo. Quiero la luz limpia de la noche, necesito la oscuridad sincera, sin adornos brillantes que incendian mi tristeza. ¿Acaso son felices todos esos cuerpos que se asoman a los escaparates? ¿Qué habrá de permanecer a la postre? El vacío, el retorno acibarado de la rutina. Diciembre es un acantilado donde acaba el mundo, diciembre es la estación abandonada del olvido, el rincón perfecto en que cobijarse del futuro, la noche eterna. No deseo romper la poesía, ni comprar nada que compre el dinero, no vendo mi dolor, mi tristeza. Si algún día existió la Navidad alguien debería explicarme a dónde se ha marchado. El niño ha volado con los pájaros, aferrado a sus sueños, y éste que os habla ya no escribe cartas pidiendo regalos, y no espera que nada cambie tras la duodécima campanada.
      Diciembre, un lugar común por el que la gente pasa sin saber que se trata del "fin de trayecto", un maravilloso motivo para decir adiós, para seguir soñando historias en silencio. Viviré por todos ellos, Rorro, Paco, hablaré y escucharé con atención sus inquietudes, sus miedos, sus anhelos...Y recorreré la playa de San Lorenzo al caer el sol, cada día, cada mes, cada año. Respiraré la sal de mi trocito de mar y me mezclaré con ella mientras flota por las calles, mientras humedece las aceras. Y así, un día abriré los ojos y pensaré por un instante:
      "Todo ha sido un sueño, un dulce y maravilloso sueño del que no quiero despertar jamás"

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Noviembre

 
  
       Había estado paseando toda la tarde sobre las hojas secas. Se detenía de vez en cuando para alzar la vista y recrearse en los colores de la mudanza, luego, continuaba con el gozoso crepitar bajo sus zapatos. Una alfombra se extendía ante sí, el tiempo se deshace en pequeños trozos muertos y las sombras de los árboles se recortan sobre el cielo gris, ramas que son abrazos sedientos que preludian un invierno frío. Hay cantos de aves desconocidas, se confunden con el eco de sus pies. Al fondo se adivina el estanque, la noche...
      Paco se entregaba al romanticismo con frecuencia; al menguar los días crecía en él una melancolía silenciosa: la noche, la bruma del mar, el abandono solitario, era una especie de ritual que se repetía cíclicamente. Solía adentrarse en el parque de Isabel la Católica perdiéndose entre los pequeños detalles. Aquello representaba la belleza sublime de lo efímero, un soplo divino al alcance de la mano. Sentía devoción por todo aquello que el tiempo disfrazaba con su pátina inconfundible, Él era el único Dios capaz de dictar sentencia. Paco lo aceptaba con resignación, conocedor de que cualquier rebeldía hacia Él habría de ser inútil y así, decidió descubrir la grandeza de la vida mirando de reojo a la muerte, el final del camino, el largo invierno.
      Azucena no profesaba esa misma religión. Ella era una mujer de sesenta y pico, soltera y odiadora de espejos. Azucena nació con la desgracia de ser la más bella, todos la miraban, deseaban su mirada azul, su piel clara como la luna. Pero Él es implacable, cruel. Se ensaña con quienes se creyeron dioses y Azucena lo fue, una diosa breve, un tic tac inapreciable en la inmensidad.
      Todo comenzó una mañana en la que contempló su propia imagen de frente. Fue tan sólo una chispa, casi inapreciable, el reflejo de una mujer mayor, el atisbo de un futuro horrendo. Desde entonces comenzó a rechazar todo aquello que encerrase la idea, el concepto de ese mal llamado "tiempo", se negó a seguir avanzando y decidió que no estaba dispuesta a envejecer. Un día salió despavorida del cine Robledo, en mitad de una película de terror, cuando recapacitó acerca del fondo que escondían esas historias de vampiros que tanto había disfrutado de niña. Ocurrió después de un diálogo entre el Conde Drácula y su joven víctima Lucy, el vampiro le susurró al oído las delicias de la inmortalidad, un amor eterno con la noche como único testigo. Azucena sintió una pena insondable, deseaba llorar, salir corriendo, no estaba dispuesta a derramar una sola lágrima en mitad del patio de butacas. Así que se fue y gritó frente al mar su desdicha, sobre la arena de San Lorenzo, en soledad, como siempre. Aquella noche regresó a casa abatida, con la idea oscura de la muerte aleteando, igual que el murciélago en la ventana del castillo.  A partir de entonces nuestra diosa emprendió una dura batalla contra el Todopoderoso, juró hacerle frente con todas sus fuerzas, estaba dispuesta a derrotarlo: Retoque de párpados, estiramiento facial, arreglo de la zona del cuello, el mentón, los labios, la nariz... A medida que Azucena se sometía a una nueva operación, la verdadera Azucena se perdía más y más. Abandonó toda esperanza pocos meses después de inyectarse la última dosis de Botox, se miró en el espejo y lo rompió en mil pedazos. "He perdido", masculló mientras retiraba del suelo los últimos pedazos de cristal.
      Paco tiene la impresión de que al fondo se recorta la silueta de una mujer, se adivina a contraluz camuflada entre los olmos. A medida que se acerca descubre detalles de lo que ve: la fina película de agua sobre la que flotan los cisnes, las hojas muertas y la mujer bajo una capa que oculta el rostro  mostrando su espalda. Él ha llegado a su altura, se detiene a su lado, la noche es inminente, ella permanece inmóvil. Paco rompe el silencio con un hilo de voz:
-Creí que estaba solo en el parque.
      Ella no responde, al menos durante un largo minuto, después se gira levemente hacia él y susurra:
-Dame la mano por favor, no soporto el mes de noviembre.

       

lunes, 31 de octubre de 2016

Octubre

   
      Octubre es la melancolía, la belleza sublime del matiz, la humedad reivindicando su espacio, la lluvia que dibuja sobre las aceras rostros ignotos, siluetas, silencio bajo un paraguas, el sonido de los pasos al caer la tarde, las luces de los coches derramándose sobre el asfalto mojado, el calor de un café...
      Siempre pensé en Gijón como ciudad otoñal, cargada de magia y encanto, con la presencia del Cantábrico acechante. Un paseo por Gijón en octubre es un modo perfecto de alcanzar el sosiego, en soledad, caminando por la arena de San Lorenzo, sin prisa, deteniéndose siempre que sea preciso respirar hondo. Y después, perderse una vez más entre sus calles, al amparo de la bruma. Recorrer cada rincón, cada esquina del Gijón centenario, eterno, ése que retrataron con trazo inmortal Evaristo Valle o Nicanor Piñole y cuando el cansancio haga mella, refugiarse en un viejo café, al calor de la multitud para observar con detalle las diversas escenas que nos brinda la cotidianidad. Y una vez allí, imaginarme el Gijón de antaño, allá por el siglo XIX cuando se instalaron en la ciudad los primeros cafés: El Colón, en la calle Corrida esquina con Munuza, El Suizo en la calle Trinidad o el Café Boulevard, también en Corrida, cerca de la plaza de Italia. Aquellos eran locales en los que la gente se reunía por la mañana para emprender negocios, cerrar tratos, y que al atardecer acogían animadas tertulias y partidas de dominó. Pocos años más tarde abrieron sus puertas el Dindurra, el Café de San Miguel, el Oriental, en los bajos del hotel América, el Príncipe, el Imperial...una estupenda red de locales con un valor social, arquitectónico e histórico, un patrimonio perdido, fruto, según muchos esgrimen, de una sociedad que ha desaparecido, una sociedad a la que ha dejado de interesarle la palabra, una sociedad que tiene prisa, que sobrevalora la imagen, el impacto súbito de usar y tirar, una sociedad que no tiene tiempo para perder el tiempo, que avanza a impulsos, a borbotones, alejada permanentemente del sosiego. En Gijón han muerto los viejos cafés modernistas, no queda ni uno sólo de aquellos templos sociales, espacios sagrados para mí, tanto como lo fueron, y de alguna manera lo siguen siendo, el Robledo o los Campos Elíseos. No hemos sabido proteger estos lugares o simplemente no hemos querido hacerlo, pero, ¿os imagináis una ruta turística con una docena de cafés en los que respirar el ambiente de la época?
      Recorro con frecuencia todos esos viejos establecimientos del Gijón modernista, los imagino en su esplendor, repletos de gente discutiendo de política o filosofía, pasando largas tardes sentados a una mesa mientras en la calle arrecia la lluvia.  Entonces rescato los años cincuenta y sesenta cuando se inauguraron otros locales sin el sabor de los anteriores pero igualmente memorables: Manacor, Mayerling, Molinero, Gijonés, Pío, Maratón...También éstos se han ido a dormir el sueño eterno. Y sin embargo, después de un paseo por la nostalgia, de algún modo, logro consolarme sin saber muy bien por qué. Quizá porque entiendo que nada perdura eternamente salvo en la imaginación y en los recuerdos, quizá porque sé que en mi Gijón subyace ese mundo decimonónico al que a menudo regreso, que convive con nosotros, que se plasma en cualquier atardecer lluvioso de octubre mostrándonos la belleza invisible de su alma.      

viernes, 30 de septiembre de 2016

Septiembre

   
     Resplandecía la luz dorada del otoño. No era una mañana cualquiera. Baco respiró satisfecho, con un punto de emoción incontrolada, como un padre que está a punto de a ver a sus hijos después de largo tiempo. Repetiría una vez más el ritual: la camiseta, la bufanda y la cerveza en "El Vértigo", luego caminaría sin prisa hacia su rincón favorito de la ciudad. Y cuando las aceras fuesen ya una marea rojiblanca, se detendría un rato a contemplar; apoyado sobre el tronco de un árbol, cerca de "El Molino Viejo", junto al puesto de banderas donde su padre le hizo el mejor regalo: una pequeña insignia del Sporting que siempre llevaría orgulloso prendida en la solapa de su chaqueta.
      Baco se sumergía en aquel mar empapándose del ambiente: hordas de sportinguistas fervorosos, chavales, ancianos, padres y madres con sus hijos. De entre todos, Baco siempre fijaba su atención en un grupo de mujeres de su misma edad, puntuales a su cita, tres amigas caminando presurosas hacia el estadio, vidas muy distintas a la suya, supuso, con luces y sombras como cada una de las vidas de aquellos anónimos correligionarios ataviados con sus señas de identidad, un todo que acude a la misa del Templo. Aquélla era su única religión, pensó, la verdadera. Ateo confeso, se enzarzaba a menudo en discusiones acerca de Dios, acerca de la fe y los rituales de quiénes la profesan, sin embargo en aquel instante su mente conectaba con un misticismo difícil de explicar, se sentía dichoso, en paz consigo mismo, en armonía con cuanto tenía a su alrededor. Cada semana de partido en El Molinón sonreía más y canturreaba en voz baja, jamás se preguntó por qué lo hacía, por qué sentía esa felicidad serena, tal vez porque Baco siempre fue consciente de que el Sporting de Gijón era de lo poco que le quedaba, probablemente lo único, como un amigo que nunca falla, que enraizó muchos años atrás, en su infancia, para llenarlo todo; una referencia a la que acudir en las noches de zozobra. Y así era, literalmente. Baco padecía de insomnio, la ansiedad le obligaba a levantarse de la cama en mitad de la oscuridad y lo único que funcionaba, lo único capaz de aplacarlo era su Sporting, su camiseta vintage y su escudo bordado en el corazón. Recordaba antiguas alineaciones, goles antológicos, triunfos bajo la lluvia, el rugir de la afición...y al fin se dormía como un niño.
      Una segunda cerveza antes del partido; siempre en Casa Aurora, siempre por gentileza de Viti, por los viejos tiempos, apoyado sobre la barra, escuchando conversaciones ajenas, perdiéndose entre tanta mirada cargada de ilusión. A veces se preguntaba qué sería del mundo sin el Sporting, ese mundo finito que va desde Cimadevilla hasta El Rinconín, ese Gijón en el que nació, creció y en el cuál terminó naufragando, esa playa y ese mar que rompe sobre la Escalerona, qué sería de él sin el amor de su vida, sin su religión. Ninguno de aquellos jóvenes que charlaban a las puertas de Casa Aurora se plantearían jamás algo como aquello. Imaginó lo que ocurriría sobre el césped poco después, confiaba en el triunfo de su equipo, todo era tan perfecto...Y en ese instante Baco recordó que no hay nada mejor que el momento previo, se consoló con esa idea, convenciéndose de que la realidad siempre enturbia los sueños cristalinos. Salió del bar hacia El Templo lleno de emoción y tristeza, un domingo más se quedaría a las puertas de la Tribuna Este, empapándose del rumor, recogiendo los pedazos de su infancia y maldiciendo su miseria. Y aguardaría sin prisa, cerca del estanque de los cisnes, sentado en un banco, el estruendo del gol que suena tan dolorosamente bello a la orilla de ese lugar en el que vivía llamado "indigencia".     

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Carlos Álvarez Castañón