Se ha convertido en una especie de tradición el hecho de amanecer con un nuevo escándalo aderezando la sucia actualidad. Gentuza que se apropia indebidamente, es decir, roba hasta la limosna del ciego que pide en la calle Corrida. Pero he de confesar que la pasada semana ocurrió algo insólito: me desperté con el soniquete de aquella canción de Serrat: "Hoy puede ser un gran día", y curiosamente terminó siéndolo. Veréis, después de un Colacao y una generosa ración de galletas María, conecté el ordenador para navegar un rato por la prensa digital. Nada nuevo bajo el sol: corruptos, pederastas y demagogos seguían incombustibles en primera plana; sin embargo una perla resplandecía en mitad del lodazal. Se trataba de la apertura del Café Dindurra. Respiré aliviado con la sensación de que mi Gijón conseguía recuperar un rincón especial, de aquellos que hacen ciudad, que vertebran la memoria de un pueblo y que remansan entre sus paredes ese tesoro tan preciado, intangible y cruel llamado tiempo.
El café Dindurra vio nacer al Sporting, a la Escalerona, al Molinón. Más de un siglo de tertulias, de vidas, de pequeñas y grandes historias. En miles de ocasiones se solventaron los problemas del mundo y entre los efluvios del vermut se trabaron grandes amistades, también surgieron amores, besos escondidos, miradas de envidia, palabras. En él se practicó el deporte nacional con entrega; los rumores, las críticas feroces, el chismorreo. Lugar idóneo donde ver y ser visto. Y es que un café que sobrevive a la revolución del treinta y cuatro, a una guerra civil y a numerosas crisis económicas, no es un café cualquiera. En el camino han quedado otros vetustos locales como el Colón o el San Miguel. Gijón se identifica en rincones como el Dindurra, es un reencuentro necesario con todos aquellos que pisaron el Café, actores, políticos, escritores, cantantes, pintores, científicos, estudiantes, jubilados, amas de casa, bohemios, enamorados, lectores solitarios, tertulianos, ajedrecistas, jugadores de mus...Permanecen sus sombras, el rumor de sus sueños, la imperceptible realidad de sus cavilaciones trascendentales. Todos ellos observados por la atenta mirada del reloj. El ojo del tiempo, impasible, estratégicamente situado sobre el umbral de la puerta de los sueños, ésa que comunica directamente con el teatro, realidad y ficción al alcance de la mano. Calderón de la Barca, Shakespeare, Moliére, Valle-Inclán, Buero Vallejo...los más grandes sobre el escenario y tal vez
sin ser conscientes de ello, el teatro de la vida pasando bajo la atenta mirada del reloj, tejiendo la trama de un Gijón que se hace mayor, a un tiempo protagonistas y secundarios de su propia historia. Nicanor Piñole, Evaristo Valle, Manuel del Busto, Severo Ochoa, deambulan hoy por el café Dindurra, gozan de la idéntica inmortalidad de la que siempre gozarán Hamlet, Tartufo o Max Estrella. La ciudad que deseo es aquella que se aferra a sus raíces, que mantiene viva la llama de su memoria, que es capaz de mirarse en el perfil de sus edificios, que se reconoce frente al espejo, que se enorgullece de lo que ha sido, de lo que quiere llegar a ser. El Café Dindurra es mucho más que un negocio privado, me atrevo a decir que entre sus columnas art-decó se esconde el reflejo de nosotros mismos, una amalgama inverosímil de sal intensa, luz de San Lorenzo al atardecer, ruido metálico del tranvía y ese rumor inquieto del público minutos antes del comienzo de la obra de teatro.
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