Todos sabemos lo que encierra el último mes del año: una mezcla extraña de alegría y tristeza de pesada digestión. Al llegar diciembre suelo vagar por la ciudad de noche, muy atento a cualquier nimiedad intrascendente, las luces de colores, esa euforia hueca...Y surgen las preguntas que se repiten año tras año: Incómoda, cruda realidad; se impone en cada gesto, en cada melodía desafinada que derrama el acordeonista callejero, presuntos villancicos flotando en el aire frío que impregna la mar. Imagino los centros comerciales, templos del desenfreno navideño y necesito huir, igual que esa nube negra de estorninos que ensucia el cielo con sus dibujos de libertad. No soy el único, lo sé, pero nadie grita, todos guardan silencio en mitad de la multitud. Basta de fingir la dicha plena, armonía y paz de cartón, dejemos que fluya la verdad, que nadie se sienta raro por ser humano, por despertar cada mañana con el mismo esfuerzo de siempre, por creer que arrastramos una vida vulgar, peor que las del resto de los mortales. La gran mentira magnifica nuestros complejos, nos hace diminutos ante el espejo. Quiero la luz limpia de la noche, necesito la oscuridad sincera, sin adornos brillantes que incendian mi tristeza. ¿Acaso son felices todos esos cuerpos que se asoman a los escaparates? ¿Qué habrá de permanecer a la postre? El vacío, el retorno acibarado de la rutina. Diciembre es un acantilado donde acaba el mundo, diciembre es la estación abandonada del olvido, el rincón perfecto en que cobijarse del futuro, la noche eterna. No deseo romper la poesía, ni comprar nada que compre el dinero, no vendo mi dolor, mi tristeza. Si algún día existió la Navidad alguien debería explicarme a dónde se ha marchado. El niño ha volado con los pájaros, aferrado a sus sueños, y éste que os habla ya no escribe cartas pidiendo regalos, y no espera que nada cambie tras la duodécima campanada.
Diciembre, un lugar común por el que la gente pasa sin saber que se trata del "fin de trayecto", un maravilloso motivo para decir adiós, para seguir soñando historias en silencio. Viviré por todos ellos, Rorro, Paco, hablaré y escucharé con atención sus inquietudes, sus miedos, sus anhelos...Y recorreré la playa de San Lorenzo al caer el sol, cada día, cada mes, cada año. Respiraré la sal de mi trocito de mar y me mezclaré con ella mientras flota por las calles, mientras humedece las aceras. Y así, un día abriré los ojos y pensaré por un instante:
"Todo ha sido un sueño, un dulce y maravilloso sueño del que no quiero despertar jamás"