jueves, 31 de julio de 2014
lunes, 28 de julio de 2014
Viento en el Cuerpo
La fascinación de los gijoneses por las alturas no es nueva. Desde que el catalán Garnier, deleitase a un público entregado al módico precio de 1,5 pesetas en preferente y 0,5 en general, allá por mil novecientos diez, las demostraciones aéreas no han hecho más que repetirse año tras año. Por aquel entonces solía utilizarse el campo de "Las Mestas" como recinto; desde allí despegaban los aviones pilotados por locos intrépidos capaces de ofrecer vuelos rasantes y adrenalina a raudales. Casi nada se encontraba bajo control, la libertad del aventurero constituía la envidia de quienes contemplaban absortos su pericia y su desfachatez; se trataba de un baile en el alambre a cientos de pies del suelo, un coqueteo con la muerte que muchas veces terminaba en fatal matrimonio. Ése fue el caso de Mariano Pola; industrial gijonés, con calle propia en el Natahoyo que terminó estampando sus huesos en tierras francesas. Pero unos meses antes del terrible accidente, el señor Pola, había cumplido uno de sus grandes anhelos: sobrevolar la costa de su Gijón natal acunado por el clamor de su gente.
Sin embargo ellos no fueron los primeros en contemplar desde arriba la verde campiña que adorna la Villa de Jovellanos. Milá, despegando de la arena de "El Bibio", levitó con la parsimonia que ofrece ese artilugio llamado, globo aerostático. Fue en mil ochocientos ochenta y nueve cuando este hombre logró la proeza. Las gentes de entonces se preguntaban cómo podría ser factible surcar los vientos como un pájaro. Y así, con el gusanillo instalado en lo más profundo de nuestros antepasados, la historia se repitió sistemáticamente como una especie de ritual. Se trataba de una apuesta segura, garantía de éxito.
Ha pasado siglo y pico desde la primera vez y el verano en la Costa Verde sigue teniendo un referente
en el cielo de Gijón. La solitaria hazaña de un hombre se ha diversificado; ahora tenemos paracaidistas ejecutando coreografías perfectas, helicópteros de rescate marítimo exhibiendo su potencial, máquinas veloces capaces de surcar el cielo a quinientos kilómetros por hora, avionetas que conocen de cerca el horror de Vietnam o Corea, un caza de la Segunda Guerra Mundial, la Patrulla Águila... Espectáculo en toda regla, presenciado por muchos miles de espectadores que dan colorido a una bahía de San Lorenzo incomparable. Era lógico contemplar aquellas máquinas con la boca abierta, entregarse al derroche de talento de los pilotos. Pero yo, que suelo tener la rara costumbre de cambiar el punto de vista de las cosas, imagino el panorama desde arriba, con la arena y el paseo marítimo repletos de gente, con el Cerro de Santa Catalina, los tejados del viejo barrio pesquero, el puerto y el soberbio perfil de mi ciudad que se pierde en lontananza entre el Cantábrico y La Providencia. Siempre fui un miedica, de esos a los que les tiemblan las piernas con sólo echar un vistazo al caprichoso trazado de la montaña rusa, de los que prefieren agarrarse con fuerza a una farola mientras capea su propia borrachera en tierra firme. Pero a veces no puedo evitar una punzada de envidia al imaginar lo que estos pilotos sienten al volar como un pájaro. Y en sueños, sólo en ese maravilloso territorio, soy yo el que surca el cielo gijonés, a los mandos de un avión de doble ala, equipado con casco, chupa de cuero viejo y gafas a la antigua usanza. Entonces, dejo que rujan los caballos del motor, muy cerca del mar. Y con el viento sobre mi cuerpo contemplo al público que me aclama mientras grito a pulmón:
¡¡¡¡¡¡YUJUJUYYYYYYY!!!!!!
Sin embargo ellos no fueron los primeros en contemplar desde arriba la verde campiña que adorna la Villa de Jovellanos. Milá, despegando de la arena de "El Bibio", levitó con la parsimonia que ofrece ese artilugio llamado, globo aerostático. Fue en mil ochocientos ochenta y nueve cuando este hombre logró la proeza. Las gentes de entonces se preguntaban cómo podría ser factible surcar los vientos como un pájaro. Y así, con el gusanillo instalado en lo más profundo de nuestros antepasados, la historia se repitió sistemáticamente como una especie de ritual. Se trataba de una apuesta segura, garantía de éxito.
Ha pasado siglo y pico desde la primera vez y el verano en la Costa Verde sigue teniendo un referente
en el cielo de Gijón. La solitaria hazaña de un hombre se ha diversificado; ahora tenemos paracaidistas ejecutando coreografías perfectas, helicópteros de rescate marítimo exhibiendo su potencial, máquinas veloces capaces de surcar el cielo a quinientos kilómetros por hora, avionetas que conocen de cerca el horror de Vietnam o Corea, un caza de la Segunda Guerra Mundial, la Patrulla Águila... Espectáculo en toda regla, presenciado por muchos miles de espectadores que dan colorido a una bahía de San Lorenzo incomparable. Era lógico contemplar aquellas máquinas con la boca abierta, entregarse al derroche de talento de los pilotos. Pero yo, que suelo tener la rara costumbre de cambiar el punto de vista de las cosas, imagino el panorama desde arriba, con la arena y el paseo marítimo repletos de gente, con el Cerro de Santa Catalina, los tejados del viejo barrio pesquero, el puerto y el soberbio perfil de mi ciudad que se pierde en lontananza entre el Cantábrico y La Providencia. Siempre fui un miedica, de esos a los que les tiemblan las piernas con sólo echar un vistazo al caprichoso trazado de la montaña rusa, de los que prefieren agarrarse con fuerza a una farola mientras capea su propia borrachera en tierra firme. Pero a veces no puedo evitar una punzada de envidia al imaginar lo que estos pilotos sienten al volar como un pájaro. Y en sueños, sólo en ese maravilloso territorio, soy yo el que surca el cielo gijonés, a los mandos de un avión de doble ala, equipado con casco, chupa de cuero viejo y gafas a la antigua usanza. Entonces, dejo que rujan los caballos del motor, muy cerca del mar. Y con el viento sobre mi cuerpo contemplo al público que me aclama mientras grito a pulmón:
¡¡¡¡¡¡YUJUJUYYYYYYY!!!!!!
jueves, 24 de julio de 2014
lunes, 21 de julio de 2014
El Concierto de mi Vida
Hoy he de hablaros, una vez más, y tal vez no sea la última, del estadio de mis amores, El Molinón. Pero en esta ocasión no tengo en mente partidos épicos del viejo Sporting, ni tampoco domingos de fútbol y pasión. "El Templo" es mucho más que un recinto deportivo. Desde la década de los ochenta, el campo gijonés se ha convertido en el epicentro de los macroconciertos asturianos. Miguel Ríos dio la bienvenida a otros muchos que fueron elevando el listón hasta registros insuperables. Aquél fue un concierto polémico, una especie de segunda parte del Alemania-Austria del mundial de Naranjito que terminó como el rosario de la aurora. Un modo un tanto curioso de estrenar los nuevos graderíos que ampliaban el aforo del estadio hasta los cuarenta y cinco mil espectadores. Pero sería la incombustible Tina Turner la mujer que transformase la polémica en armonía y en éxtasis. La norteamericana dejó huella en un público fiel, simplemente memorable. Gijón había roto fronteras, aparecía en los mapas y se lanzaba hacia una fascinante carrera al estrellato: Dire Straits, Sting, Paul McCartney, Bruce Springsteen...Pero aún faltaba lo mejor, el as en la manga que sorprendió a propios y extraños; la aparición a la vera del Piles del controvertido Mick Jagger en el verano del noventa y cinco. The Rolling Stones, sus satánicas majestades en carne y hueso, dándolo todo en rojiblanco.
El escenario ubicado en el fondo norte, lugar que ocupa la portería popularmente conocida como "la de los goles", es un espacio inmejorable para marcar un "hat-trick". Y ¿quién más apropiado para ello que el jefe, el gran goleador del Rock & Roll? Pura delicia para una afición entregada. Bruce Springsteen; tres veces, nada menos. La del pasado año, además, como única comparecencia en territorio español. Pero conviene puntualizar que Gijón dispone de numerosos recintos para grandes conciertos, lugares que se adaptan al evento como un guante. El Pabellón de La Guía, desde que Pavarotti lo inaugurase con uno de sus recitales, ha albergado a grupos y solistas de carácter nacional e internacional. Las Mestas con Prince o David Bowie, la plaza de toros del Bibio o el recinto ferial, son alternativas al centenario campo del Sporting.
Algunos inconscientes desprecian este tipo de eventos, dicen que los fans llegan a la ciudad y la abandonan justo después del concierto, que apenas generan riqueza. Sin embargo la respuesta la tiene toda esa gente que duerme a las puertas del estadio, que recorre cientos y cientos de kilómetros para estar cerca de sus ídolos, aquellos chavales que descubren la grandeza de la música en momentos irrepetibles como estos, que al día siguiente acuden a la tienda de discos para profundizar en ese mar que acaban de descubrir en vivo y en directo. Cuando comienza a sonar la música, una corriente atraviesa desde el escenario hasta el último poro de la piel de cada espectador. Todos sienten lo mismo, todos sueñan un mismo sueño que se hace eterno en mitad de la noche iluminada por las luces de colores.
Un gran concierto es como un gran viaje, te acompaña el resto de tu vida, te ensancha el alma. Y todos cuantos llegan aquí de lejos, saben que Gijón, de algún modo, formará para siempre parte de sus vidas.
El escenario ubicado en el fondo norte, lugar que ocupa la portería popularmente conocida como "la de los goles", es un espacio inmejorable para marcar un "hat-trick". Y ¿quién más apropiado para ello que el jefe, el gran goleador del Rock & Roll? Pura delicia para una afición entregada. Bruce Springsteen; tres veces, nada menos. La del pasado año, además, como única comparecencia en territorio español. Pero conviene puntualizar que Gijón dispone de numerosos recintos para grandes conciertos, lugares que se adaptan al evento como un guante. El Pabellón de La Guía, desde que Pavarotti lo inaugurase con uno de sus recitales, ha albergado a grupos y solistas de carácter nacional e internacional. Las Mestas con Prince o David Bowie, la plaza de toros del Bibio o el recinto ferial, son alternativas al centenario campo del Sporting.
Algunos inconscientes desprecian este tipo de eventos, dicen que los fans llegan a la ciudad y la abandonan justo después del concierto, que apenas generan riqueza. Sin embargo la respuesta la tiene toda esa gente que duerme a las puertas del estadio, que recorre cientos y cientos de kilómetros para estar cerca de sus ídolos, aquellos chavales que descubren la grandeza de la música en momentos irrepetibles como estos, que al día siguiente acuden a la tienda de discos para profundizar en ese mar que acaban de descubrir en vivo y en directo. Cuando comienza a sonar la música, una corriente atraviesa desde el escenario hasta el último poro de la piel de cada espectador. Todos sienten lo mismo, todos sueñan un mismo sueño que se hace eterno en mitad de la noche iluminada por las luces de colores.
Un gran concierto es como un gran viaje, te acompaña el resto de tu vida, te ensancha el alma. Y todos cuantos llegan aquí de lejos, saben que Gijón, de algún modo, formará para siempre parte de sus vidas.
jueves, 17 de julio de 2014
martes, 15 de julio de 2014
Tributo a "Los Locos"
Echo de menos nuevas canciones, y maldigo al destino que ha hecho que los dados cayeran así, privándome de la imponente voz de Carlos. Sueño con un concierto imposible, que todo vuelva a empezar, desde Marrakech o desde New York. Han sido cuatro L.Ps. y dos Maxi-Singles, un legado estupendo. A veces pienso que "Los Locos" simplemente son parte de un frondoso árbol, una rama cuajada de hermosas flores. Yo me enamoré de esa rama y gracias a ella alcancé las raices que la sustentan. De algún modo sé que detrás de Bill Evans y del Village Vanguard están también ellos, y ahora que el tiempo se detiene cuando escucho la lírica de esos gigantes del jazz o del soul, mantengo fresca en mi memoria las letras y las canciones que tanto llenaron mi vida. Carlos Redondo, allá donde se encuentre y todos aquellos que habéis contribuido a la existencia del grupo, estad satisfechos, vuestro trabajo no ha sido en vano, al menos para mí.
jueves, 10 de julio de 2014
lunes, 7 de julio de 2014
Semana Negra
La ciudad estaba muy cambiada. Sebastián apenas identificaba el entorno; Cimadevilla se dibujaba al fondo, un cúmulo de tejados asomándose al mar; al otro extremo, el puerto industrial, áspero y contundente, y el dique disfrazando el horizonte de gris hormigón. Ante él se plasmaba el agua remansada, la arena y una vida que regresaba a borbotones. Aquel nunca había sido su barrio y esa playa que ahora contemplaba tampoco formaba parte de la ciudad en la que creció. Sin embargo, el aire olía como en su niñez, sabía que se encontraba en Gijón, un lugar del cuál había huído veinte años atrás y al cuál no había regresado hasta ese día de verano. Buenos Aires, Chicago, Berlín, Siracusa o Casablanca eran escenarios tan propicios como cualquier otro. Se trataba de ser limpio y eficiente. Trabajo, simplemente trabajo. Sex, que así se había bautizado desde que empezó su nueva vida, inspeccionaba el terreno con mirada clínica: vías de escape, zonas oscuras, rincones camuflados...Detalles que catapultan al éxito silencioso y al dinero fresco. Atardecía en la Playa de Poniente y el joven Sebastián reclamaba su dosis de nostalgia, Sex se adentró en la calle Marqués de San Esteban para tomar una cerveza, escuchar el acento que él había perdido mucho tiempo atrás y afianzar su estrategia punto por punto. Un grupo de amigos charlaban distendidamete acerca del verano y los conciertos. "La vida puede ser transparente", pensó Sex. Por un instante atisbó la sombra de un remordimiento, una caricatura de lo que un día fue su propia conciencia. Imaginó una hipotética vida en Gijón, la vida de ese muchacho llamado Sebastián que vagaba por las calles del centro admirando la arquitectura modernista. Pobre ingenuo, jamás hubiera soñado con lo que le aguardaba al otro lado de la inocencia. Mientras algunos de su edad madrugaban para asistir a exámenes de la facultad, él trasnochaba hasta el alba para cumplir su cometido. Más de una noche sintió un desamparo lacerante que le impedía dormir. De alguna manera las piezas encajaban: su desposesión, su abandono, el aire húmedo y salado que respiraba, el color de su ciudad. Sebastián parecía rebelarse, reclamaba lo que era suyo, una vida arrebatada. Pero Sex era demasiado fuerte.
Salió del bar. La noche se había apoderado de cada esquina, "no hay escapatoria". Echó una ojeada a su Tag Heuer: las diez en punto. Caminó hacia el recinto ferial; las luces locas de las atracciones iluminaban el entorno y miles de personas merodeaban por el paseo marítimo. El punto acordado era fácil de encontrar: la gran noria. Sex llegó a la hora exacta, y con puntualidad británica su teléfono móvil vibró un par de veces; un mensaje de texto describía con precisión el objetivo. Realizó un fructífero barrido; su hombre se hallaba en el puesto de perritos calientes: camiseta floreada, de rubia melena recogida en una coleta y tatuaje geométrico en su brazo derecho. El tipo salió dirección a la noria con el propósito de sacar un tiket, pero no lo hizo. Se dirigía sin rumbo aparente entre la multitud, giró a la izquierda y se detuvo en una tómbola de tiro, Sex esbozó una leve sonrisa. Aguardó atento, sin apremiarse, escuchando los latidos de su propio corazón bombeando por encima de las músicas estridentes que se entremezclaban con el humo de las barbacoas de carnes a la brasa. Nada importaba, ni los gritos de quienes sufrían los vaivenes del "Revolution", ni las sirenas de los caballitos, ni el ritmo latino de Rubén Blades que desgranaba sus éxitos sobre el escenario central. Sex y su hombre, ellos dos en mitad del caos, con la sangre circulando por sus venas a más de cien por hora. El rubio abandonó la escopeta y se detuvo en mitad de la calle, miró su reloj y tecleó un rato en su smartphone. Caminó a contra corriente, hacia las dársenas abandonadas del viejo astillero; las grúas permanecían inertes y oxidadas como garras que arañan la noche. Lo vio al fondo, solo, como el día en que llegó al mundo, hablaba alterado por su teléfono, gesticulando. Cuando se giró, todo ocurrió muy rápido; la mirada del rubio mezcla de sorpresa y desamparo, el revólver de Sex como una prolongación de su mano y la pregunta del hombre desarmado al identificar ese rostro, inolvidable amistad de la infancia: "¿Sebastián?" Y a pesar de que todo fue tan breve, una vida entera recorrió su mente. Sebastián identificó de pronto a su viejo amigo, su voz, sus juegos, sus anhelos, y entonces fue cuando respondió a su duda: "¿Sebastián? Error. Mi nombre es Sex."
¡¡¡BANG!!!
Salió del bar. La noche se había apoderado de cada esquina, "no hay escapatoria". Echó una ojeada a su Tag Heuer: las diez en punto. Caminó hacia el recinto ferial; las luces locas de las atracciones iluminaban el entorno y miles de personas merodeaban por el paseo marítimo. El punto acordado era fácil de encontrar: la gran noria. Sex llegó a la hora exacta, y con puntualidad británica su teléfono móvil vibró un par de veces; un mensaje de texto describía con precisión el objetivo. Realizó un fructífero barrido; su hombre se hallaba en el puesto de perritos calientes: camiseta floreada, de rubia melena recogida en una coleta y tatuaje geométrico en su brazo derecho. El tipo salió dirección a la noria con el propósito de sacar un tiket, pero no lo hizo. Se dirigía sin rumbo aparente entre la multitud, giró a la izquierda y se detuvo en una tómbola de tiro, Sex esbozó una leve sonrisa. Aguardó atento, sin apremiarse, escuchando los latidos de su propio corazón bombeando por encima de las músicas estridentes que se entremezclaban con el humo de las barbacoas de carnes a la brasa. Nada importaba, ni los gritos de quienes sufrían los vaivenes del "Revolution", ni las sirenas de los caballitos, ni el ritmo latino de Rubén Blades que desgranaba sus éxitos sobre el escenario central. Sex y su hombre, ellos dos en mitad del caos, con la sangre circulando por sus venas a más de cien por hora. El rubio abandonó la escopeta y se detuvo en mitad de la calle, miró su reloj y tecleó un rato en su smartphone. Caminó a contra corriente, hacia las dársenas abandonadas del viejo astillero; las grúas permanecían inertes y oxidadas como garras que arañan la noche. Lo vio al fondo, solo, como el día en que llegó al mundo, hablaba alterado por su teléfono, gesticulando. Cuando se giró, todo ocurrió muy rápido; la mirada del rubio mezcla de sorpresa y desamparo, el revólver de Sex como una prolongación de su mano y la pregunta del hombre desarmado al identificar ese rostro, inolvidable amistad de la infancia: "¿Sebastián?" Y a pesar de que todo fue tan breve, una vida entera recorrió su mente. Sebastián identificó de pronto a su viejo amigo, su voz, sus juegos, sus anhelos, y entonces fue cuando respondió a su duda: "¿Sebastián? Error. Mi nombre es Sex."
¡¡¡BANG!!!
jueves, 3 de julio de 2014
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