Pocas cosas hay en este mundo tan mágicas como una sala de cine a oscuras segundos antes del comienzo de la proyección. Sentados en una butaca se nos brinda la posibilidad de vivir otras vidas, surcar el delirio a lomos de un buen guión o caminar sobre el filo de la navaja con el corazón palpitando. Nos enamoramos mil veces y olvidamos aquello que parecía eterno, sueños intangibles que duran lo que tarda en llegar el fin; y así, el regreso abrupto de la realidad. Lo que no olvidaré es el rostro de mi viejo amigo Rorro tratando de contagiarnos esa enfermedad llamada cine. La había contraído años atrás sin darse cuenta, frente al televisor de aristas redondeadas en el que programaban clásicos en blanco y negro. Cuando fue consciente de ello, la cosa ya no tenía vuelta atrás. Coleccionaba fotografías de los más grandes, Brando, Stewart, Grant...y se dormía acunado por la sonrisa de Rita Hayworth o la mirada de Grace Kelly. A él le debo todo cuanto sé del séptimo arte. Detrás de cada plano, de cada resolución de la trama encuentro a Rorro, mi maestro y camarada; imagino su opinión, su crítica mordaz, su apasionada alabanza. Lo estoy viendo con sus alaracas y su voz de trueno después de una película en mitad del Paseo Begoña...
Permanecíamos expectantes frente a la gran pantalla, éramos tres distinguidos miembros del jurado popular que emitirían su voto para elegir la más importante de las cintas que participaban en el Festival Internacional de Cine de Gijón, me sentía como un refutado académico de Hollywood dirimiendo quién se llevaría ese año el Óscar a la mejor película. Una tarde Paco y yo decidimos quedarnos por el barrio un tanto empachados de subtítulos, pero Rorro no faltó a su cita diaria, y cosas del destino, tras un rato respirando el aire fresco de la noche, la encarnación de un sueño caminó hacia él desde la puerta lateral del teatro Jovellanos: Jacqueline Bisset estaba a punto de compartir su espacio; ambos, por un brevísimo instante, formarían parte de un mismo universo. Podría tocar su piel, besar sus labios, deslizarse por su cuello y susurrarle al oído, sin embargo no hizo nada de esto; la vio acercarse, escuchó el compás de sus tacones y cuando se encontraba a poco más de metro y medio, sus miradas se cruzaron. Él buceó en aquellos ojos grandes y bellos como un reo disfrutaría de su último deseo, como si el tiempo se desvaneciese en millones de gotas. Y Jacqueline, dispuesta a engrandecer aún más si cabe el momento, extrae de su boca una frase que mi amigo nunca olvidaría: "Good night". Rorro fue incapaz de responder, se giró despacio, la vio doblar la esquina y perderse para siempre.
Han pasado cerca de veinticinco años desde aquella edición del Festival de Cine. Rorro ha hecho a la perfección su trabajo, yo me considero un enfermo crónico de "lumierismo", y sé que Paco tampoco tiene cura. Recuerdo las tertulias en algún bar, las fantasías de nuestro anfitrión imaginando nuestra ciudad convertida en una pasarela de estrellas del celuloide, glamour en la Plaza del Parchís, en los restaurantes y los hoteles de Gijón, luego comenzaba a describir escenas de cine fetén ubicadas en la ciudad: las sombras alargadas de "El tercer hombre", sobre las aceras del barrio de Cimadevilla, la maravillosa "Casablanca" y el café de Rick sustituido por nuestro elegante Dindurra o los besos justo al borde del acantilado que Hitchcock tanto acostumbraba a retratar, plasmados con el iracundo telón de fondo del Cantábrico en plena Colina del Cuervo. Pero nada era real, puro cine.
El Festival Internacional de Cine de Gijón sigue vivo, abre sus puertas a nuevas historias, diversos modos de contemplar la realidad, acentos lejanos que narran casi siempre sentimientos universales a los cuales no somos ajenos. El cine disfraza los perfiles de la ciudad, Gijón se transforma en un gran plató, hay conciertos cada día, conferencias, mesas redondas y menús cinematográficos en los bares. Todo está preparado, vamos a rodar la escena más electrizante, la luz acompaña, el frío invita al recogimiento, a la oscuridad y al calor de una buena historia. Algo fugaz e imperecedero, profundo como la mirada turbia de Lauren Bacall antes de caer en el sueño eterno.
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