jueves, 31 de marzo de 2016

Marzo

   
      Quiero regresar al instante del beso, a la mirada profunda de tus ojos. Contemplar de cerca tus pupilas y tu piel clara, el perfil de tu rostro, tu manos frías, tus manos. Y lo haré con el único aliento de mi memoria, recitando uno a uno los rincones de ese escenario vivo, testigo de nuestros pasos.
      Recorrimos la noche desde San Pedro hasta Fomento, huyendo del gentío, sedientos. Nos refugiamos bajo los arcos de San Esteban mientras la lluvia se deshacía escandalosa sobre las luces de los coches que pasaban, tenías el pelo mojado y me miraste con una de tus sonrisas; y yo, me habría muerto en aquel lugar al comprender que aquella mirada escondía el valor de una vida entera, la que tantos y tantos buscan sin hallarla jamás. "Eres afortunado", pensé, "ahí la tienes, ante ti, la mujer que marcará tu destino". Era una certeza reveladora y sublime, lo más parecido a la fe para un creyente. Sin embargo yo podía verte, acariciar tu cara. Te besé allí, con la lluvia como telón de fondo, sin testigos, creí entonces, igual que dos actores se besarían sin público. Pero fui egoísta, ¿cómo no serlo? y decidí no morirme, seguir viviendo instantes como aquel, rozar la eternidad con la yema de mis dedos, instalarme en ella, aferrado a la lluvia, al calor de un solo cuerpo, fundidos en un abrazo infinito.
      Las horas transitaban sin valor, más de una vez nos encontró la madrugada conversando, descubriéndonos, contemplando la magia del Gijón oculto, ése que permanece en secreto, que sólo se plasma ante la mirada singular del que se enamora paseando por sus calles. Dibujamos una ciudad nueva que tú y yo conocemos, nadie más: el mar rompiendo a nuestros pies en el Cerro de Santa Catalina, el sonido del viento soplando entre los álamos del parque, el rompeolas y las luces bañándose sobre el mar en calma del muelle. El nuestro fue un idilio compartido, nunca estuvimos solos, alguien más conocía cada beso, cada susurro, nos ha vigilado, cómplice y testigo mudo de instantes sublimes. Marzo no es un mes cualquiera en Gijón, marzo será para siempre el esplendor de la belleza retratada en las pequeñas cosas, la bruma, el frío de un invierno que muere, el tiempo de los cambios, los días que crecen, las noches...
      Disfruto recorriendo con la mente aquellos rincones, saboreando su belleza singular, inigualable. Vuelo sobre las olas y contemplo con detalle los días de gloria, escucho con los ojos cerrados, respiro hondo y me siento parte de un todo, un paisaje onírico y real que ha sido capaz de traspasar los límites de mi memoria para instalarse en la cotidianidad del observador. Y es entonces cuando soy yo el que espía, el que se recrea en los detalles de la ciudad que me ha visto amar. Me sumerjo en cada detalle insignificante, soy el cómplice perfecto de sus grandezas y sus miserias, la sorprendo triste, melancólica o vital, descifro su alma en el color del cielo, en la intensidad del viento, en la violencia de las olas golpeando contra la Escalerona. Gijón es una ciudad cambiante, viva, que se despierta bajo el influjo de algún sueño nocturno, que en ocasiones padece de insomnio, que en ocasiones rebosa alegría, luz.
      Desde aquel mes de marzo mi destino está ligado a una mujer y también a una ciudad, formo parte de ellas, irremediablemente, me siento como un preso gozoso, libre en el universo ilimitado de sus certezas, soy como un personaje creado por la voluntad romántica de su autor, condenado a un amor eterno que se repite y se repite.
      Tú, yo, nuestra ciudad, el mar, los sueños...          

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Carlos Álvarez Castañón