martes, 9 de septiembre de 2014

Récord Mundial

      Y como no podía ser de otro modo, Paco, Rorro y yo, nos reencontramos en el mes de agosto. Teníamos mucho de qué hablar, recuerdos que sacar a flote y deudas pendientes en los chigres de Gijón. Así que una buena tarde, me acerqué por el "Vértigo", donde aguardaban impacientes mis amigos. Eran poco más de las siete cuando cruzamos el umbral de la primera sidrería y supe que algo grande iba a ocurrir aquella tarde. Tomamos un par de botellas por el barrio, la gente regresaba en bañador, con la toalla al cuello y el sol a sus espaldas, nada raro después de un día de playa y bandera verde. Salimos buscando el centro; calle Uría, Plazuela... Los pasos nos llevaban recorriendo viejos caminos, senderos del pasado que permanecían grabados en cada uno de nosotros, una especie de paseo inconsciente por los paisajes de la nostalgia. Pero no existía el menor atisbo de melancolía en el ambiente, nuestras voces rozaban la euforia, el anhelo de concordia, el contacto cariñoso del viejo camarada loco por beberse el carpe diem con una sonrisa permanente en el rostro. Era el momento, la calma perfecta que tal vez precediese a la tempestad de un futuro incierto. Y entonces, los tres supimos que no existía más verdad que la de aquella tarde de verano, que la felicidad no es sino un mosaico de pequeñas piezas que casi nunca consiguen completar el todo de la escena. Recordamos anécdotas, viejas historias inconfesables de una niñez perdida. Nos reímos de nuestra propia sombra, de nuestros sueños rotos y cuando adiviné un ligero brillo en la mirada de Paco al pronunciar el nombre de Penélope, agarré a mi amigo del hombro y salimos con la disculpa de respirar un poco de aire salado. Recorrimos el Muro, desde Capua hasta el Campo Valdés; la noche había encendido las luces de la bahía y me detuve un rato a contemplar. La gente atravesaba la Plaza Mayor, se dirigían a Poniente entusiasmados, Rorro me explicó lo del escanciado simultáneo y decidimos dejarnos llevar por la corriente.  
      Miles de personas llenaban el arenal, armados con su botella de sidra y con su vaso. Había risas y ambiente festivo, era un placer sentirse parte del todo, una diminuta gota en la marea. Batimos el récord, estaba cantado. Somos grandes, tan grandes como la Escalerona o el Molinón.
      Una hora más tarde aparecimos en Cimadevilla, prolongando el momento de armonía cósmica hasta creernos capaces de hacerla perpetua. Los chigres estaban a tope y nosotros, atrincherados en la barra, compartíamos la ambrosía de los dioses siguiendo el ritual del buen bebedor de sidra. Y de pronto, mientras Paco y Rorro disertaban sobre asuntos filosóficos, yo me dejé llevar por el extraño que vive en mí desde hace algún tiempo. Alcé la mirada para contemplar cada nimio detalle: el camarero con su brazo arriba para escanciar, el sonido de la sidra rompiendo sobre el vaso, la forma de beber, de tirar a los pies de la barra el resto del culín, las bandejas de pinchos, las tertulias entorno a las botellas vacías, el verde turbio y el olor a manzana en esencia que salpica mis pensamientos. Somos seres sociables, necesitamos el
calor de la amisad, ofrecer el vaso del que hemos bebido a quien comparte el momento con nosotros. Resultaría inconcebible una sidrería cargada de silencio, llena de gente que apenas habla entre sí. La sidra es la bebida de la cordialidad, el antídoto a la tristeza y al abandono, un refugio a los problemas del día a día, la verdad relativa del colega que habla, del amigo que escucha y empatiza, la tierra húmeda y verde, agreste y bella, el fruto prohibido con el que pecar sin complejos sabiendo que no hay otro cielo mejor que el nuestro.
      Paco y Rorro trazaban planes de futuro, dibujaban paisajes que jamás habían contemplado, estaban convencidos de que emprenderíamos juntos un viaje maravilloso. Nombraron ciudades legendarias de la china milenaria, pueblos de postal al sur de Italia, parques naturales, viejas ruinas aztecas. Me dejé llevar por ellos convencido de que al día siguiente saldría el sol y que todo lo borraría. Todo menos los recuerdos y el hecho irrefutable de haber formado parte en mi Gijón del récord mundial de escanciado simultáneo. Casi nada.             

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Carlos Álvarez Castañón