miércoles, 27 de noviembre de 2013

La dolce vita


      Decididamente existen personas, una selecta minoría eso es cierto, que son capaces de vivir como siempre soñaron. Un buen aperitivo hacia las doce y cuarenta y cinco, una conversación de altura entre el tintineo de un exquisito cristal de bohemia y una generosa sonrisa a esta vida que me ha dado tanto; viajes, paseos junto al mar y mujeres hermosas acariciando tu piel bronceada. El sueño de Paco, el de Rorro y tantos soñadores que juegan cada semana a la lotería primitiva. Paco ha dejado de hacerlo, perdió la fe al escuchar clara y contundentemente la sucia realidad matemática explicada con elocuencia por un científico norteamericano: "ganar un premio gordo a través de un sorteo en el cuál intervienen seis o más dígitos es casi un milagro, (por lo visto algunos hombres de ciencia siguen creyendo en ellos), algo así como la colisión de un gigantesco asteroide contra el planeta Tierra". Paco se preguntó, si aquella aseveración era correcta, ¿por qué cada semana impactaba un gigantesco asteroide contra la tierra? Sin embargo nada importaba aquella retórica pregunta, había tomado una decisión y a partir de ese momento debía aceptar que ya nunca experimentaría "la dolce vita". Pero como buen observador, Paco empezó a agudizar esa cualidad oculta tan propia de los seudo-reporteros del corazón. Frecuentó sidrerías del centro, restaurantes caros en los que se colaba para tomar un agua mineral y ojear a la clientela que entraba y salía; buena ropa, abrigos de visón, joyas de postín, glamour, mucho glamour. Entre los asiduos a un restaurante con abolengo y precios desorbitados, comenzó a ver a una extraña pareja, dos mujeres, la más joven de aspecto chabacano a pesar de ir cargada de oropeles y ropa cara, recordaba de alguna manera a cierta famosa sin oficio conocido que en su día había sido pareja de algún torero pendenciero. La mayor, rondaba los ochenta y era el vivo retrato de aquella vieja resabiada que interpretaba a una napolitana en "las chicas de oro". Paco decidió seguirles el rastro, igual que esos detectives que interpretaba Humphrey Bogart. A mediodía tomaban un vermut de solera en una vinatería cercana al viejo barrio y a eso de las tres menos cuarto, aparecían puntuales  en el restaurante.  Un día, mi amigo se decidió a esperarlas pacientemente hasta que cruzasen el umbral hacia la calle. Allí estaban, con la cabeza muy alta y el talle erguido. Caminó tras ellas a distancia prudencial. Alcanzaron el barrio del Llano y se detuvieron ante un portal. Se metieron dentro y Paco esperó unos minutos hasta poder hablar con un par de vecinos, luego, se fue.
      Transcurrieron varios días y Paco no tuvo más remedio que pasar el informe a  quién, conociendo su ociosidad y afición detectivesca, le había encargado aquel trabajo. Y ese, no era otro que nuestro viejo camarada, Rorro, sobrino y primo carnal de las investigadas. A él había acudido unas semanas atrás, mientras fregaba unos vasos en el "Vértigo", el propietario de la sidrería "Bababuchy", con una cuenta pendiente que superaba los dos mil euros.
      Paco aprendió una lección aquellos días en los que jugó a ser Humphrey Bogart: "no es oro todo lo que reluce". Nos apasiona el carnaval, lucir una hermosa máscara. La vida sólo es aquello que los demás pueden ver. Paco ya no juega a la lotería, ha renunciado para siempre a "la dolce vita", pero a cambio de ello, goza plenamente fotografiando nubes con su Nikon de segunda mano.

lunes, 25 de noviembre de 2013

El tren de la bruja

      Jamás olvidaré aquellos maravillosos años en los que Paco, Rorro y yo, nos acercábamos hasta las inmediaciones del Molinón, en pleno mes de Agosto, para disfrutar del pequeño parque de atracciones que allí se instalaba. Una modesta noria, nada que ver con esa impresionante mole que preside esos bulliciosos chiringuitos de la Semana Negra, los míticos coches de choque, amenizados por rumbas canallas de "Los Chichos", un puesto de tiro al blanco con escopetas de perdigones perfectamente revisadas para no acertar  ni por casualidad en el dichoso palillo que sujetaba un inservible peluche y finalmente, nuestras atracciones favoritas: Paco estaba maravillado con los efectos alucinógenos del "Pulpo". A lo largo del viaje, lanzaba gritos que se escuchaban desde más allá del Natahoyo; luego, con los pies en tierra firme, permanecía excitado durante casi una hora contagiándonos su desbocada adrenalina. Rorro, prefería "El caserón de los muertos vivientes", un misterioso lugar, claustrofóbico y carente de todo tipo de medidas de seguridad; de auténtico pánico. Yo, en cambio, sentía una atracción irrefrenable por "El tren de la bruja". Quizá tal predilección fuese motivada por la oscuridad del túnel, o tal vez porque el ferrocarril siempre ha sido para mí un medio de transporte diferente, metafórico y evocador.

       Estos recuerdos afloraron en mi mente justo cuando me fustigaba un rato viendo el telediario de las tres(definitivamente, el pobre está peor que las maracas de Machín, pensaréis). Antes, dejad que os explique: La noticia que provocó la chispa, aunque parezca mentira, era referente a la crisis. Hablaban de aeropuertos, ciudades del arte, monumentos absurdos que homenajeaban al mal gusto, dinero tirado, o peor aún, robado por intermediarios que inflaban presupuestos y dilapidaban recursos del contribuyente. Y de pronto, al contemplar una bacanal tan grotesca, afloró ese tren de la bruja que tanto me divertía. Sin embargo, en esta ocasión no atravesaba el breve túnel de antaño en el recibíamos escobazos entre carcajadas, sino que viajaba por el oscuro agujero que cruza el subsuelo de Gijón, desde el Humedal hasta Cabueñes: El túnel de la risa, también conocido como "túnel del metrotrén". Permanecía en el olvido, al menos en algún recóndito rincón de mi memoria, pero siempre hay vergüenzas que destapan otras vergüenzas. Y mientras la treintañera presentadora de amelcochada cabellera seguía narrando con asepsia de cirujano el rosario de desgracias acaecidas esa jornada, yo, encadenaba el metrotrén con ese otro proyecto de ciencia ficción que se pretendía ubicar en mitad del mar de vías; imaginé la cínica sonrisita del creador al saber como nadie que allí nunca se construiría un hotel de treinta plantas, ni zonas de paseo, ni la sobredimensionada estación intermodal. Y como ya no tenía freno, decidí atravesar la bahía y aparecer en los ruinosos terrenos del Rinconín, en los cuáles se quiso llevar a cabo en su día un interesante proyecto,  "Salamandra",  que, obviamente tuvo un final idéntico al del casino, el apartahotel o el centro de ocio y hostelería. Males endémicos de nuestra ciudad, ideas y proyectos que nunca llegan a fructificar, condenados a dar vueltas y vueltas, vueltas y más vueltas, igual que "El tren de la bruja".



martes, 19 de noviembre de 2013

En ocasiones veo muertos

      Rorro, mi viejo amigo propietario del "Vértigo", me tiene preocupado. Desde niños, a pesar de que él era un par de años mayor que yo, compartíamos las mismas aficiones: fútbol, coches antiguos y sobre todo, películas de miedo. ¡Qué recuerdos aquellos en los que vampiros, hombres lobo, zombies y espectros, deambulaban por nuestras pesadillas! Sobre todo las noches en las que programaban "Mis terrores favoritos". Jamás me perdí una sesión de masoquismo gótico. Y lo defino de ese modo porque el sufrimiento se prolongaba más allá del final del largometraje. La vigilia se instalaba en mis pupilas que proyectaban sombras entre los recovecos de mi portentosa imaginación. Escuchaba ruidos, lamentos, sonidos de cadenas; una delicia. A la mañana siguiente, cuando la luz del alba dibujaba la prosaica realidad, nos arrastrábamos hasta el colegio con el rostro trasnochado y enfermizo, igual que dos vampiros resignados. De cualquier manera, todo aquello se ha ido con las olas, al menos eso creía. Rorro me envió una serie de correos electrónicos, odia las redes sociales y considera el e-mail la cúspide tecnológica. En sus misivas me informaba acerca de una duda que le había asaltado la noche del viernes. Como siempre, cerró el bar poco después de que el último borracho hubo cruzado el umbral de la puerta. Recogió lo imprescindible y se fue. A escasos metros de su tugurio hay un local, de esos que forman parte del paisaje cotidiano del barrio, una mercería regentada por Carmen, cuarentona de buen ver, hija única y heredera del negocio que, lamentablemente, acababa de cerrar apenas unos días atrás. Rorro, al pasar por delante, creyó ver una sombra en el interior del local, sin embargo, aquella noche había resultado demasiado agitada y consideró que necesitaba dormir para olvidar. Habían transcurrido varios días desde aquello sin conseguir apartárselo de la cabeza, así que regresó una noche más a la vieja mercería con el corazón latiendo escandalosamente en su pecho. ¡Ahí estaba de nuevo, la sombra de una anciana! Lo había visto con sus propios ojos. Corrió como si alguien tratase de atraparlo y finalmente logró alcanzar el portal de su casa. Apenas concilió el sueño y armándose de valor salió a la calle para encaminarse hacia el centro sin saber muy bien lo que hacía. Era tarde, tan sólo se escuchaba el silencio y sus pasos eran los de un gato vagabundo. Atravesó la calle Uría hasta la Plaza de San Miguel y a su paso contempló atónito como los locales vacíos, abandonados, salpicaban la ciudad como oscuros pozos. Ya estaba en la calle Corrida, presa del pánico, preguntándose por qué había decidido protagonizar una de aquellas películas que de chaval tanto nos entusiasmaban. Recordó que "El Jazmín" ya no existía, contempló atónito como "Luisa Fernanda" se había ido, tiendas del Gijón eterno, cafés centenarios reemplazados por franquicias impersonales. El centro de nuestra ciudad se estandariza, se convierte en un calco de tantos otros centros en los que nunca faltan los escaparates de Mango, Zara, Benetton, Stradivarius, Ives Rocher, Calzedonia, Burger King, Banesto, Banco Santander...Rorro cayó postrado ante el escaparate de "Flores Mariam", lamentándose por la pérdida irreparable del pequeño comercio, de los negocios entrañables del Gijón que nos vio crecer y justo, cuando rememoraba el olor a flores frescas que antaño impregnaba ese lugar en el cuál meditaba, se encontró con un nuevo fantasma dibujado sobre el sucio cristal. Aquel fantasma no era otro que su propio reflejo, llorando solo.    
    

viernes, 15 de noviembre de 2013

El alma de Gijón

      No estoy loco, aunque a veces yo mismo dude acerca de una aseveración así. Cuando me encuentro solo en mi casa y el ruido del televisor se hace insoportable, pulso el botón rojo del mando a distancia y dejo que el silencio se haga dueño de mi pequeño rincón; cierro los ojos y después de unos segundos, aparezco entre las calles de Gijón; algo parecido a google maps aunque sin pantallas ni ratones que entorpezcan mi experiencia. Respiro hondo y mis pulmones se llenan de aire salado. Me hallo en un mágico lugar, a los pies de la Iglesia de San Pedro, con la bahía perfectamente iluminada y el cielo plomizo de nubes que se intuyen atravesando el nocturno paisaje en dirección a la Providencia. El viento eleva partículas de mar que flotan caprichosas en el aire, hay un rumor constante que advierte de un peligro latente y poderoso. ¡Qué besos en aquel rincón del mundo, cuántas miradas reflejadas en sus ojos!
      Cruzo la Plaza Mayor, hay grupos de personas que comparten el momento, ríen y beben sidra, los veo cobijados detrás del cristal e imagino el sonido repiqueteando sobre el vaso. Ya estoy en el puerto, las palmeras de los Jardines de la Reina parecen sombras negras que se recortan como fuegos artificiales petrificados. Camino sin rumbo, todo vale, me encuentro en el centro del alma y aquí me perdería para siempre, en ese centro que palpita a ritmo de bolero, de canción de amor desgarrada, que sabe a marisco fresco y nos habla de rincones auténticos,  de edificios modernistas con balcones vacíos, evocadores del Chiquito Londres, del tranvía que llegaba hasta Somió. Y si cierro más fuerte los ojos, puedo escuchar con claridad los ecos del astillero, el metal, el áspero carbón.
      Calle San Bernardo, los cafés, balcón a San Lorenzo y entrada al viejo barrio de pescadores. Cimadevilla, metamorfosis y cuna de Jovellanos; sabor a tablaos flamencos, a golpes de tequila con limón, a madrugada y borrachera eterna, donde caben todos, ensalzamiento de la amistad que se desvanece tras el amanecer.
      De tanto deambular,  se me ha despertado un hambre atroz. Me adentro en el barrio del Carmen, repleto. Gente que va de un bar a otro enfrascada en conversaciones. Mis amigos me esperan, como siempre llego tarde. Esta vez, en cambio, tengo disculpa: necesitaba contaros lo que siento al pasear de noche por las calles de Gijón.       

          


martes, 5 de noviembre de 2013

Un gijonés

No recuerdo exactamente el tiempo que ha transcurrido desde que me fui. Ocurre como en los sueños, la ciudad se transforma entre los ecos de mi memoria. La niñez se cuela en el presente y juega en la playa mientras el sol se oculta tras los perfiles de San Pedro. Corro por las calles de mi barrio, me escondo en las esquinas, en algún portal, huyendo de mis intrépidos amigos que me siguen la pista. Gijón, olor a sal y un mundo plasmado ante la imaginación de quien piensa que nada cambiará, que ignora el mundo real y cruel que nos empuja lejos. Desde aquí es fácil entregarse a la nostalgia, perderse en el recuerdo y la autocomplacecia del emigrante, maldecir mi suerte y envenenarse con el acibarado sabor de la derrota. Sin embago, me he propuesto resistir. He formado una alianza de sangre con dos viejos amigos de la niñez; Paco y Rorro. Dos privilegiados que siguen respirando cada mañana el aire de Gijón. Ambos son parte de mí, uña y carne en los buenos tiempos, esos que ahora me rondan tan a menudo. Paco y Rorro serán mis ojos en la ciudad, me transmitirán sensaciones, imágenes, su propia verdad, subjetiva e irrebatible. Con ellos construiré mi refugio en tierras lejanas. Hablaré por sus bocas acerca de la actualidad, de los problemas cotidianos y de los rincones que nos hacen distintos, de los bares y las plazas, del Sporting, de la playa, o al menos, de lo que queda de ella. No es más que un grito al vacío, una llamada al inmenso firmamento en busca de alguien que descifre y que tal vez sienta lo que yo siento. Porque, a pesar de todo, por encima de todo, soy gijonés, aunque viva en el exilio.    

blogdelgijones.glogspot.com

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Carlos Álvarez Castañón