lunes, 29 de febrero de 2016

Febrero

 
       Eran casi las siete. Justina, aguardaba en el café, sentada, con la mirada perdida entre la bruma. Aquélla era una tarde fría de invierno en la que apenas había amanecido, de cielo plomizo y lluvia que nunca llega a caer. El Cantábrico arrastraba su aliento húmedo sobre las aceras, podía intuirse su rumor desde allí, amenazante, poderoso.
      Su corazón latía con intensidad escandalosa, pero nadie podría oírlo; un camarero buceaba en su mundo virtual de bolsillo, ensimismado; por lo demás, silencio. Justina ha dejado de plantearse preguntas, no sabe muy bien por qué aguarda después de casi cuarenta años, ni cuál es la razón por la que ha recorrido el centro de la ciudad para sentarse en aquella mesa, en aquel café de la calle San Bernardo a los pies del pasado. Ante sus ojos desde el ventanal vio cómo desfilaban cupletistas, payasos, piratas, brujas, vampiros...Pensó de pronto que el mes de febrero era el más triste del año, tierra de nadie, inhóspita y desangelada, momentos en los que renunciamos a ser nosotros mismos. Volvió a mirar su reloj y al levantar la mirada se encontró con ella, esa íntima desconocida por la que tantas veces había llorado en la otra vida. Elda se dirigió hacia su hermana con una sonrisa leve, indescifrable. Tomó asiento frente a ella. Se miraron sin decir nada, tratando de reconocerse entre tanta arruga.
-Bonito disfraz-susurró al fin Justina. Pero su hermana pareció no captar la ironía. Después, Elda comenzó a lanzar frases inconexas que salían a borbotones, como de una herida abierta; tenía una voz atiplada, con un tono desafinado y un acento inglés bastante cómico, vestía colores chillones y una piel pálida como la nieve, una perfecta extraña arrancando trozos de un pasado lejano, muerto. Nada unía a aquellas mujeres, un par de octogenarias rescatando los restos de un naufragio. Justina la contempló mientras hablaba tratando de encontrar a esa niña con la que jugaba en la calle, con quién compartió sueños y desengaños, esos ojos que lloraron igual que los suyos. Pero nada había de Elda en aquella anciana, Justina creyó por un momento ser objeto de una broma de mal gusto. Observó sus manos, moteadas por el tiempo y recordó el dolor, el desprecio de su hermana. "Nadie muere mientras siga vivo en nuestros pensamientos, sin embargo yo hace tiempo que he dejado de pensar en ti". No merecía la pena verbalizar aquellos pensamientos, el lago en calma permanecería así a pesar de aquel encuentro. "Hay que perdonar, el perdón nos hace humanos, si no hay perdón no hay humanidad". Demasiado tarde, algunos caminos se recorren sólo cuando es preciso, trenes que pasan y no vuelven nunca. Justina esbozó una sonrisa mientras Elda hablaba y hablaba, pensó en lo caprichoso que resultaba en ocasiones ese juego llamado vida, el azar, la fuerza de un destino que nosotros mismos trazamos a base de elecciones, de eso se trata, una continua disyuntiva entre una y otra opción, cadáveres que van quedando en la cuneta y que reviven cuarenta años más tarde. Justina amaba la arena de su playa, la luz de los amaneceres que proyectan sombras desde La Providencia, respiraba hondo al pasear junto a San Pedro y encontraba la felicidad a la vuelta de la esquina de cualquier plaza o calle de su Gijón, Elda en cambio quería volar alto, olvidar la rutina de lo cotidiano, huir.
      Entró en el café una pareja con dos niñas disfrazadas de princesas, Elda dejó de hablar al percatarse de que su hermana dirigía su mirada hacia ellas. Caminaron juntas hacia una mesa del fondo, llevaban en la mano un juguete que compartieron enfrascadas en una trama imaginaria. Las hermanas ancianas se encontraron de nuevo frente a frente, en silencio, sin nada que decir. Una vida entera impregnada por el acibarado sabor del rencor, "la estación ha quedado demasiado lejos", pensó una vez más Justina. No extraería de su boca ni un solo pensamiento, el sosiego es un tesoro que requiere una custodia férrea. Se pusieron en pie y salieron del café, se volvieron a mirar por última vez, luego cada una se fue por su lado.
      En la mesa del fondo las dos hermanas seguían jugando.    

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Carlos Álvarez Castañón