lunes, 30 de diciembre de 2013

Love Story

      Una vez más Manolo Preciado tenía razón. Recuerdo sus palabras aludiendo a esa historia de amor con la afición del Sporting. Acude a mí amortiguado por el tiempo, con serena tristeza: su voz de barítono, los puños al viento del Molinón cuando celebraba algún triunfo y sus conferencias de prensa cargadas de chispa y magnetismo. Encandilaba con su discurso, con sus razonamientos cabales, de sensatez poco usual. Me confieso admirador de su oratoria, de su naturalidad y de ese desparpajo divino para llamar a las cosas por su nombre, sin demagogia, sin máscara. Y es que Manolo Preciado era de los que caminaban sin red, a pecho descubierto.
      El día que recibí la noticia de su llegada a Gijón para firmar por el Sporting escuché perplejo su comparecencia ante los medios de comunicación. Tan sólo era un mensaje esperanzador, sencillo y de una coherencia incontestable, aludiendo a lo que había sido este club y a lo que aun seguía siendo; algo así como una bella durmiente aguardando el beso del príncipe. El flechazo se había producido y el romance no había hecho más que empezar. Aquella primera temporada fue un carrusel de emociones: remontadas taquicárdicas, varapalos a domicilio y coqueteo con los puestos bajos de la tabla; disputas y reconciliaciones de un amor que calaba hondo semana a semana. Después llegó el delirio, la pasión, el juramento de amor eterno; el fiasco de Castellón, los goles de Mendizorroza, esos últimos minutos al borde del precipicio y por fin, el partido contra el Eibar en un Molinón repleto, el paseo por la playa, el baño de multitudes, el balcón del ayuntamiento... 
      Las temporadas que se vivieron después de toda aquella vorágine permanecerían marcadas por ese temperamento y esa voz rota, ese carácter indomable, su puesta en escena abanderando el orgullo de unos colores cuando pretendían ser vilipendiados. Pero ante todo su mensaje diáfano y contundente: trabajo y humildad. Sus declaraciones públicas, no eran más que un fiel reflejo de aquella aparición primera en la que surgió el flechazo. Dijo sí quiero al Sporting cuando otros nos habían dado calabazas. Por eso la justicia toma en ocasiones la forma de las pequeñas cosas, diminutas vidas que se tornan de pronto en dichosas. Manolo Preciado encontró en Gijón la felicidad y el reconocimiento, pero los sportinguistas hallamos en él un mesías humano, de carne y hueso, que disfrutaba de una copa de vino en cualquier taberna del barrio del Carmen o de una botella de sidra en algún chigre del Llano, sin negarse nunca a saludar gustosamente a quien se le acercase.
      Pero en la vida real, como en el cine, toda historia de amor memorable esconde un final trágico y ésta no iba a ser menos. Manolo se fue sin avisar, a traición. Recuerdo que escuché la noticia a través de la radio y pensé que se trataba de un error, de una broma macabra. ¿Por qué, pensaréis, hablar ahora de Preciado si hace más de un año que se fue? Quizá, al llegar la nochevieja afloren en mí viejas historias que de algún modo siempre seguirán vivas, tal vez porque la luz del invierno sea evocadora de tristeza remansada o probablemente tan sólo se trate de cumplir una promesa. Al fin y al cabo, estoy seguro de que muchos como yo, hubo un día, que de alguna manera, le juramos a Manolo Preciado amor eterno.           

lunes, 23 de diciembre de 2013

...y en el Molinón no tienes rival

      Paco, Rorro y yo formamos parte de una generación que creció viendo ganar al Sporting. Los Domingos en los que había partido, poco después del telediario, sonaba el timbre de mi casa; abajo esperaban mis amigos envueltos en sus bufandas rojiblancas. Atravesábamos la avenida principal del parque Isabel la Católica pisoteando las hojas secas de los olmos que jalonaban el trayecto
y nos uníamos a esa marea que se dirigía hacia el estadio entre el frío y la ilusión. En los alrededores se arremolinaban los aficionados en animadas tertulias, esperando por algún compañero de fatigas que se retrasaba y con el cuál poder compartir el dulce sabor de la victoria. Teníamos la osadía de los grandes, el orgullo del campeón, aún sin haberlo sido jamás. Sin embargo éramos la alternativa al poder establecido, esa condición de la que habían gozado otros clubes y que creyeron eterna. Nosotros también lo creímos; la gloria, el paraíso, borran todo atisbo de humildad. Aunque al fin y al cabo éste no sea más que un pecado venial. Pero, ¿quién no ha de ser débil y pecar después de haber contemplado a Enzo Ferrero correr la banda izquierda del Molinón, tras gozar de la mayestática hegemonía en la medular del gran Joaquín o de los inverosímiles remates de cabeza del brujo? La tribunona se ponía en pie acompañando al resto del graderío, rugía el estadio lleno de sportinguistas entregados. Cayeron los grandes en el Molinón y lo hicieron porque mi equipo era uno de los elegidos, respetado y temido como sólo se  respeta y se  teme al poderoso. Pero nada es eterno y los nuevos tiempos arrastraron al club hacia la decadencia. En cambio, algo de aquellos días no podrá borrarse nunca: los recuerdos son un reflejo de lo que en cierto modo seguimos siendo y yo pude ver con mis propios ojos cómo los sportinguistas  rozábamos la gloria con la yema de nuestros dedos.
       Los años transcurrieron implacables y todas esas imágenes han permanecido dormidas en un monótono letargo, como un sueño que está a punto de disiparse. El Molinón se caía, sus gradas eran el esqueleto de un anciano que en sus tiempos había sido la envidia de muchos. Pero éste no es un estadio cualquiera, en sus más de cien años de historia ha visto demasiados goles como para perderse en el anonimato entre el abandono y la ruina.
      Ahora es un campo digno, hermoso, revitalizado y dinámico, algo así como un caballero con un siglo de existencia a sus espaldas, bien aseado y elegante, que aún es capaz de seducir y narrar historias del viejo Sporting, ése que hace sentirnos vivos, entregados a un sentimiento irreductible en el cuál no cabe el amor a otros colores que no sean los nuestros; condenados por ello, eso sí, a sufrir cada derrota, a saborear cada victoria con los pies en tierra firme y la ilusión volando alto, imaginando lo que pudimos alcanzar.  Porque en el fondo de nuestro corazón sabemos como nadie que el Sporting siempre será uno de los grandes y que el césped del Molinón atesora el verde excepcional de los grandes momentos futbolísticos. Por eso, al sonar el himno, justo antes de comenzar el partido, nos recorre por la espalda un escalofrío mezcla de orgullo y emoción. Una fuerza que nace de nuestras entrañas y nos empuja a gritar muy fuerte: ¡¡¡Aúpa Real Sporting...de ti esperamos más!!!!

    

lunes, 16 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad


      Rorro lanzó un último vistazo antes de salir a la calle. La nieve se deslizaba con parsimonia a través de la luz anaranjada de las farolas. Frotó sus manos al imaginar la gélida noche. Apagó las luces del "Vértigo" y salió envuelto en una bufanda gris. Sus huellas marcaban el camino hacia el cálido refugio de la Nochebuena: una copa de buen vino, delicioso cordero lechal y la compañía entrañable de los suyos. El sonido del mar se intuía lejano, disipándose a medida que se adentraba en la ciudad. Había luces en las casas e imaginó pequeñas historias de reencuentro, lágrimas de felicidad, anuncios de turrón. Unos chavales se lanzaban bolas de nieve entre carcajadas, escuchó a sus espaldas la voz de un cliente que le gritaba:"¡Feliz Navidad! Rorro levantó su rostro para contemplar los copos cayendo sobre su piel. Alguien cantaba un villancico desde algún lugar cercano...
      Pulsó el botón del tercer piso y sin mediar palabra un sonido metálico le anunció que podía subir. Sus dos hermanas departían apasionadamente sobre papillas, vacunas y cremas para el culito de sus bebés, no en vano habían sido madres a penas siete meses atrás. Rorro no quiso interrumpirlas y optó por servirse una generosa copa de Rioja. Cuando aún tenía la botella entre sus manos, sonó el timbre de la puerta. Unos segundos más tarde allí estaban Andrés y Borja, cuñados de un Rorro que mostraba una amplia sonrisa al verlos aparecer en el salón. Poco después hicieron acto de presencia los anfitriones, Rodolfo, padre de Rorro y su esposa Juana. Tomaron asiento para comenzar la cena. Su Majestad el Rey leía su discurso y sus palabras se entremezclaban con tres conversaciones en la mesa; la de las hermanas y el novedoso giro a su conversación (ahora discrepaban sobre los accesorios de la cuna de viaje), la de los cuñados que calentaban motores con el socorrido tema de la crisis y los ecos de Rorro evadiéndose de todo aquello al recordar alguna secuencia de cine fetén en la cuál James Stewart defendía sus valores.
      Juan Carlos I concluyó con su ceremonial y en el televisor Raphael desgranaba su verborrea diatónica tras su máscara melodramática. Primera tentativa: Andrés alza sus manos cuán reo a punto de ser fusilado. Borja proyecta un grito que silencia al resto de comensales: las hermanas, sus padres y los pensamientos de Rorro. Pero Raphael sigue cantando. El cabeza de familia decide intervenir. Se incorpora y llena las copas de sus tensionados yernos: gasolina al fuego. Arderéis en el infierno, pensó Rorro. Se mascaba la tragedia, los antecedentes, el alcohol y lo entrañable de la noche dictarían sentencia. Andrés tiró un par de puñaladas aludiendo a la soberbia además de algún que otro pecado capital, Borja paladeó gustoso la expresión: "muerto de hambre", las mujeres se apuntaron sin dudarlo a la refriega y cuando el griterío estaba a punto de pasar a la acción, Rorro se sirvió la última copa de vino. Estaban en pie, fuera de sí, festejando como mandan los cánones la Nochebuena. Se escuchó un violento golpe sobre la mesa, cristales rotos, llantos desconsolados. Rorro se levantó y salió de allí sin molestar, entre insultos desgarrados y el "ropopompom".
      Hacía un frío tremendo. No había nadie en el barrio, tan solo nieve sucia, pisoteada. No lograba apartar de su cabeza la figura desgarbada de James Stewart corriendo por las calles. Entró en su casa, había un silencio ensordecedor. Se tumbó en el sofá y estiró su mano derecha hasta el mando a distancia. Buscaba su Navidad, ésa que nadie podría arrebatarle nunca y cuando temía que aquel año iba a ser distinto a los demás, respiró hondo y clavó su mirada en la pantalla. Después de todo había tenido suerte, en ese preciso instante comenzaba la película: "¡Qué bello es vivir!".


   

martes, 10 de diciembre de 2013

A Kike Amado


      Más que sus edificios, sus plazas, el entramado de sus calles o incluso el emplazamiento geográfico, lo que realmente define a las ciudades son sus habitantes. En ellos reside la historia, construida casi siempre, a base de sufrimiento diario y anónimo que no se halla impreso en los libros sino que circula a través de la voz de sus gentes y que en Gijón se manifiesta en  improvisadas tertulias a pie de San Lorenzo o en algún café de la calle Corrida. Anécdotas que se transmiten con un color muy particular, sarcasmo e ironía en cada observación. El gijonés siente un orgullo ciego por lo suyo, un amor hondo que lleva consigo allá donde esté, muy crítico e inquieto, jamás indiferente cuando se trata de su ciudad.
      Kike Amado fue uno de los nuestros. Un gijonés arquetípico. Gran conversador, afable y solidario, de mirada limpia y corazón inmenso. Sabía escuchar, empático y sincero. Su porte era elegante, de película en blanco y negro, de esa etapa gloriosa del cine de Hollywood en la que los actores no parecían terrenales. Sin embargo, él lo era, brindaba su ayuda a quien se lo solicitase. Fue pregonero en numerosas fiestas del entorno rural, siempre desinteresadamente, siempre dejándose el alma en cada verso que componía. Le sobraba con los aplausos y el cariño de la gente. Escribió cinco libros que pudieron ser muchos más ya que su actividad creativa duró casi hasta el final. Nunca pidió nada a nadie para lograr aquellos fines que perseguía.Sus poemarios pasaron por la imprenta gracias a su propio esfuerzo y al amor por todo cuanto le rodeaba, su familia y su Gijón del alma. Hablaba de la playa o de sus rincones como solamente lo haría un enamorado quinceañero que acaba de conocer a la chica de su vida. Casi todo en este mundo tiene un final, aunque yo estoy en la certeza de que esa pasión de Kike Amado por su ciudad  no ha terminado y no lo hará jamás. Se puede amar después del último viaje, sin duda, habiendo conocido a Kike es algo que nadie, aunque se empeñe, puede rebatirme. Porque ese mar bañó su piel más de mil veces, porque Cimadevilla recuerda sus paseos con Luisa por sus calles empedradas, porque cada rincón del centro añora su voz y su risa.
      Ósmosis, ésa es la clave de todo. Gijón es su gente y su gente es Gijón. Diferente al resto, entrañable y pura, irreductible. Por eso, no resulta difícil imaginarse a Kike Amado compartiendo tertulia con sus amigos en el Campo Valdés, o mejor aún, apoyado en la barandilla del muro contemplando en silencio la silueta recortada en el horizonte de la iglesia de San Pedro, meditando.     

martes, 3 de diciembre de 2013

Gijón desde otro ángulo

        Es cierto, Paco está fascinado con las nubes; aunque al principio le costó un poquito alzar la mirada. Su obsesión era el mar, las olas rompiendo a los pies de "La Escalerona." Bajaba a la playa y se pasaba largas horas fotografiando la espuma salada que penetraba en la arena. En alguna ocasión tuvo que suspender su trabajo a causa de un golpe de mar. Corría peligro su cámara reflex y su salud. Fue en uno de aquellos remojones involuntarios cuando decidió hacerme caso. Y resultó que allí arriba se escondían formas infinitas y colores inverosímiles.
       Gijón es una ciudad afortunada por el simple hecho de ocupar el espacio geográfico que ocupa. El Cantábrico es un espectáculo cambiante que nos acerca a nuestra propia esencia, raro equilibrio entre la ira y el sosiego. Sería de locos renunciar a todo esto. Sabemos quiénes somos y hacia donde mirar. Sin embargo hoy os propongo dar la espalda a San Lorenzo, a su magnética bahía y adentrarnos en las calles para saborear en su justa medida todo aquello que normalmente pasa desapercibido.
         Carecemos de
un importante casco antiguo como el de otras ciudades, sin duda a causa de nuestro emplazamiento marítimo. Desde hace siglos hemos sido demasiado vulnerables, Gijón ha perdido más de una batalla a lo largo de su historia y a los perdedores no les queda otro remedio que contemplar cómo arden sus edificios. De cualquier manera, esta ciudad posee un patrimonio civil maravilloso, un escaparate encantador, ese otro Gijón que siempre está ahí. Miradores, desde donde contemplar el ocaso adquiere una enorme carga poética, balcones de forja, portales vestidos con azulejos hipnotizantes, diseños de fachadas modernistas, eclécticas o neoclásicas; refugio de la burguesía que ostentaba el poder a principios del siglo XX. Ése es nuestro verdadero patrimonio como ciudad, la herencia de Jovellanos, calles y plazas que él proyectó. Algunas de esas joyas tan sólo forman parte de viejas postales en blanco y negro, pero aún se mantiene lo sustancial de lo que somos. Caminar sin prisa con la mirada atenta es un ejercicio gratificante, sentirse como el viajero que descubre cuanto le sale al paso. Eso es Gijón, el otro Gijón que hay que buscar cada día sin renunciar nunca a la marea; el Gijón que se impregna de sal, que se difumina en sus perfiles elegantes y dignos, manchados por la presencia del Cantábrico. Porque, como tantas veces le pregunté a mi amigo Paco, ¿acaso es falso que las nubes siempre se reflejan en el mar?

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Carlos Álvarez Castañón