lunes, 24 de noviembre de 2014

¡Luces, Camara y Acción!

      Pocas cosas hay en este mundo tan mágicas como una sala de cine a oscuras segundos antes del comienzo de la proyección. Sentados en una butaca se nos brinda la posibilidad de vivir otras vidas, surcar el delirio a lomos de un buen guión o caminar sobre el filo de la navaja con el corazón palpitando. Nos enamoramos mil veces y olvidamos aquello que parecía eterno, sueños intangibles que duran lo que tarda en llegar el fin; y así, el regreso abrupto de la realidad. Lo que no olvidaré es el rostro de mi viejo amigo Rorro tratando de contagiarnos esa enfermedad llamada cine. La había contraído años atrás sin darse cuenta, frente al televisor de aristas redondeadas en el que programaban clásicos en blanco y negro. Cuando fue consciente de ello, la cosa ya no tenía vuelta atrás. Coleccionaba fotografías de los más grandes, Brando, Stewart, Grant...y se dormía acunado por la sonrisa de Rita Hayworth o la mirada de Grace Kelly. A él le debo todo cuanto sé del séptimo arte. Detrás de cada plano, de cada resolución de la trama encuentro a Rorro, mi maestro y camarada; imagino su opinión, su crítica mordaz, su apasionada alabanza. Lo estoy viendo con sus alaracas y su voz de trueno después de una película en mitad del Paseo Begoña...
      Permanecíamos expectantes frente a la gran pantalla, éramos tres distinguidos miembros del jurado popular que emitirían su voto para elegir la más importante de las cintas que participaban en el Festival Internacional de Cine de Gijón, me sentía como un refutado académico de Hollywood dirimiendo quién se llevaría ese año el Óscar a la mejor película. Una tarde Paco y yo decidimos quedarnos por el barrio un tanto empachados de subtítulos, pero Rorro no faltó a su cita diaria, y cosas del destino, tras un rato respirando el aire fresco de la noche, la encarnación de un sueño caminó hacia él desde la puerta lateral del teatro Jovellanos: Jacqueline Bisset estaba a punto de compartir su espacio; ambos, por un brevísimo instante, formarían parte de un mismo universo. Podría tocar su piel, besar sus labios, deslizarse por su cuello y susurrarle al oído, sin embargo no hizo nada de esto; la vio acercarse, escuchó el compás de sus tacones y cuando se encontraba a poco más de metro y medio, sus miradas se cruzaron. Él buceó en aquellos ojos grandes y bellos como un reo disfrutaría de su último deseo, como si el tiempo se desvaneciese en millones de gotas. Y Jacqueline, dispuesta a engrandecer aún más si cabe el momento, extrae de su boca una frase que mi amigo nunca olvidaría: "Good night". Rorro fue incapaz de responder, se giró despacio, la vio doblar la esquina y perderse para siempre.
      Han pasado cerca de veinticinco años desde aquella edición del Festival de Cine. Rorro ha hecho a la perfección su trabajo, yo me considero un enfermo crónico de "lumierismo", y sé que Paco tampoco tiene cura. Recuerdo las tertulias en algún bar, las fantasías de nuestro anfitrión imaginando nuestra ciudad  convertida en una pasarela de estrellas del celuloide, glamour en la Plaza del Parchís, en los restaurantes y los hoteles de Gijón, luego comenzaba a describir escenas de cine fetén ubicadas en la ciudad: las sombras alargadas de "El tercer hombre", sobre las aceras del barrio de Cimadevilla, la maravillosa "Casablanca" y el café de Rick sustituido por nuestro elegante Dindurra o los besos justo al borde del acantilado que Hitchcock tanto acostumbraba a retratar, plasmados con el iracundo telón de fondo del Cantábrico en plena Colina del Cuervo. Pero nada era real, puro cine.
      El Festival Internacional de Cine de Gijón sigue vivo, abre sus puertas a nuevas historias, diversos modos de contemplar la realidad, acentos lejanos que narran casi siempre sentimientos universales a los cuales no somos ajenos. El cine disfraza los perfiles de la ciudad, Gijón se transforma en un gran plató, hay conciertos cada día, conferencias, mesas redondas y menús cinematográficos en los bares. Todo está preparado, vamos a rodar la escena más electrizante, la luz acompaña, el frío invita al recogimiento, a la oscuridad y al calor de una buena historia. Algo fugaz e imperecedero, profundo como la mirada turbia de Lauren Bacall antes de caer en el sueño eterno.              

lunes, 17 de noviembre de 2014

El Grandonismo Hecho Edificio

      Hay que admitir que los gijoneses somos un tanto peculiares. Nos encanta opinar en plena calle acerca de nuevos proyectos urbanísticos, rumores y propuestas que muchas veces duermen el sueño eterno sobre los planos del arquitecto que los ideó. Tampoco es raro ver a un puñado de jubilados contemplando con cierta nostalgia las evoluciones de una grúa moviendo ladrillos de un extremo al otro de la obra, para luego, una vez concluido el trabajo, bautizarlo con un nombre apropiado, superlativo, hiperbólico. Es, sin duda, un rasgo genuino de nuestra gente, socarrona y con tendencia natural al dramatismo.
      Y curiosamente, en Gijón existe un edificio que representa nuestro carácter apasionado, cáustico y grandón; se trata de la Universidad Laboral. El edificio de Luis Moya aparece desparramado en mitad de la bellísima parroquia de Cabueñes, a los pies del Alto del Infanzón. Se proyectó como la encarnación de una ideología, en plena dictadura franquista; un complejo arquitectónico capaz de autoabastecerse, la autarquía piedra sobre piedra, cuajada de símbolos fascistas, sello propagandístico del régimen. No por casualidad se decidió que Gijón fuese el lugar idóneo para levantar un edificio como éste; nuestra ciudad era bastión republicano, tierra de mineros y proletariado. A las puertas del desarollismo Gijón estaba a punto de experimentar la mayor transformación de su historia, la población se multiplicaría hasta convertir a la villa en una gran ciudad. Pero los gijoneses miraban con recelo al gran coloso, sus doscientos setenta mil metros cuadrados dilapidaban todo grandonismo anterior; ni la Escalerona, el Molinón o la Iglesiona se acercaban a la sombra del nuevo monumento. Tal vez por eso, un tanto anodadados por sus cifras megalíticas, los habitantes de Gijón fueron incapaces de bautizarlo. La ocasión lo hubiese merecido ya que no existía en España construcción más grande que aquélla; sin embargo nadie osó intentarlo. Había un evidente desapego, pocos se enorgullecían de él, formaba parte del paisaje, era una referencia visual desde la Providencia hasta el Cerro de Santa Catalina, poco más. La mayor parte de los gijoneses jamás habían cruzado el impresionante arco de medio punto que delimita su entrada, había heridas que aún sangraban y para algunos resultaba lacerante el yugo y las flechas esculpidos sobre la piedra. Pero nadie sospechaba que aquel monumento era el grandonismo gijonés hecho edificio. Con una plaza neoclásica similar en extensión a la de San Marcos en Venecia, una torre de ciento treinta metros de altura, (lo que la convierte en el edificio de piedra más alto de España), una iglesia (desacralizada) de planta elíptica con ochocientos siete metros cuadrados, la mayor del mundo de sus características, una cúpula espectacular con una cubierta a veinticinco metros del suelo y con un peso de dos mil trescientas toneladas, un auditorio con capacidad para casi mil ochocientas almas, ¿alguien podría negar la grandeza del edificio?
      La Laboral está abierta al mundo, es un placer caminar por su plaza, circunvalar su perímetro, descubrirla desde los ángulos más inusuales, ascender hasta lo alto de la torre y recrearse en la hermosura de la ciudad a vista de pájaro, disfrutar de un concierto al aire libre o de un musical en el Gran Teatro. Se ha convertido en visita obligada para el turista y los gijoneses la valoramos, al fin, en su justa medida. De cualquier modo la inmensidad del monumento hace de él un tesoro de difícil manejo, dentro de la Universidad Laboral hay espacios ruinosos que exhiben un abandono sobrecogedor, focos de suciedad que contrastan con la impoluta limpieza de los lugares más visitados. Dinero, siempre el vil dinero.
      Más que un edificio es una ciudad, permeable, llena de inquietudes culturales, innovadora, un continente  fabuloso dotado de contenido, deliciosas excusas para visitar el monumento más importante de nuestra ciudad, historia reciente, futuro esperanzador, lleno de posibilidades, un retrato del Gijón que mira hacia delante sin abandonar nunca el propósito de seguir siendo gigantesco.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Superguajes

      La historia siempre se repite. Nos encanta tropezar una y otra vez con la misma piedra. Los viejos errores se olvidan y despreciamos la sencillez cuando se trata de buscar soluciones. Veréis, ha caído entre mis manos un delicioso volumen de casi doscientas páginas en el que se recorre la historia del Real Sporting de Gijón; fotos en blanco y negro, anécdotas, estadísticas... Es una radiografía de lo que hemos sido, de nuestros logros y de nuestras miserias, realidad al fin y al cabo plasmada sobre el papel, muy necesaria en estos tiempos. Pero hay algo palpable en la vida del Sporting, algo que todo dirigente de este club debería conocer; sus valores, su raíces, su esencia. Me llama la atención el contraste de los buenos y los malos tiempos al cotejarlos con las decisiones que la directiva adoptaba en materia de fichajes. Siempre que vestían de rojiblanco chavales de la casa, el equipo corregía su rumbo, luchaba por ascender a primera división o lograba dignas clasificaciones en la máxima categoría. Después, tras abandonar la filosofía de la cordura, se perdía el norte, llegaba la zozobra, los pañuelos en la grada. Eran años de ida y vuelta en los que teníamos un equipo ascensor, incapaz de asentarse en lo alto sin mayores sobresaltos. Pero de todo se aprende y tras once temporadas en segunda, allá por la década de los sesenta, se apuntalaron los cimientos del gran Sporting, a base de paciencia se construía un conjunto que rozó un título de liga y dos copas del rey. Es cierto, todo es distinto ahora, incluso el fútbol, sin embargo el sentido común, la sensatez, son valores imperecederos que por fuerza nos han de llevar al camino correcto, al que jamás debimos abandonar.
      Nadie es capaz de negar una evidencia como ésta: en pleno siglo XXI resulta gozoso sentarse en la grada del Molinón, dejarse llevar por el ímpetu de la juventud, la pasión por unos colores, la simbiosis perfecta entre afición y futbolistas. Es emocionante la entrega, el desparpajo, el corazón en cada jugada, la concentración absoluta en el trabajo, el sudor y las lágrimas, el hambre rojiblanca hecha equipo, locos por besar el escudo después del gol, no para hacerse la foto, sino por amor a unos colores, sincero, sin imposturas ni disfraces, porque soy de los que creo que por encima de lo profesional están los sentimientos, ése es el fútbol que yo añoro, en el cual los jugadores apenas duermen cuando caen derrotados, en el que sueñan los sueños de la afición cuando ganan, romanticismo puro y duro, homenaje permanente a Anselmo López, Fernando Villaverde, Manolo Meana, Tamayo, Amadeo Sánchez y tantas otras leyendas del viejo Sporting. Sé que si todos ellos presenciasen un partido de este equipo, sonreirían orgullosos al identificar sobre el césped un reflejo de sí mismos. Quien no los haya visto jugar tal vez desprecie mis palabras infravalorando la entrega y el trabajo, pero estos guajes atesoran muchas cualidades que no se adquieren de la noche a la mañana, tienen calidad, desborde en el regate, velocidad, clarividencia, disciplina táctica, capacidad competitiva, son muy buenos, no son guajes al uso, son superguajes, capaces de encauzar el desastre de una gestión ruinosa, de encender la llama de la ilusión en toda una ciudad, en la Asturias rojiblanca que disfruta con plenitud de un equipo decidido a darlo todo sin pensar en el mañana, sin saber incluso si existirá un mañana.
      Capítulo aparte merece Abelardo y su cuerpo técnico, gente normal que conoce esta tierra porque es su tierra, que han pisado la grada del Molinón y que han probado el amargo sabor de la derrota.
      De pronto todo resulta tan sencillo...Existe un maravilloso lugar llamado Mareo, donde crecen lo guajes con un balón entre los pies, ¿sería posible que la historia, una vez más, no se repita? El olvido es el fracaso. Dejadme seguir soñando, aunque sólo sea hora a hora.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Una Inmensa Minoría

      Partimos de una base incuestionable: se lee poco, muy poco. La imagen, el impacto vertiginoso de usar y tirar es un vivo reflejo de nuestra sociedad. Tú, querido amigo, eres una rara excepción y gracias a ti hoy celebro un cumpleaños.
      Doce meses han transcurrido desde el día en que vio la luz este blog. Una llamada al universo desde un rincón insignificante del planeta, el deseo de constatar que hay otros como yo, perdidos en la rutina, globalizados con problemas  mediáticos, la brocha gorda del día a día. Yo soy más del detalle insignificante, el matiz de una mirada o la luz de un atardecer en septiembre, porque nada es igual, todo es comparable pero distinto, delicioso. Y deseaba saber si en ese universo existían personas como yo, que sienten lo que yo siento al cerrar los ojos y respirar el aire salado de mi playa. Una quimera tal vez, pero quise probar. Lancé un grito desesperado tratando de pintar con palabras los paisajes que anidan en mi corazón, paisajes de una ciudad perfecta para soñar, un escenario idílico donde cultivar recuerdos. Sabía que un proyecto así, el breve sueño de un gijonés, nacía acotado. Doscientas ochenta mil almas es tan sólo un puñado de arena en comparación con todas las playas de nuestro planeta. Prefiero la intimidad, la conversación en voz baja, el deleite del pianísimo. Y una vez en esa tesitura,   desgranar recuerdos, compartir un amor inexplicable por un Gijón que siento en la piel. Podría convertir sus calles en un maravilloso plató de cine, en el retrato de la melancolía o en la encarnación de la fiesta, del deseo ferviente de seguir vivo para siempre. A ti que sigues leyendo, que sabes como nadie de lo que hablo, de esa bruma del Cantábrico, de esas noches incomparables desde el Campo Valdés, envuelto en el rumor de las olas, nada he de decirte que no sepas, nada que no hayas sentido dentro del alma. Si formas parte de aquellos gijoneses que se han ido lejos, sabrás como nadie que una parte de ti sigue vagabundeando por las calles de Gijón, perdida entre los ecos del recuerdo, aguardando tu vuelta. O tal vez seas de los que se han colado en esta película; no te sientas extraño, te llevaré de la mano por mi ciudad, trataré de desvelar la claves de su belleza asimétrica, su magia y sus secretos más sensibles. Y a quienes habéis permanecido fieles desde el principio pensad que sois parte de este blog, que viviréis eternamente en sus historias, en cada relato con el que os habéis identificado, el alma de Gijón que nos hace reconocibles, esgrimiendo ante el mundo un orgullo sano de mostrarnos tal y como verdaderamente somos.
      Un año de imágenes, de palabras que nacen en mi barrio, en la memoria caprichosa, transformadora, cuando todo era inmenso, cuando llovía y hacía mucho frío, cuando los veranos eran largos y cálidos. Sin embargo siento que la niñez es una estación que ha quedado muy atrás. El viaje sigue, semana tras semana, trocitos de mi Gijón en los que tú serás protagonista. ¿Se te ocurre un lugar mejor dónde soñar?
Muchas gracias, amigo.      


blogdelgijones.glogspot.com

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Carlos Álvarez Castañón