domingo, 31 de julio de 2016

Julio

 
     Y amaneció, aunque lo hizo con un disfraz de lluvia fina; el orbayu pertinaz e inoportuno, pensó Paco, que aparece sin invitación previa. A través de su ventana se apreciaba esa película fina como un espejo sobre las aceras, los coches circulaban despacio por el asfalto, imaginó la línea del horizonte desde la barandilla del Muro de San Lorenzo, indeterminada como un futuro incierto, la gente paseando bajo el paraguas, la arena seca, mojada; nada más triste que un día de julio así. Pero Paco tenía planes y no quería dejarlos a merced de la zozobra, decidió cargarse de optimismo , visualizar un cambio meteorológico, el sol abriéndose paso entre las tinieblas...
      El reloj marcaba las diez y media cuando salió de casa rumbo al "Vértigo", la suerte estaba echada, nadie se libraría ya de bailar bajo la lluvia. Rorro despachaba a los últimos borrachos remolones que se negaban a salir cuando su amigo se asomó a la puerta.
-Cinco minutos y nos vamos-sentenció el dueño del bar. Media hora más tarde se dirigían Menéndez Pelayo arriba en dirección a Granda. No dejaba de llover y entre ellos se había instalado un extraño silencio mezcla de nostalgia y pereza. Era como uno de esos planes que tienen todos los visos de salir mal, una noche sin historia para olvidar cuanto antes.
      Se refugiaron en la carpa y ganaron un sitio pegaditos a la barra, Rorro pidió sidra y la noche comenzó a cambiar. Había una multitud armoniosa, una gran familia unida por un vínculo invisible, Paco de detuvo en el detalle, en la contemplación silenciosa empapándose de sensaciones, imaginando las vidas de toda esa gente que compartía una fiesta, con sus problemas y sus frustraciones, olvidándolo todo a ritmo de cumbia y pasodoble, quiso ser uno de ellos, oriundo de esa parroquia milenaria que celebra cada año sus fiestas de Santa Ana, imaginó el reencuentro con sus seres queridos en medio de la folixa, cuando todo es posible, cuando el mundo termina esa misma noche entre culín y culín de sidra, y sintió una envidia sana del abuelo que lleva de la mano al nieto hasta el puesto de chuches, de la pareja de novios que se miran tiernamente a los ojos, de las pandillas de adolescentes, de los padres y los hijos que cenan juntos, del concepto ancestral de la familia, el olor a la tierra mojada de Granda, las hojas empapadas de los robles, del cielo gris que esconde el Picu del Sol. Y al empezar la segunda botella, Paco reparó en aquel cuarentón que tenía a su lado, compañero de fatigas durante toda una vida y supo que él era de lo poco que le quedaba, lo más parecido a ese cuadro idílico que aquella noche se plasmaba ante sus ojos, le había tocado esa vida y tenía que aceptarlo, eso sí, con la inmensa fortuna de poder asistir cada año a las fiestas de Granda como espectador privilegiado, capaz de ver lo que nadie quiere o puede ver, y entonces tuvo la certeza de que la vida puede ser maravillosa y que por momentos sin duda lo era, aquel instante era uno de ellos, se sintió parte de aquella gran familia que festejaba las fiestas de su pueblo, se creyó capaz de acudir al día siguiente a la misa, la bendición y la subasta del ramu, recordó la noche celta, los buenos momentos de otros años, las gaitas, los acordeones, los violines...Y justo entonces Paco miró de nuevo a su viejo amigo:
-¡Vamos a bailar!- le gritó al oído.
-Calla, calla...
-Venga, ¿no te das cuenta?
-¿De qué me hablas?-Rorro aparentaba estar desconcertado.
-Del momento, único, irrepetible-concluyó Paco eufórico.
-Ya estamos otra vez...
      Cuando llegué a la fiesta la vocalista de la orquesta interpretaba una ranchera de Rocío Dúrcal. Los vi pertrechados en la barra hablando como si se hubieran reencontrado después de mucho tiempo. Contemplé a la gente ir y venir, las luces de colores iluminando la carbayera, el orbayu persistente...todo era tan perfecto que decidí quedarme allí durante un minuto, recreándome en la belleza absoluta de lo efímero. Mis mejores amigos estaban ante mí, formaban parte de aquello sin saberlo, eran dos más de la gran familia de Granda. Tenía sed, me acerqué hasta ellos, y sólo cuando estaba a su lado se percataron de que había vuelto a Gijón.
-¡Echad un culín a un viejo amigo y callad un poco, joder!
    

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Carlos Álvarez Castañón