jueves, 19 de noviembre de 2015

Cinema Paradiso

 
    Una vez más rondaba la media noche cuando sonó el timbre de mi teléfono móvil. Al otro lado, la inconfundible voz de mi viejo amigo Rorro. Decía estar en compañía de Paco, sentados en una terraza solitaria de una vinatería en pleno barrio del Carmen. Martes, noviembre y esa humedad salada calando hasta los huesos. Solían hacerlo, cosas extravagantes, propias de parejas de novios románticos y trasnochados; en cierta ocasión fue Paco el que me telefoneó a horas intempestivas desde el borde del acantilado que cae vertical en el Cerro de Santa Catalina, con el Elogio del Horizonte como único testigo. Pretendía compartir conmigo la grata sensación de las olas acariciando sus oídos. Le colgué el teléfono. Sin embargo, he de confesar, que la llamada de Rorro fue para mí una especie de salvavidas, como náufrago que zozobra en el proceloso mar de la tristeza. Se me iluminó el rostro. Hablaba con elocuencia, casi poético. Me contó que habían salido los dos a caminar por el centro, a recorrer uno a uno los viejos cines que ya no existen: Arango, Robledo, María Cristina, Hernán Cortés, Albéniz...Me describió con detalle en lo que se habían transformado: oficina bancaria, bloque de viviendas, hamburguesería, clínica de cirugía estética...No había dramatismo en su voz, si acaso un atisbo de melancólica nostalgia. Y comenzó a desplegar su relato, su particular visión del mundo, de los tiempos y de los sueños...
      El cine era la excusa perfecta para salir a la calle, visitar el centro de la ciudad, tomar una cerveza después de la película y mantener encendidas tertulias acerca de nimios asuntos. Paco solía enamorarse de alguna actriz de reparto, de ésas que aparecían en media docena de escenas; se trataba de un amor sincero, limpio y sin ambages, juraba que sería capaz de abandonar todo cuanto tenía si ella se lo pidiese. La gran pantalla invitaba a ese tipo de sueños, a recrearse en los detalles, la textura de la piel, las miradas. Se encendían las luces y Paco entristecía al sentir como su mundo se desmoronaba, intangible y volátil como una espesa niebla. Recuerdo las colas interminables junto a la taquilla para sacar las entradas, la moqueta de los escalones que ascendían hacia el entresuelo, las butacas de terciopelo carmesí, el olor a madera y el ambientador con esencia de cítricos, la textura de los cortinajes, los palcos, la luz de las tulipas y la enorme pantalla en blanco, todo dispuesto, con un cosquilleo de emoción al saber que la oscuridad se adueñaría de la sala minutos más tarde. Dos horas en las que olvidar el mundo, abandonar nuestro cuerpo en la butaca y volar, el cine es el instante breve que se convierte en eterno, que es capaz de grabarse para siempre en lo más profundo, que resucita cuando las luces se apagan. En aquellos cines se soñaba al unísono, se formaba parte de una colectividad poderosa, indestructible, una sociedad más solidaria y humana que lloraba y reía al calor de un mismo techo. La tecnología del "Home Cinema", el "Full HD" o el "Sonido Envolvente" son armas de destrucción masiva, de aquellos espectadores que fijaban su mirada en una sola pantalla, de acomodadores, taquilleros y operarios que se encargaban de proyectar la película. Las salas de cine son un negocio, lo sé, igual que una frutería, una carnicería o una tienda de electrodomésticos, pero me cuesta tanto marcar con un precio el valor de los sueños...
      El Robledo, el María Cristina o el Arango forman parte de ese Gijón que se fue, una ciudad que bebía culturalmente de estos teatros reconvertidos en cines que nos ponían en contacto con el mundo, aire fresco en una ciudad que despertaba y se hacía mayor, son un monumento a la memoria, a lo que llevamos dentro, a todo aquello que anhelamos algún día llegar a ser, las emociones del instante previo, del beso, del amor y del corazón desbocado, son el rincón entrañable que guardamos en el alma, el "Cinema Paradiso" que nadie podrá arrebatarnos jamás, testigo de una sociedad sedienta y voraz que ahora prefiere el cobijo del hogar, el egoísmo onanista del placer en solitario.
      Rorro dejó de hablar de repente, como si ya lo hubiera dicho todo, como si fuese necesario un silencio reflexivo antes de extraer alguna conclusión. Pero no había conclusiones que extraer. Los imaginé por un instante sentados al calor de la estufa con una copa de vino entre las manos y sentí tal añoranza de mi Gijón que creí no poder soportarlo, y en un arrebato de magia cinéfila le dije a mi amigo:
-Rorro, no os mováis de esa terraza, en un minuto estoy ahí.

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Carlos Álvarez Castañón