La lluvia ha cesado. Sobre las aceras se refleja el atardecer. El frío es inminente, se adivina en los colores, en el cielo plomizo. La humedad se adueña del ambiente. Ha quedado atrás, muy lejos, el sol, las noches de verano, se difuminan entre la bruma del mar. Todo ha sido como un sueño breve, un relámpago en lontananza. Y ahora estamos ante el delicioso instante del reencuentro; el centro es un intenso trajín de personas que vienen y van, la calle Corrida, los Moros, la Plazuela San Miguel, todo palpita con el sosiego de la rutina, inmersos en un día cualquiera de un otoño cualquiera. Y entonces, justo cuando nos percatamos de que lo común es lo sublime, abrimos nuestros sentidos para captar cada nimio detalle de la cotidianidad. Todas esas vidas anónimas esconden magníficas historias, relatos del día a día que nada son desde el plano largo, seres que conforman un paisaje urbano, sólo eso. Pero hay un momento al atardecer en el cuál los cafés se llenan y las calles se vacían. Y es en esos lugares donde el tiempo se detiene, suspendido entre palabras, conversaciones en pareja, grandes viajes frente a la soledad de un buen libro. Salgo dispuesto a contemplar de cerca la desnudez de mi Gijón, paseo por sus parques, por la alfombra de hojas secas que van crepitando paso a paso, las ramas de los olmos desnudas camuflándose bajo el manto de la noche que
reclama su verdad, rozo con la yema de mis dedos las gotas de lluvia sobre la superficie de un banco de madera.
Sé que el mar se encuentra ahí, que su esencia invade mi interior y me decido a buscarlo. Ha caído la noche, al fondo resplandece San Pedro y el Cantábrico parece sediento de ciudad, se abalanza sobre los edificios como un fantasma inmenso, un rumor impone su poder, apenas nadie contempla lo que yo soy capaz de contemplar: una chica enfundada en ropa deportiva corre hacia el Rinconín, una pareja de novios comiéndose a besos junto a la escalera quince..., nada más. Soy un raro observador de la belleza que nadie ve, y percatarme de ello hace que me sienta en una posición de auténtico privilegio.
Me adentro en la ciudad, barrio de la Arena, los Campos, Begoña. Hay luces en los miradores, la gente se protege del frío, se entrega al engranaje de la rutina. Sin embargo yo intento disfrutar del cambio, esa especie de catarsis cíclica, matemática. Cada nueva estación es un regalo, una nueva vida, una piel distinta que mudamos, nuevos propósitos, nuevos colores por descubrir, matices que siempre han estado ahí. Gijón se viste de otoño desde el Campo Valdés hasta Isabel la Católica, es una oportunidad perfecta que no regresará, conscientes de que la única certeza en nuestras vidas es la insignificancia de nuestra propia levedad.
Llueve otra vez sobre Gijón, esta vez no correré a refugiarme, caminaré despacio borrando mi propio reflejo sobre los charcos.
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