lunes, 27 de enero de 2014

Aristócratas en la Indigencia

      Nos estábamos cansando del mismo ritual. Tras caer la noche y siempre con luna llena, a pesar de que poco tienen que ver los espíritus y el más allá con el hombre lobo, nos reuníamos en casa de Paco, en torno a la mesa redonda que cobijaba un par de temblorosas velas y el tablero de la güija. Todos con su dedo índice sobre el vaso de Nocilla volteado. Pero nada. La voz de Rorro, solemne y respetuosa, no era capaz de influir en la voluntad de los espectros pululantes; y tampoco hacía mella el ambiente esotérico creado por la pandilla para eventos como aquél. En cierta ocasión, tras una hora larga de invocaciones a Elvis Presley, Marilin Monroe y Pepe el carnicero, un vecino de toda la vida que acababa de fallecer la semana anterior, Rorro alzó ambas manos para dirigirse a todos nosotros:
-Sé de alguien que puede ayudarnos.
-¡Jiménez del Oso; no te jode!-exclamó Paco un tanto desesperado.
-No estaría mal- concedió Rorro-. De cualquier modo tenía en mente a alguien mucho más cercano- dijo antes de guardar un ceremonial silencio-. ¡Juancho!
-¿El calavera?- preguntó Paco sin dar crédito a lo que oía. Este muchacho era un pálido y enfermizo treintañero, sin oficio ni beneficio, que apenas salía a la calle y que cuando lo hacía era siempre con la noche a sus espaldas.
-Démosle una oportunidad- intervine yo- después de todo tal vez sea una divertida experiencia.
      Cuarenta y ocho horas más tarde Paco, Rorro y yo, nos dirigíamos hacia el centro de Gijón en compañía de Juancho, el calavera, en busca de un viejo edificio deshabitado, con miradores de cristales sucios y balcones de forja oxidada. Al fondo se adivinaba el rumor de las olas rompiendo sobre el Muro de San Lorenzo.
      Ascendimos por una escalera ruinosa hasta alcanzar el segundo piso. Atravesamos el umbral y descubrimos atónitos la elegancia de la burguesía de los primeros años del siglo XX. Era una vivienda de techos altos, amplios espacios y muy distinguida. El calavera daba pasos firmes mientras el resto seguíamos el haz de su linterna. Las sombras se proyectaban interminables por el suelo y las paredes. Al fin nos detuvimos en el salón, amueblado con elegancia y cubierto por una gruesa capa de polvo. Sentados  alrededor de la güija escuchamos la voz del calavera formulando con voz quejumbrosa una especie de ruego. Una. Dos. Tres veces.
-Han de saber que se encuentran en mi hogar y no soy consciente de haberles cursado invitación alguna para que tomen asiento aguardando por la cena- dijo una voz desde el ángulo opuesto del salón. Podríamos haber roto la noche con un grito y luego huir despavoridos o probablemente hacernos pis en los pantalones envueltos en lágrimas,
pero el miedo es el más extraño de los sentimientos y en aquel instante tuvimos la clara sensación de que alguien nos sujetaba firmemente por la cintura. Los cuatro permanecimos sin respiración, silenciosos como un sepulcro. La frase había sido pronunciada por un caballero enjuto y elegante que rondaría los sesenta años. Se puso en pie y continuó hablando.
-Esta casa perteneció a mis padres y en ella he vivido siempre. Lo sé, confiábais hallarla abandonada; en esta ciudad ocurre con numerosos edificios. Aristócratas a las puertas de la indigencia. Yo mismo he contemplado con mis ojos cuan impunemente se derribaban valiosas joyas del modernismo. A la vera del palacete que antaño fuera el Banco de Gijón, se alzaba una delicia arquitectónica, perdida ya para siempre. Con los Campos Elíseos, en Uría, sucedió otro tanto, obras del gran Manuel del Busto que sollozan en el abandono. Sin embargo he de advertirles que lugares como éste jamás permanecerán abandonados por completo, otros como yo siguen ahí, custodiando lo que es suyo. Nos reunimos en fiestas, elegantes bailes de máscaras, una vez al mes, sólo nosotros, la alta burguesía del Gijón señorial, ese que recibía a su majestad la reina durante los meses de verano, que elevaba sus torres en Somió, los Moros o San Bernardo. Este edificio que ahora profanáis fue levantado en mil novecientos cinco, más de cien años. Toda una eternidad. ¡En el nací...-dijo susurrando mientras acercaba sus pasos hacia nosotros- y en él... he muerto!
      No era miedo lo que corría por mis venas, sino pánico incontrolado, un ciego instinto de supervivencia. Paco saltó de la silla como un resorte entre alharacas, Rorro y yo hicimos lo propio poniendo pies en polvorosa escaleras abajo.
      El aire del mar en nuestros pulmones fue una auténtica bendición. Corrimos hacia el barrio de la Arena sin mirar atrás, sin darnos cuenta de que Juancho, el calavera, ya no se encontraba entre nosotros y que sin duda reiría en esos momentos a mandíbula batiente en compañía del misterioso propietario del inmueble.

jueves, 23 de enero de 2014

Sin Palabras












                                                                               









                                                                                                                                                                                                                                                                                                     










                                                                                                                                                                                                 

lunes, 20 de enero de 2014

Vértigo

      
      Se enamoró del cine gracias a Hitchcock y a la cortina de ducha que escondía el cuerpo desnudo de Janet Leich. Sentía que las cuerdas de los violines de Herrmann afinaban a la perfección con la fibras más sensibles de su cuerpo. El cuchillo afilado, la peluca de Norman Bates disfrazado de su propia madre y la tétrica mansión en lo alto, con la sombra de una mujer espiando. Rorro  encontró en Psicosis un mundo extraño que deseaba explorar cuanto antes y así lo hizo: "La ventana indiscreta", "Crimen perfecto", "Encadenados"...Cada película que descubría era una sorpresa maravillosa. Pero aun aguardaba lo mejor: "Vértigo". La primera vez que la vio fue en el cine Robledo, en uno de aquellos reestrenos que programaban de vez en cuando y al que habitualmente acudía numeroso público. Al concluir la cinta, Rorro se quedó sentado, perplejo. Las luces del patio de butacas se habían encendido pero él era incapaz de apartar su mirada de la pantalla en blanco. Algo había cambiado en su interior. Los colores de la realidad no serían los mismos desde aquella noche. Se fue a la cama con el corazón inquieto. No podía dormir y cuando al fin lo hizo, soñó con Madeleine, con las empinadas calles de San Francisco, con la bahía y el Golden Gate al fondo. No era más que un adolescente cuando esto ocurrió, sin embargo, aquella  hipnótica historia acerca de una búsqueda imposible se había transformado en el faro al cuál mirar siempre que su vida se hallase a la deriva. Y una madrugada, entre el sueño y la vigilia, encontró la llave a su futuro: abriría un bar y lo convertiría en ese incondicional homenaje para aquella película que había marcado su breve existencia. Cuadros, pósters, objetos diversos que parecerían arrancados del mismísimo universo de Hitchcock y un gran mural sobre una de las paredes en el que trataría de rescatar un fotograma inolvidable de la película.
      Transcurrieron varios años y el negocio terminó convirtiéndose en una ruina. Cuatro jubilados manoseando una baraja y algún cliente ocasional. El local se encontraba en pleno barrio de la Arena. "Jovencitos que beben sin sed y un bar al alcance de sus gargantas", pensó Rorro, "ahora o nunca". Desterró de golpe cualquier atisbo de romanticismo "Hitchcotiano" y puso en marcha una agresiva campaña de  márketing:  "dos litros de cerveza al precio de uno", "la hora feliz" y su famoso concurso, "si te bebes solito el megacachi en menos de un minuto, paga la banca". El "Vértigo" había pasado a ser el tugurio de moda en el barrio, lleno siempre de quinceañeros y griterío. Proliferaron las denuncias de los vecinos, las peleas y los vasos rotos. Pero, tal como la marea lo trae, la marea se lo lleva. El "Vértigo" había dejado de molar, la "priva" era de garrafón. Además, resultaba mucho más rentable el supermercado de la esquina y la tertulia callejera.
      Poco después de aquellos tiempos de vorágine el bar de Rorro recuperó su pulso, el hastío y el sosiego de la partida de mus. Apenas quedaban recuerdos del viejo sueño, las fotos de Kim Novak y James Stewart habían desaparecido y sobre el hermoso mural de la pared tan sólo podía intuirse el título de la película. Por aquellos días comenzó a frecuentar el local un vecino del barrio conocido por todos como Baco. Se trataba de un exrepresentante de vinos caros y selectos destilados, una víctima del sistema que tuvo la poca delicadeza de cumplir años indecentemente. Había sido en sus buenos tiempos un elegante macho alfa con la cartera repleta, un descapotable rojo y un mundo que se comía cada semana al visitar de punta a punta los mejores restaurantes de la costa asturiana. Tenía un gusto exquisito por lo caro, apreciaba los matices y despreciaba profundamente lo chabacano. Pero la ansiedad se estaba apoderando de Baco, era incapaz de conciliar el sueño y cada mañana, al abrir los ojos, veía más y más desdibujado su imperioso éxito en la salvaje jungla de la venta. Olfateaba con creciente desagrado el aliento del propietario y fundador de la empresa para la que trabajaba, Mariano, un crápula que seguía en activo pese a restarle pocos años para ingresar en el selecto club de los octogenarios. La savia nueva le ganaba terreno, la competencia jugaba sucio con los precios y los viejos camaradas con los que había compartido mesa y mantel cerrando buenos negocios le daban la espalda. Aceptó una prejubilación ruinosa. Sin las sustanciosas comisiones de antaño y con una exigua pensión, Baco no tuvo más remedio que entregarse al amargo sabor del mundo vulgar. Conoció el auténtico vino gijonés, "Marqués de la Camocha", envasado en cómodos bidones de treinta y cinco litros, barato aunque áspero, muy áspero.
      Baco aparece por el Vértigo casi a diario, toma dos o tres vasos de tinto y charla un rato con Rorro. Se han hecho buenos amigos, después de todo tienen demasiadas cosas en común. En ocasiones, cuando los últimos rezagados ya han cruzado el umbral, se quedan solos en penumbra, divagando a cerca de la vida, los sueños rotos, todo lo que pudo haber sido pero nunca fue. Y al salir Baco de ese tugurio en que todo eran sombras con la intención de batirse en retirada, Rorro contempla con ternura a su amigo caminando con tiento para no despertar a un chaval imberbe que duerme inconsciente sobre la acera, con todo el futuro por delante.           

jueves, 16 de enero de 2014

Sin Palabras



      Año nuevo, sección nueva. A partir de hoy compartiré con vosotros una fotografía de Gijón. Cada jueves os presentaré un rincón evocador que sin duda posee un significado especial.
      ¿Y a vosotros, qué os sugiere?




   

lunes, 13 de enero de 2014

Hojas de Otoño

      Llevo tiempo sumergido en una especie de   introspección terapéutica; concretamente desde el día cinco de noviembre del pasado año. Ésa fue la fecha en la que arrancó este blog y también cuando comencé a formularme preguntas para las que no hallaba respuestas. Había borrado de algún modo ese momento crucial del viaje, todo cuanto contemplé por última vez antes de volar lejos de Gijón. Ahora sé que aquel proceso no fue sino un modo inconsciente de salvaguardar mi fragilidad, una huída imposible de la realidad, del dolor. Cuando te arrancan de tu entorno te transforman en algo que no alcanzas a explicar, dejas de ser lo que siempre habías sido, perteneces a ese nuevo rincón del mundo que te acoge, y sin embargo eres consciente de que una parte de ti continúa anclada al puerto que te vio crecer. Siempre creí que el fondo del mar ha de ser un apacible espacio para el olvido pero en esta ocasión era necesario bucear profundo, rescatar lo que allí dejé y compartir lo que sin duda tantos otros habéis sentido.
      Mis recuerdos me arrastran hacia un atardecer de otoño; el coche recorría las calles del centro, la bruma del mar impregnaba el asfalto, las aceras repletas de personas indiferentes a mi pequeño drama y las farolas derramando su luz anaranjada sobre la noche inminente. Recorrimos el Muro, ¡por qué las cosas tristes son casi siempre tan bellas! San Pedro, los tejados del viejo barrio... Deseaba que el tiempo se detuviera, volver a sentir el sonido de las olas rompiendo en la Escalerona, cerrar los ojos y respirar profundo ese aire salado. Soy el niño que juega en la arena, que constata la eternidad en cada poro de su piel, que es incapaz de imaginar lo que ocurrirá mañana, que nunca mira el reloj, sorprendido por la madrugada de vuelta a casa, con los oídos zumbando y el sabor de la cerveza acunando mi sueño adolescente. Y de pronto maldigo mi suerte, la de una vida que discurre por derroteros que jamás hubiera deseado. Los estudios, el esfuerzo diario arrojados por la borda. Me veo a mi mismo desde la ventanilla del coche mientras sigo mi trayecto, sin detenerme ni un instante: grito frente al mar, imploro clemencia y entonces, no puedo evitar una pequeña sonrisa al descubrir mis tintes melodramáticos. No existe futuro real para muchos como yo. Pájaros que vuelan del nido, que viajan a tierras ignotas con la ilusión como principal arma.
      En el aeropuerto repaso cada pequeño detalle, sin lamentos, la suerte está echada y una voz desde la megafonía pronuncia el nombre de mi destino. Abrazos, lágrimas y un vértigo que recorre mis entrañas al borde del adiós.
      Ese proceso de introspección aún no ha concluido. En ocasiones me asaltan nuevos detalles de aquel lejano día: el olor de mi habitación, la luz de Noviembre desvanecida o el sonido de los pájaros, esos estorninos que poblaban las ramas de los árboles en el paseo de Begoña, cerca del teatro Jovellanos; escandalosos emigrantes que pertenecerán para siempre a mis recuerdos, aunque en realidad formen parte de tierras muy lejanas.

martes, 7 de enero de 2014

J.A.S.P.

     
      Mi amigo Paco me ha pedido que le de voz en este asunto. Tiene la imperiosa necesidad de cantar a los cuatro vientos su prosaica historia, real como la vida de tantos que no son más que un fiel reflejo de lo que él desea que os narre.
      Paco creció en el barrio de la Arena, en el seno de una familia de gente trabajadora y gris sin otra pretensión que la búsqueda de un día a día sin sobresaltos. Cuatro hermanos, alguno de ellos seducido por el loco galopar del caballo (no en vano Paco, Rorro y yo habíamos sido fruto del baby boom, los atribulados años ochenta y la vida en la calle). El tiempo transcurría y un verano, cuando apenas contaba las dieciséis primaveras, decidió emprender ese largo camino que aun sigue sin conducirle a ningún lugar. La Feria de Muestras era un escenario perfecto; su labor, ejercer en plena canícula de calamar gigante enfundado en un disfraz que le haría sudar tinta. Bailaba, entregaba panfletos a los viandantes  invitándolos a reponer fuerzas en la bocatería que él publicitaba. Aquél no era el trabajo de su vida, lo supo incluso antes de ver el mundo como un cefalópodo en tierra firme, la Feria de Muestas tan sólo duraría un par de semanas, gracias a dios. Sin embargo, tras concluir su labor halló la recompensa del dinero fresco y ése fue un veneno que le llevaría a firmar el nuevo contrato. Se enroló en una compañía circense con el cometido de pegar carteles en los escaparates, repartir propaganda y una vez más, disfrazarse, esta vez de payaso, en los alrededores de la carpa y vocear así la presencia del mayor espectáculo del mundo. Tenía claro que corría el riesgo de ocurrirle como a esos actores encasillados en un papel,  incapaces de conseguir un trabajo distinto al que habían realizado docenas de veces. Paco decidió romper con esa tendencia antes de que fuera demasiado tarde y logró un empleo como cocinero en un antro de la Calzada; cobraba como ayudante de cocina a media jornada  pese a ser el único valiente con el arrojo de adentrarse en aquel cubículo entre aceite de palma, cacerolas desconchadas y alimentos derramados por las esquinas. Sobrevivió tres meses y medio en ese agujero; cuando logró escapar se replanteó el futuro: no cometería nuevamente errores del pasado. Y fue en aquellos años en los que forjó su carácter escéptico que hoy en día atesora. "La experiencia es un grado", asevera con orgullo. Conoció la puerta fría, el contrato mercantil, la inmundicia de un salario paupérrimo, la dura exigencia del empresario cerril y déspota que goza pisando cabezas para llegar alto. Después llegó el cuento de la burbuja inmobiliaria, "compra un piso y véndelo, vuelve a comprar y vuelve a vender, ganarás millones", especulación a raudales, carrusel del consumo ciego, coches flamantes, viajes a la Riviera Maya. Paco observaba toda esta vorágine perplejo, pertrechado tras un complejo de inferioridad que no alcanzaba a descifrar. Jamás había vivido por encima de sus posibilidades; esa frase le desquiciaba, hacía que su vida laboral recorriese su mente de forma veloz como una película que dura tan sólo unos segundos.
      Ahora convive con su madre en el viejo piso del barrio de la Arena, de donde nunca pudo irse, ya que jamás ha entendido lo que significa una hipoteca a treinta años y menos aun eso que la gente conoce como trabajo para toda la vida, sueldo digno... Por eso, al contemplar las nubes, en ocasiones atrapa el cuerpo de una gaviota con su cámara de fotos y se pierde en el dulce sueño que su imaginación le dicta: Desde lo alto, la realidad es otra y el poder absoluto de la subjetividad le hace creer durante unos instantes que verdaderamente es él quién sobrevuela el Cerro de Santa Catalina, mira hacia abajo y entonces ya ha dejado de ser eso que durante toda su vida ha sido: uno más de esos anónimos,  invisibles J.A.S.P. (jodidos, asqueados, siempre puteados).      

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Carlos Álvarez Castañón