lunes, 8 de diciembre de 2014

El Cazador de Instantes

      Las llamadas telefónicas de mi amigo Paco tienen siempre dos condicionantes: Primero, se producen ineludiblemente cuando estoy a punto de caer rendido en los brazos del dulce Morfeo; sus profundas meditaciones afloran al caer la luz del sol. Me lo imagino encerrado en su habitación, envuelto en las armonías de Frederic Chopin (últimamente está de un romántico empedernido) con lo ojos cerrados y revolviendo el agua en calma en el fondo del lago. Y segundo, es capaz de contaminarme con su mal rollo, desvelarme para el resto de la noche. El muy capullo no tiene mala intención en lo que hace, tan sólo pretende compartir sus reflexiones, sus deseos de encontrar respuesta a preguntas que, por suerte o por desgracia, muy pocas personas se formulan.
      El azote de ayer era referente a una tienda de material fotográfico que regenta una mujer de avanzada edad. Hasta aquí todo normal, sin embargo Paco tiene la capacidad de hallar misterios, metáforas y conspiraciones en el más nimio de los asuntos, está dotado de un sexto sentido para ir más allá de lo que aparece ante nuestros ojos.
      Me explicó que la tienda había pertenecido a un reputado fotógrafo de los años setenta, de esos a los que se les guardaba respeto gracias a una dilatada carrera en la B.B.C.(Bodas Banquetes y Comuniones) A él acudían parejas del barrio con la intención de entregarle la responsabilidad de detener el tiempo sobre el papel, inmortalizar el momento: a la vera del mar, en el bucólico entorno del parque de Isabel la Católica...Se trataba se un arte con minúsculas, poco creativo, encorsetado y profesional, tan necesario como el buen servicio de un fontanero o un electricista pero con mayor trascendencia, capaz de calar en la pequeña historia de una familia, el pintor de la corte que dibuja con luz los momentos dignos de instalarse en la posteridad. Pero al cazador de instantes le sobrevino la enfermedad, la muerte. En aquellos años de gloria, una mujer acompañaba al fotógrafo a cada evento, colaboraba en cuanto podía, contemplaba con admiración su trabajo, se enamoraba de la pasión que él ponía en cada disparo, en cada puesta en escena de los novios al cortar la tarta nupcial o en cada beso forzado.
      Al irse para siempre el gran amor de su vida, ella se derrumbó. El estudio echó el cierre y la mujer desapareció de la vida real. Algunos aseguraban que, encerrada en su casa, no hacía otra cosa que pasarse las horas contemplando fotos, retratos de parejas felices, sonrisas eternas que nadie borraría. Y lloraba al pensar que siempre había estado al otro lado de la cámara, en el de los mortales que pierden lo que aman. Ella hubiera deseado ser una de aquellas chicas de blanco, compartiendo la escena con su flamante esposo, atrapada en el sí quiero. Jamás se habían hecho una foto juntos y ahora que el tiempo cabalgaba con desenfreno, apenas era capaz de retener su propio rostro de juventud, el de ambos, cuando todo era perfecto.
      Han pasado más de treinta años desde entonces y Paco ha descubierto que el estudio de fotografía ha vuelto a abrir al público. El escaparate principal aparece cuajado de retratos de boda, rostros obsoletos, descoloridos, el esplendor bajo la luz mortecina de un tubo fluorescente. Al otro lado, junto a la entrada, docenas de cámaras analógicas, carretes con capacidad para treinta y seis instantáneas al módico precio de trescientas setenta y cinco pesetas y un cartel que dice: "Revelamos sus fotografías en cuarenta y ocho horas".
      Detrás del mostrador, entre la penumbra, se adivina la sombra de una mujer que espera.
      
  

lunes, 1 de diciembre de 2014

El Hombre Invisible

      De todos los superhéroes que pululan por el mundo de la fantasía, Mariano siempre tuvo predilección por uno sólo. Consideraba a Superman un tipo hortera con botas de agua y calzoncillos marca-paquete, las peripecias de Spiderman le resultaban un tanto circenses e inverosímiles, por no hablar del Capitán América y otros muchos salvavidas de tres al cuarto. No, Mariano era mucho más discreto que todo eso, no se imaginaba volando por Manhattan en mitad de la noche con su capa al viento. Tampoco se trataba de un asunto meramente estético. Él era un hombre prudente, de poco estornudar ante los demás por no perturbar la paz social. Observaba, escuchaba y hablaba tan sólo cuando consideraba que sus palabras habrían de ser más apropiadas que el silencio. Parecía evidente, su gran héroe, si así se le puede considerar, era el Hombre Invisible. Lo que no sospechaba Mariano es que terminaría convirtiéndose en él.
      Mariano ejercía como restaurador de muebles; largos años de experiencia, rutina y buen hacer. Pero una mañana de diciembre, cuando ya se rumoreaba la tragedia, el dueño de la empresa para la que trabajaba, improvisó una reunión en mitad del taller. Había llegado el final, las deudas echaron a pique el negocio. Era el momento de decir: "¡Sálvese quien pueda!", el bote salvavidas de Mariano se llamaba INEM y allí se pertrechó al día siguiente con un número en la mano igual que cuando iba a la carnicería del barrio. No habrá problema, pensó, tengo cincuenta y pocos años y no hay nadie mejor que yo en eso de restaurar muebles, obras de arte o lo que haga falta. Cumplió con la burocracia y se fue a casa. Se sentía extraño paseando por el Muro, respirando el olor de la mar apoyado sobre el rompeolas, callejeando por el centro mientras la ciudad palpitaba. Por fin tenía tiempo para contemplar la vida desde otro ángulo, detenerse en los pequeños detalles de la cotidianidad. Pasaron las semanas, los meses y Mariano continuaba instalado en un limbo indescifrable, ya no disfrutaba de su privilegiada situación, se había cansado de mirar a los demás, estaba harto, a la deriva. Se presentó a numerosas entrevistas pero nadie le llamó, no comprendía como un hombre capaz y sabio en su parcela como él podía ser despreciado una y otra vez. En ocasiones, le asaltaba una rabia intensa que le obligaba a ponerse en pie, a luchar convencido de que su bagaje laboral era un tesoro que tarde o temprano alguien descubriría, sin embargo esos arrebatos de orgullo se fueron mitigando y Mariano comprendió que no era sino un viejo prematuro, un despojo que la sociedad rechaza. Comenzó a revisar su vida, sus aciertos y sus fracasos y se lamentó de no haber tomado otros caminos. Dejó de ver a sus amigos, dejó de ir a los bares, dejó de salir a la calle.      
      Habían transcurrido ya cuatro largos años desde el naufragio, se veía tumbado, solo, en el bote salvavidas, rodeado de agua salada por todas partes. Se asomaba por una rendija para ver el mundo pero el mundo no le veía a él, se había transformado definitivamente en el Hombre Invisible. Recordaba su vida anterior con nostalgia, sin ser muy consciente de si aquella vida fue realmente suya o tan sólo un lejano sueño. Y fue entonces cuando decidió que el manto oscuro de la noche sería su mejor aliado. Buscó en el fondo del armario ropa negra; una sombra capaz de moverse con pies ágiles por rincones sucios y peligrosos.  Después, con las primeras luces del alba, regresaba a casa para dormir el día entero. Mariano era invisible, tanto que él mismo comenzó a creérselo. Una noche, recorrió el litoral de punta a punta, a la luz de la luna, y cuando se encontraba de regreso con el sol despertando a sus espaldas, se sentó al borde del acantilado. El horizonte se adivinaba confuso en lontananza, el mar en calma, insoportablemente bello. Mariano cerró los ojos un instante, intentando capturar toda esa belleza y nutrir con ella sus sueños diurnos, y justo fue cuando al abrirlos, se encontró con su propia sombra alargada y a su espalda una voz de mujer que decía: "Te he estado buscando, vuelve a casa, al fin te veo".  

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Carlos Álvarez Castañón