Mariano ejercía como restaurador de muebles; largos años de experiencia, rutina y buen hacer. Pero una mañana de diciembre, cuando ya se rumoreaba la tragedia, el dueño de la empresa para la que trabajaba, improvisó una reunión en mitad del taller. Había llegado el final, las deudas echaron a pique el negocio. Era el momento de decir: "¡Sálvese quien pueda!", el bote salvavidas de Mariano se llamaba INEM y allí se pertrechó al día siguiente con un número en la mano igual que cuando iba a la carnicería del barrio. No habrá problema, pensó, tengo cincuenta y pocos años y no hay nadie mejor que yo en eso de restaurar muebles, obras de arte o lo que haga falta. Cumplió con la burocracia y se fue a casa. Se sentía extraño paseando por el Muro, respirando el olor de la mar apoyado sobre el rompeolas, callejeando por el centro mientras la ciudad palpitaba. Por fin tenía tiempo para contemplar la vida desde otro ángulo, detenerse en los pequeños detalles de la cotidianidad. Pasaron las semanas, los meses y Mariano continuaba instalado en un limbo indescifrable, ya no disfrutaba de su privilegiada situación, se había cansado de mirar a los demás, estaba harto, a la deriva. Se presentó a numerosas entrevistas pero nadie le llamó, no comprendía como un hombre capaz y sabio en su parcela como él podía ser despreciado una y otra vez. En ocasiones, le asaltaba una rabia intensa que le obligaba a ponerse en pie, a luchar convencido de que su bagaje laboral era un tesoro que tarde o temprano alguien descubriría, sin embargo esos arrebatos de orgullo se fueron mitigando y Mariano comprendió que no era sino un viejo prematuro, un despojo que la sociedad rechaza. Comenzó a revisar su vida, sus aciertos y sus fracasos y se lamentó de no haber tomado otros caminos. Dejó de ver a sus amigos, dejó de ir a los bares, dejó de salir a la calle.
Habían transcurrido ya cuatro largos años desde el naufragio, se veía tumbado, solo, en el bote salvavidas, rodeado de agua salada por todas partes. Se asomaba por una rendija para ver el mundo pero el mundo no le veía a él, se había transformado definitivamente en el Hombre Invisible. Recordaba su vida anterior con nostalgia, sin ser muy consciente de si aquella vida fue realmente suya o tan sólo un lejano sueño. Y fue entonces cuando decidió que el manto oscuro de la noche sería su mejor aliado. Buscó en el fondo del armario ropa negra; una sombra capaz de moverse con pies ágiles por rincones sucios y peligrosos. Después, con las primeras luces del alba, regresaba a casa para dormir el día entero. Mariano era invisible, tanto que él mismo comenzó a creérselo. Una noche, recorrió el litoral de punta a punta, a la luz de la luna, y cuando se encontraba de regreso con el sol despertando a sus espaldas, se sentó al borde del acantilado. El horizonte se adivinaba confuso en lontananza, el mar en calma, insoportablemente bello. Mariano cerró los ojos un instante, intentando capturar toda esa belleza y nutrir con ella sus sueños diurnos, y justo fue cuando al abrirlos, se encontró con su propia sombra alargada y a su espalda una voz de mujer que decía: "Te he estado buscando, vuelve a casa, al fin te veo".
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