Caminaba por la arena de San Lorenzo. Marea baja, sol resplandeciente. Una de esas mañanas en las que te dejas llevar junto a la orilla, envuelto en el rumor de la mar. De pronto mis ojos se detienen en un objeto que parece llamarme a gritos. Se trata de una botella con un mensaje dentro. A mi alrededor no hay nadie. Sin duda soy el elegido, un destinatario afortunado que está a punto de descubrir algo fascinante:
"Cómo has de llamarme poco importa. Me considero sólo un náufrago entre tantos otros. Pero si prefieres imaginarme con un nombre, hazlo con el de Enzo. Éste era el nombre del ídolo de mi niñez, Enzo Ferrero. Mi padre me llevó por primera vez al Molinón y descubrí que el verde era el color de los sueños. Había un equipo que vestía de azulgrana y otro que lo hacía de rojiblanco. Vencieron estos últimos ante un público eufórico. Aquel equipo no era otro que el Real Sporting de Gijón. Salí del estadio satisfecho al respirar la alegría plena de mi gente. Esa tarde llegué a casa con el alma revuelta y el corazón al rojo vivo. No comprendía lo que me pasaba; mis pensamientos se habían teñido del color de aquella camiseta que corría por la banda izquierda haciendo estragos en la defensa barcelonista. Apenas pude conciliar el sueño, estaba enamorado.
Los años transcurrieron y el equipo de mis amores me hizo gozar y sufrir, rozando el éxito, saboreando el amargo fracaso. Llegó la zozobra, diez años en el olvido, asimilando que tal vez nunca volveríamos a ser lo que fuimos. Regresamos a primera de la mano del gran Manolo Preciado y cuatro años después, de nuevo al pozo. Pero yo continúo con el ritual previo a cada partido en el Molinón. Camiseta, bufanda y camino al estadio dejándome llevar por la afición, mezclándome con ella, escuchando sus comentarios acerca del equipo, sus ilusiones idénticas a las mías. Luego, me acomodo en mi asiento de siempre y me empapo del ambiente que crece y crece hasta el pitido inicial. Son muchos años de fidelidad a un amor en
ocasiones no correspondido, pero cuando se quiere ha de ser así, con toda el alma. No soy de esos afortunados a los que les sobra el dinero. El abono de cada temporada supone un esfuerzo que muchos considerarían un auténtico despilfarro, para mí en cambio es una necesidad vital. Sería incapaz de imaginar
mi existencia sin el amor de mi vida, no besaría otro escudo que no fuese el de mi Sporting y siento indiferencia ante cualquier partido si éste no afecta, aún de modo tangencial, a mi equipo. Los veranos son eternos, añoro los cánticos de la grada, el olor del césped recién cortado, y cuando al fin arranca una nueva temporada vuelvo a reencontrarme conmigo mismo, a constatar que todo está donde tiene que estar mientras el balón rueda por el campo.
Y ahora dicen que mi Sporting está enfermo, herido de muerte, que quizá todo lo que he vivido no haya sido más que un sueño, que Enzo Ferrero se convierta en el recuerdo de un recuerdo. No comprendo nada. ¿Por qué mis sentimientos pueden estar en manos de un desaprensivo, mi vida entera pendiente de unos hilos que manejan a capricho quienes desconocen lo que yo siento, que desprecian la esencia de este deporte, que tienen por cerebro una máquina registradora averiada? El fútbol de hoy es la puesta en escena de la hipocresía, la doble moral y el despotismo ilustrado, "todo para los abonados pero sin los abonados". Tratan de convencernos aduciendo a la legalidad, las sociedades anónimas. Los clubs de fútbol son empresas privadas y punto. Cierto, pero me cuesta creer que un día, pese a que sean también rojiblancos, llegue a haber una horda de forofos a las puertas de la fábrica de Coca Cola con la intención de espolear a sus trabajadores para que ese día saquen una buena producción de refrescos gasificados. Mi Sporting tiene alma, es tan Gijón como la playa de San Lorenzo o como el mismísimo Jovellanos, es lucha y esperanza, es cielo y es infierno en noventa minutos, orgullo y miseria, tradición e incertidumbre, es Enzo Ferrero, es mi niñez y por encima de todo es y será siempre el amor de mi vida."
Terminé de leer la carta y permanecí varios segundos congelado, con la cabeza abajo y el papel entre mis manos. Después, como si un inmenso grito de socorro traspasase mi cuerpo, alcé la mirada sin dar crédito a lo que ante mí se plasmaba: En la playa de San Lorenzo yacían centenares, miles y miles de botellas que guardaban en su interior mensajes de náufragos como ése que acababa de leer del anónimo Enzo.
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