Yo soy uno de esos huérfanos que lloró amargamente la pérdida del gran Manolo Preciado, que admiraba su locuacidad, que veneraba aquella voz rota y clara que hablaba como un libro abierto. Los Preciadistas sentimos desde su adiós un vacío místico-futbolero insondable. Se presentaron entonces ante el sagrado tapete de El Molinón falsos mesías prometiendo el paraíso; y cuando el infierno amenazaba con arrasar más de cien años de historia apareció Él, Abelardo Fernández.
"Nadie es profeta en su tierra", escuché una tarde de sábado mientras contemplaba el debut de mi Sporting ante el Numancia en tierras sorianas. La voz provenía del fondo de la barra, de un solitario jubilado que apuraba su cerveza con desdén. Lanzaba frases pesimistas, apocalípticas justo después del gol del equipo numantino, nada nuevo en este Gijón del alma. Sin embargo yo mantuve una fe ciega en aquellos guajes; algo grande estaba a punto de ocurrir. Conocía a la persona que ocupaba el banquillo del Sporting, era de algún modo una parte de mí, ésa que soñó con vestir la camiseta rojiblanca, ser futbolista de élite, participar en mundiales, disputar ligas y Copas de Europa. Fue en el año ochenta y siete cuando lo conocí, cuando compartimos vestuario y colores, el Estudiantes de Somió. Él se fue al Sporting y yo dejé el fútbol, pero cuando lo veía sobre el césped temporada tras temporada creciendo sin techo, de alguna manera tenía la sensación de que yo también jugaba a su lado. Me sentía orgulloso de sus triunfos y me entristecían sus derrotas...
Y fue cuando, perdido en los laberintos del pasado, me devolvió al presente el golazo de Miguel Ángel Guerrero. Desde ese instante, el Sporting comenzó a mover el balón, se acercaba una y otra vez a la portería del Numancia, hasta que, ya en los minutos postreros, una galopada de Johny por la banda izquierda termina con el pase de la muerte que ejecuta Juan Muñiz. Acababan de nacer "Los Superguajes".
La mano del Pitu se intuía en cada detalle: la forma de defender, la estrategia, la disciplina, el posicionamiento, la intensidad, la pasión...Era un equipo con alma, reflejo de una ciudad loca por el fútbol que había recuperado al fin sus valores, desterrando falsedad y demagogia. Lo que este grupo transmite es pura autenticidad, adrenalina, amor a unos colores, sudor y lágrimas. Los finales de cada partido lo dicen todo; una piña en el centro del campo, sonrisas de felicidad en los rostros de los chavales, puños al viento, invencibles, eternos.
De pronto he dejado de sentirme huérfano, jamás olvidaré a Manolo Preciado pero siento que he abrazado una nueva religión, el Abelardismo. Sensatez, sabiduría, prudencia,empatía, respeto, trabajo, elegancia, madurez, ilusión, inteligencia, sportinguismo sincero. Me identifico con su cariño hacia Gijón y creo que nadie celebraría como él cada victoria de nuestro equipo, creció jugando en la arena de San Lorenzo, respirando el aire del Cantábrico, gijonés de los que atesoran lo mejor de esta ciudad, que siempre habló con orgullo y nostalgia de ella cuando no podía disfrutarla, que la siente, que regresó para quedarse. El Pitu sabe calibrar cada rueda de prensa, habla de objetivos reales, ha pronunciado la palabra ascenso justo cuando era necesario oirla, dando la cara por su gente, liberándolos de responsabilidad y cargándosela a quienes toman decisiones. Ha navegado en aguas turbulentas con maestría, en mitad del desastre, al borde del naufragio, dueño de sus silencios y contundente en sus críticas a quienes deshacen más que hacen. Abelardo es hoy en el Sporting el gran capitán, la respetabilidad hecha entrenador de fútbol. Llegados a este punto, he decidido venerarlo, seguir sus pasos en peregrinaje por los campos de España, "Mareona Mística", hacer de sus palabras dogma de fe. Cuando al fin a una calle de Gijón le pongan el nombre de: "Plantilla de los Superguajes", propongo que se sustituya el de "Plaza Mayor" por el de mi viejo compañero de equipo, Abelardo Fernández.
Amén.
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