lunes, 29 de septiembre de 2014

Otoño en Gijón

      La lluvia ha cesado. Sobre las aceras se refleja el atardecer. El frío es inminente, se adivina en los colores, en el cielo plomizo. La humedad se adueña del ambiente. Ha quedado atrás, muy lejos, el sol, las noches de verano, se difuminan entre la bruma del mar. Todo ha sido como un sueño breve, un relámpago en lontananza. Y ahora estamos ante el delicioso instante del reencuentro; el centro es un intenso trajín de personas que vienen y van, la calle Corrida, los Moros, la Plazuela San Miguel, todo palpita con el sosiego de la rutina, inmersos en un día cualquiera de un otoño cualquiera. Y entonces, justo cuando nos percatamos de que lo común es lo sublime, abrimos nuestros sentidos para captar cada nimio detalle de la cotidianidad. Todas esas vidas anónimas esconden magníficas historias, relatos del día a día que nada son desde el plano largo, seres que conforman un paisaje urbano, sólo eso. Pero hay un momento al atardecer en el cuál los cafés se llenan y las calles se vacían. Y es en esos lugares donde el tiempo se detiene, suspendido entre palabras, conversaciones en pareja, grandes viajes frente a la soledad de un buen libro. Salgo dispuesto a contemplar de cerca la desnudez de mi Gijón, paseo por sus parques, por la alfombra de hojas secas que van crepitando paso a paso, las ramas de los olmos desnudas camuflándose bajo el manto de la noche que
reclama su verdad, rozo con la yema de mis dedos las gotas de lluvia sobre la superficie de un banco de madera.
      Sé que el mar se encuentra ahí, que su esencia invade mi interior y me decido a buscarlo. Ha caído la noche, al fondo resplandece San Pedro y el Cantábrico parece sediento de ciudad, se abalanza sobre los edificios como un fantasma inmenso, un rumor impone su poder, apenas nadie contempla lo que yo soy capaz de contemplar: una chica enfundada en ropa deportiva corre hacia el Rinconín,  una pareja de novios comiéndose a besos junto a la escalera quince..., nada más. Soy un raro observador de la belleza que nadie ve, y percatarme de ello hace que me sienta en una posición de auténtico privilegio.
      Me adentro en la ciudad, barrio de la Arena, los Campos, Begoña. Hay luces en los miradores, la gente se protege del frío, se entrega al engranaje de la rutina. Sin embargo yo intento disfrutar del cambio, esa especie de catarsis cíclica, matemática. Cada nueva estación es un regalo, una  nueva vida, una piel distinta que mudamos, nuevos propósitos, nuevos colores por descubrir, matices que siempre han estado ahí. Gijón se viste de otoño desde el Campo Valdés hasta Isabel la Católica, es una oportunidad perfecta que no regresará, conscientes de que la única certeza en nuestras vidas es la insignificancia de nuestra propia levedad.
      Llueve otra vez sobre Gijón, esta vez no correré a refugiarme, caminaré despacio borrando mi propio reflejo sobre los charcos.       

lunes, 22 de septiembre de 2014

Mensaje en una Botella

      Caminaba por la arena de San Lorenzo. Marea baja, sol resplandeciente. Una de esas mañanas en las que te dejas llevar junto a la orilla, envuelto en el rumor de la mar. De pronto mis ojos se detienen en un objeto que parece llamarme a gritos. Se trata de una botella con un mensaje dentro. A mi alrededor no hay nadie. Sin duda soy el elegido, un destinatario afortunado que está a punto de descubrir algo fascinante:
      "Cómo has de llamarme poco importa. Me considero sólo un náufrago entre tantos otros. Pero si prefieres imaginarme con un nombre, hazlo con el de Enzo. Éste era el nombre del ídolo de mi niñez, Enzo Ferrero. Mi padre me llevó por primera vez al Molinón y descubrí que el verde era el color de los sueños. Había un equipo que vestía de azulgrana y otro que lo hacía de rojiblanco. Vencieron estos últimos ante un público eufórico. Aquel equipo no era otro que el Real Sporting de Gijón. Salí del estadio satisfecho al respirar la alegría plena de mi gente. Esa tarde llegué a casa con el alma revuelta y el corazón al rojo vivo. No comprendía lo que me pasaba; mis pensamientos se habían teñido del color de aquella camiseta que corría por la banda izquierda haciendo estragos en la defensa barcelonista. Apenas pude conciliar el sueño, estaba enamorado.
      Los años transcurrieron y el equipo de mis amores me hizo gozar y sufrir, rozando el éxito, saboreando el amargo fracaso. Llegó la zozobra, diez años en el olvido, asimilando que tal vez nunca volveríamos a ser lo que fuimos. Regresamos a primera de la mano del gran Manolo Preciado y cuatro años después, de nuevo al pozo. Pero yo continúo con el ritual previo a cada partido en el Molinón. Camiseta, bufanda y camino al estadio dejándome llevar por la afición, mezclándome con ella, escuchando sus comentarios acerca del equipo, sus ilusiones idénticas a las mías. Luego, me acomodo en mi asiento de siempre y me empapo del ambiente que crece y crece hasta el pitido inicial. Son muchos años de fidelidad a un amor en
ocasiones no correspondido, pero cuando se quiere ha de ser así, con toda el alma. No soy de esos afortunados a los que les sobra el dinero. El abono de cada temporada supone un esfuerzo que muchos considerarían un auténtico despilfarro, para mí en cambio es una necesidad vital. Sería incapaz de imaginar
mi existencia sin el amor de mi vida, no besaría otro escudo que no fuese el de mi Sporting y siento indiferencia ante cualquier partido si éste no afecta, aún de modo tangencial, a mi equipo. Los veranos son eternos, añoro los cánticos de la grada, el olor del césped recién cortado, y cuando al fin arranca una nueva temporada vuelvo a reencontrarme conmigo mismo, a constatar que todo está donde tiene que estar mientras el balón rueda por el campo.
      Y ahora dicen que mi Sporting está enfermo, herido de muerte, que quizá todo lo que he vivido no haya sido más que un sueño, que Enzo Ferrero se convierta en el recuerdo de un recuerdo. No comprendo nada. ¿Por qué mis sentimientos pueden estar en manos de un desaprensivo, mi vida entera pendiente de unos hilos que manejan a capricho quienes desconocen lo que yo siento, que desprecian la esencia de este deporte, que tienen por cerebro una máquina registradora averiada? El fútbol de hoy es la puesta en escena de la hipocresía, la doble moral y el despotismo ilustrado, "todo para los abonados pero sin los abonados". Tratan de convencernos aduciendo a la legalidad, las sociedades anónimas. Los clubs de fútbol son empresas privadas y punto. Cierto, pero me cuesta creer que un día, pese a que sean también rojiblancos, llegue a haber una horda de forofos a las puertas de la fábrica de Coca Cola con la intención de espolear a sus trabajadores para que ese día saquen una buena producción de refrescos gasificados. Mi Sporting tiene alma, es tan Gijón como la playa de San Lorenzo o como el mismísimo Jovellanos, es lucha y esperanza, es cielo y es infierno en noventa minutos, orgullo y miseria, tradición e incertidumbre, es Enzo Ferrero, es mi niñez y por encima de todo es y será siempre el amor de mi vida."
      Terminé de leer la carta y permanecí varios segundos congelado, con la cabeza abajo y el papel entre mis manos. Después, como si un inmenso grito de socorro traspasase mi cuerpo, alcé la mirada sin dar crédito a lo que ante mí se plasmaba: En la playa de San Lorenzo yacían centenares, miles y miles de botellas que guardaban en su interior mensajes de náufragos como ése que acababa de leer del anónimo Enzo.
   

lunes, 15 de septiembre de 2014

Horacio Pinchadiscos

      Resulta muy gratificante el reconocimiento social, la palmadita en la espalda y las oleadas de pasta circulando por tu cuenta corriente. Tranquilos, no hablo de mí, qué más quisiera, sino de Horacio, un triunfador casual de la vida contemplativa. Veréis, Horacio era un muchacho de culo inquieto, flacucho y pendenciero, de los que la liaban parda casi a diario, narcisista, hedonista y macarra. Una joya. Pero Horacio tenía una, a la postre, provechosa afición que consistía en acudir a las fiestas a poner discos. Aquellos años ochenta habían dejado atrás los míticos guateques, conocidos por el gran público gracias a "Cine de Barrio" y a Paco Martínez Soria. Hory, que así se conocía a Horacio en el mundo de la noche, desconocía ese pasado casposo del pobre pringado al que le endosaban la ardua tarea de quedarse al pie del cañón,(el tocadiscos en este caso), manteniendo el pulso de la fiesta. Los Brincos, los Diablos y alguna que otra de los Beatles, solían ser el contexto necesario para una buena borrachera. Sin embargo, Horacio llegaba con el camino un tanto allanado, los pinchas del Tik o el Jardín comenzaban a ser gente respetada y ligona, nada  comparable con el muñeco de trapo que intervenía en los Teleñecos con el nombre artístico de Horacio Pinchadiscos. Y a ese personaje caricaturesco fue al que nos agarramos. El mismo nombre y la misma pasión por los vinilos, la mofa estaba servida. A veces, Horacio jugaba con nosotros en la calle y los chistes fluían como el agua del río, él era el muñeco de trapo al que vapulear, carcajadas y crueldades por doquier que el muchacho encajaba con deportividad, como si supiese con total certeza lo que le depararía el destino o el azar...
      Paco y Rorro apuraban las postreras horas de una de las últimas fiestas patronales gijonesas. Actuaba una orquesta de cierto renombre. Ambos miraban al tendido con un punto de desesperación al sentir como se les escapaba la noche aferrados al vaso de plástico de su vodka con limón. Había terminado el pase de la orquesta cuando la música empezó a sonar a sus espaldas. Se trataba de un pequeño escenario cargado de luz nerviosa que iluminaba el perfil de un hombre alto, agazapado tras unas gafas oscuras y una gorra de rapero. Manejaba una mesa de mezclas y ejecutaba, como mandan los cánones, cada uno de esos movimientos propios del mejor o tal vez el peor DJ del mundo. Mis amigos se miraron con desidia, se avecinaba una sesión soporífera de música enlatada. Y como suele ocurrir con el alcohol, sus pensamientos comenzaron a cristalizarse en palabras, críticas feroces a plena voz que parecían una especie de mitin festivo y chabacano.
-¡Exijo una cumbia!- balbuceó Paco.
-Pues yo necesito un buen pasodoble, "Tres veces guapa"-imploró Rorro.
-¿Dónde están las bailarinas con ropa ligera?
-Déjate de chorradas. Quiero escuchar el punteo del guitarrista, las baquetas del batería al viento, el tumbao de salsa del teclista y los gorgoritos del cantante. La puesta en escena del tema de moda mal versionado, pero real, sin trampa ni cartón. Esos obreros de la música son artistas que difunden el buen rollo, una raza adaptada a vivir en la carretera, de pueblo en pueblo. Son herederos del viejo cómico, del viaje a ninguna parte, un vestigio de nuestra alma trashumante. Los focos de colores que iluminan su sudor, las noches de verano, el derecho a la evocación, todo les pertenece. Y se lo arrebatan, poco a poco usurpan su lugar en el escenario tratando de convencernos de que todo es lo mismo, todo da igual. Pero míralos, nadie baila, no hay contacto. La gente contempla a ese tipo como las vacas lo hacen al ver pasar el tren.
      Y justo cuando Paco y Roro parecían a punto de largarse entre insultos y gestos soeces, alguien les toca en el hombro. Era como la llamada a una puerta que había permanecido cerrada durante muchos años. A sus espaldas, un par de armarios roperos, ambos ocultos tras sendas gafas de sol  y gorras de rapero idénticas a las del fulano que trataba de animar en esos momentos la romería.
-¿Hay algún problema con nuestro jefe?- preguntó el de la izquierda.
-¿Jefe?- preguntaron mis amigos a la par.
-Sí, DJ Hory.
      "Jodeeeeeer qué marrón", pensaron en absoluta sincronía Paco y Rorro. Apenas un par de minutos más tarde, mis amigos abandonaban la fiesta cabizbajos y con el corazón latiendo con fuerza en sus narices ensangrentadas.
      Desde lejos el chumba-chumba iba perdíéndose mientras la vieja sintonía de infancia del incomparable Horacio Pinchadiscos se abría paso en sus memorias. Ésa que decía:
-"¡Horacio!
-¡Qué, qué, qué!
-¡Cómo te lo montas tíoooo...!" 
        

martes, 9 de septiembre de 2014

Récord Mundial

      Y como no podía ser de otro modo, Paco, Rorro y yo, nos reencontramos en el mes de agosto. Teníamos mucho de qué hablar, recuerdos que sacar a flote y deudas pendientes en los chigres de Gijón. Así que una buena tarde, me acerqué por el "Vértigo", donde aguardaban impacientes mis amigos. Eran poco más de las siete cuando cruzamos el umbral de la primera sidrería y supe que algo grande iba a ocurrir aquella tarde. Tomamos un par de botellas por el barrio, la gente regresaba en bañador, con la toalla al cuello y el sol a sus espaldas, nada raro después de un día de playa y bandera verde. Salimos buscando el centro; calle Uría, Plazuela... Los pasos nos llevaban recorriendo viejos caminos, senderos del pasado que permanecían grabados en cada uno de nosotros, una especie de paseo inconsciente por los paisajes de la nostalgia. Pero no existía el menor atisbo de melancolía en el ambiente, nuestras voces rozaban la euforia, el anhelo de concordia, el contacto cariñoso del viejo camarada loco por beberse el carpe diem con una sonrisa permanente en el rostro. Era el momento, la calma perfecta que tal vez precediese a la tempestad de un futuro incierto. Y entonces, los tres supimos que no existía más verdad que la de aquella tarde de verano, que la felicidad no es sino un mosaico de pequeñas piezas que casi nunca consiguen completar el todo de la escena. Recordamos anécdotas, viejas historias inconfesables de una niñez perdida. Nos reímos de nuestra propia sombra, de nuestros sueños rotos y cuando adiviné un ligero brillo en la mirada de Paco al pronunciar el nombre de Penélope, agarré a mi amigo del hombro y salimos con la disculpa de respirar un poco de aire salado. Recorrimos el Muro, desde Capua hasta el Campo Valdés; la noche había encendido las luces de la bahía y me detuve un rato a contemplar. La gente atravesaba la Plaza Mayor, se dirigían a Poniente entusiasmados, Rorro me explicó lo del escanciado simultáneo y decidimos dejarnos llevar por la corriente.  
      Miles de personas llenaban el arenal, armados con su botella de sidra y con su vaso. Había risas y ambiente festivo, era un placer sentirse parte del todo, una diminuta gota en la marea. Batimos el récord, estaba cantado. Somos grandes, tan grandes como la Escalerona o el Molinón.
      Una hora más tarde aparecimos en Cimadevilla, prolongando el momento de armonía cósmica hasta creernos capaces de hacerla perpetua. Los chigres estaban a tope y nosotros, atrincherados en la barra, compartíamos la ambrosía de los dioses siguiendo el ritual del buen bebedor de sidra. Y de pronto, mientras Paco y Rorro disertaban sobre asuntos filosóficos, yo me dejé llevar por el extraño que vive en mí desde hace algún tiempo. Alcé la mirada para contemplar cada nimio detalle: el camarero con su brazo arriba para escanciar, el sonido de la sidra rompiendo sobre el vaso, la forma de beber, de tirar a los pies de la barra el resto del culín, las bandejas de pinchos, las tertulias entorno a las botellas vacías, el verde turbio y el olor a manzana en esencia que salpica mis pensamientos. Somos seres sociables, necesitamos el
calor de la amisad, ofrecer el vaso del que hemos bebido a quien comparte el momento con nosotros. Resultaría inconcebible una sidrería cargada de silencio, llena de gente que apenas habla entre sí. La sidra es la bebida de la cordialidad, el antídoto a la tristeza y al abandono, un refugio a los problemas del día a día, la verdad relativa del colega que habla, del amigo que escucha y empatiza, la tierra húmeda y verde, agreste y bella, el fruto prohibido con el que pecar sin complejos sabiendo que no hay otro cielo mejor que el nuestro.
      Paco y Rorro trazaban planes de futuro, dibujaban paisajes que jamás habían contemplado, estaban convencidos de que emprenderíamos juntos un viaje maravilloso. Nombraron ciudades legendarias de la china milenaria, pueblos de postal al sur de Italia, parques naturales, viejas ruinas aztecas. Me dejé llevar por ellos convencido de que al día siguiente saldría el sol y que todo lo borraría. Todo menos los recuerdos y el hecho irrefutable de haber formado parte en mi Gijón del récord mundial de escanciado simultáneo. Casi nada.             

lunes, 1 de septiembre de 2014

Luz de Septiembre

      Un mes da para mucho. Sobre todo si hablamos de agosto. Sobre todo si hablamos de Gijón. Treinta y un días de silencio y romería, de volver a empezar como cada año, de encontrarse con uno mismo al doblar cualquier esquina del barrio que te vio crecer. Descubrir que todo está en su sitio, que nada ha cambiado, y respirar muy hondo frente al mar, camuflado entre turistas que miran por primera vez la bahía de San Lorenzo desde el balcón donde rompen las olas con mansa amenaza. Y por un instante soy uno más, un viajero que está de paso por el centro de mi universo, por esos rincones con los que tantas veces soñé. Todos ellos capturan el instante fugaz de sus miradas armados con cámaras de fotos, y el reflejo del atardecer desde el Campo Valdés será un eco que se perderá en el recuerdo. Entonces sé que soy distinto, porque el rumor que escucho, cada matiz del paisaje, atraviesan mi cuerpo. Soy parte de esa ciudad que contemplo con un atisbo de melancolía y rareza. ¿Por qué me siento extranjero en ella? No, no es cierto. Sin embargo temo que lo sea. Gijón me mira con otros ojos y yo la observo perplejo sin ser capaz de descifrar lo que me ocurre. Añoro todo cuanto he perdido, mi vida en esa playa que la marea arrastró hace tiempo. No soy yo quien recorre los barrios, un desconocido se ha adueñado de mi cuerpo aunque siga siendo parte de su esencia.
      Gijón se renueva cada verano, el mes de agosto le pertenece, es un homenaje pleno a su carácter abierto. La feria, el teatro, los conciertos, la semana grande, los fuegos artificiales, la sidra...Cada año aparecen nuevas sorpresas en escenarios diversos: el Jardín Botánico, la Laboral... La ciudad late en sus calles con intensidad, se respira buen ambiente en sus bares, en sus terrazas repletas, y ahí es donde reside
la grandeza del agosto gijonés, en una Cimadevilla palpitante, en un barrio del Carmen efervescente. No puedo evitar que un orgullo intenso me invada por dentro al pasear por sus calles, al saber que formo parte de ese Gijón del alma, y cuando recuerdo que pronto estaré lejos, las dudas se disipan al instante, el extraño que habita mi piel me abandona y vuelvo a ser yo mismo, lleno de emoción al saber que nuevamente dejaré atrás el oscuro anochecer brumoso de su cielo.
      Agosto es el final del camino, donde todo termina y todo comienza. Los años se renuevan por estas fechas, nacen proyectos y enterramos fracasos. He guardado silencio durante este mes, he recuperado mi ciudad, la he respirado y regreso cargado de historias que contar, sensaciones que compartir y con la certeza de llevarme dentro un trocito de Gijón.
      Los últimos días de agosto son como un preludio del adiós. Guardaré el sonido de las hojas que el viento mece en el parque de Isabel la Católica, el olor de la mar y esa luz de septiembre que se desvanece, insoportablemente bella desde San Pedro hasta el fondo de mi corazón. 


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Carlos Álvarez Castañón