lunes, 24 de febrero de 2014

Tempestad

      Baco apareció en el "Vértigo" con gesto contrariado. Murmuraba entre dientes palabras ininteligibles. Ante él se mostraba una bandeja de pinchos de tortilla reseca y su inseparable tinto de garrafón recién servido. Agarró la copa y en dos tragos dio buena cuenta de él. Rorro se acercó desde el otro lado de la barra dispuesto a reponer diligentemente su "Marqués de la Camocha."
-Cuéntame, Baco-susurró mi amigo en tono conciliador. El exrepresentante de vinos y licores soltó una bocanada de aire y comenzó a despotricar.
-Me tiene hasta los mismísimos- Baco era de esos que tardan en arrancarse cuando están cabreados. Lanzaba frases cortas entre largos tragos de vino-. Se trata de Pancracio.
-¿Tu vecino?
-El mismo. Acabo de cruzarme con él en la puerta del ascensor. Traía la mirada enfurecida y los cuatro pelos que sobreviven en su coronilla desordenados. Maldecía esta ciudad, las calles sombrías, el viento...Yo guardé silencio y escuché su arenga mientras la sangre calentaba a fuego lento en mis venas. Llegó de Zamora en la década de los sesenta para trabajar en Ensidesa, aquí nacieron sus cuatro hijos; además,  dos de sus nietos forman parte del grupo Ultra Boys. Sin embargo, Pancracio no se hace a esta tierra. Carcajea los lunes al encontrarme después de una derrota del Sporting, desprecia la playa y dice que la sidra enturbia su salud con su sola presencia. Pero su fijación le arrastra siempre a insistir en su odio sin fisuras hacia "Eolo y su puta madre". Dice que despierta todo lo malo que permanece dormido en su interior. Sin ir más lejos, el mar embravecido, las olas gigantescas de estos días son para mi vecino una maldición bíblica. "El pan se ablanda,  parece chicle", se lamenta, y las sábanas por la noche siempre guardan un resquicio de humedad nefasta para sus huesos castellanos.
-Y tú- preguntó Rorro estupefacto-¿fuiste capaz de escuchar todo eso sin replicar?
Baco alzó su mirada antes de responder. Necesitaba calmarse un poco. Bebió e inmediatamente hizo un gesto reclamando otra copa.
-Te he dicho que la sangre calentaba a fuego lento por mis venas. Comprendí lo del viento, a veces resulta un poco desagradable; lo de la humedad es irrefutable, la ropa tarda en secarse y las paredes se impregnan de moho. La despectiva alusión a nuestra bebida reina, sobraba.
-Vamos amigo Baco- apuntó Rorro-, siempre te gustó más el vino que la sidra y el de Toro no está nada mal...
-Mucho mejor que esta ponzoña que sirves en tu antro- atajó el jubilado con cierta mala leche.
-Termina tu historia que tengo más que hacer.
-Calla y escucha- zanjó Baco-. Cuando su voz pitaba en mis oídos, alcé ambas manos y grité: "¡basta!"
-No te creo.
-Don Pancracio, le dije, no me resulta grato aclararle ciertos detalles, precisamente a usted, que lleva en Gijón más años que la estatua de Pelayo. Salga al Muro, recorra de punta a punta la ruta del colesterol y abra bien los sentidos; respire hondo el vaivén de las olas, el rugido contínuo sobre las rocas. El Cantábrico ofrece una paleta de colores infinita, cierre los ojos para verlos con nitidez. Cada atardecer es distinto, lleno de matices por descubrir. De todo nos cansamos; de todo menos del mar. Diez minutos al pie del rompeolas tienen más valor que cientos de años de piedras románicas. Gijón es un lugar afortunado- Baco hablaba con sosiego, con el peso de la verdad, esa verdad indiscutible que yace muy dentro y que resulta incontestable porque describe con fidelidad sensaciones subjetivas-. El privilegio de levantarse cada mañana y contemplar ese espectáculo, el sonido envolvente de presencia poderosa te arrastra a lugares casi olvidados por el ser humano. La naturaleza cobra vida en el mar, resulta extraño su lenguaje, su deseo ancestral de hacerse entender. Yo tomo asiento a menudo frente a él y me sumerjo en su discurso, me hipnotiza su piel cambiante y su violencia. ¡Hace que nos sintamos tan pequeños e inmensos al mismo tiempo...! El viento es un mal necesario, el alimento de esa furia que es un regalo para usted y para todos.
-En serio, ¿le soltaste esa perorata a tu vecino?
-Parecía no entender nada, sobre todo cuando le susurré en tono misterioso para rematar: ...y ¿sabe usted, Pancracio, lo mejor? Que después de la tempestad siempre llega la calma. 

lunes, 17 de febrero de 2014

Balones de piedra y Campos de barro

      Siempre me han gustado las historias de perdedores, el anonimato y el silencio del que se queda en el camino sin encontrar jamás la meta por la que ha luchado. Sin embargo en esta ocasión he decidido inventarme una vida que nunca llegué a vivir. Lejos de ese pirata cojo con pata de palo que Sabina hubiera encarnado, yo me quedo con el veinteañero hambriento de fútbol que una tarde de domingo debuta en el Molinón con la elástica rojiblanca. Hablo desde el otro lado, ese que tanto me gusta, el de los mediocres que se ahogaron entre el barro de campos inmundos y sudor alevín. Por eso tengo la fuerza moral para recrear una vida dichosa con imágenes grabadas a fuego en la memoria de mi imaginación: los aplausos de la grada, los triunfos en el último minuto, los cánticos desde el fondo sur y un estadio repleto entonando mi nombre. Nada de esto ha ocurrido en realidad, solamente en ese otro lugar en el que cobran vida los sueños. Porque, de algún modo, al soñar con lo que tanto he deseado, rindo homenaje a todos aquellos chavales que se perdieron como yo en mitad de la nada...
      Crecía semana a semana en los campos de la Federación entre arena y lluvia, en los cercanos acantilados de la Providencia compitiendo contra el San Lorenzo Club de Fútbol y el viento del Nordeste. Los entrenamientos comenzaban en plena noche durante el invierno. Recuerdo el frío, las sesiones de carrera continua y los ejercicios con balón. El partidillo final era algo así como un premio y un estímulo en el cual ganarse el puesto; luchábamos hasta el último segundo pisoteando charcos, empapados hasta los huesos. Después, una ducha y corriendo al autobús. Llegaba a casa tarde, agotado y cargado de ilusión.
En los días de partido te sentías como un futbolista de primera división: la charla previa del míster, la alineación, la táctica, el calentamiento y el pitido inicial. Los balones eran casi siempre auténticas piedras disfrazadas de cuero viejo, difíciles de mover en aquellos patatales delimitados con rayas de cal y porterías de hierro oxidado. Éramos valientes y osados ya que, tras el patadón del guardameta, íbamos a la disputa de cabeza sin temor a un traumatismo craneal. En los momentos complicados el público, es decir, padres y familiares directos, apretaban al trencilla con insultos e improperios. Los jóvenes cachorros aprendíamos así las reglas de juego dictadas por los mayores: "¡Árbitro, no tienes ni puta idea!", educación, ante todo educación. Y cuando el choque se acercaba al final con un tedioso cero a cero, el equipo que lograba un gol se convertía de pronto en euforia desbocada; saltábamos sobre el maltrecho cuerpecillo del goleador gritando a los cuatro vientos. Al malogrado delantero no le quedaba otro remedio que saborear el triunfo de modo axfisiante.
      Por suerte, eran otros tiempos, al menos en ciertos detalles: terrenos de juego pantanosos, vestuarios anunciando ruina o duchas con chorros de agua congelada. Ahora existe el césped artificial, los balones de marca y la preparación técnica exhaustiva del muchacho; sin embargo, se mantienen intactas las viejas costumbres del insulto al árbitro y la cruenta disputa entre familiares de equipos rivales. De cualquier manera, la fuerza de la ilusión lo barre todo: un pequeño mundo de esperanzas que permanece inmaculado a lo largo de esos años que dura el viaje. Yo formé parte de ellos, de ese noventa por ciento que se pierde en el camino. Habría dado lo que fuese por cruzar una sola vez la bocana de vestuarios hacia el verde intenso del Molinón, con la piel de gallina, el corazón impaciente y el recuerdo indeleble de los campos de barro, el frío en los huesos y los entrenamientos con poca luz en los que aprendí  muy bien la lección de lo que significa gozar sufriendo.

lunes, 10 de febrero de 2014

Amor en la Cúspide

      Habría jurado ante siete curas que mi entrañable amigo Paco era un muchacho atractivo para las mujeres. Pero sus incursiones en territorio enemigo, portando la mejor de sus sonrisas así como un amplio arsenal de chistes y ocurrencias, jamás terminaban con éxito. Por esa razón me sorprendió aquella tarde cuando lo vi en compañía de una guapa chavala en el reservado del Tik Disco-Sport. Yo regresaba de la barra con un par de cervezas en mis manos caminando entre chaquetas de estrambóticas hombreras, melenas rizadas de peluquería y la voz de Lionel Richie entonando "All night long". Me detuve ante ellos sin saber muy bien qué hacer. Tonteaban en sintonía, absortos en su burbuja, buceando en los confines de la estulticia. Di media vuelta y opté por ahogar mi soledad sin prisa, contemplando la arena como un mal torero desde la barrera. Ya daba cuenta de los últimos tragos de mi segunda cerveza cuando alguien se abre paso entre los ritmos reggae de Jimmy Cliff con un potente grito. Paco me decía adiós, se marchaba del Tik en compañía de la chica morena que acababa de conocer.
      Por aquellos años, mi amigo gozaba de una Vespino destartalada y ruidosa que un primo suyo le entregó después de haber ingresado en la cárcel del Coto a causa de asuntos menores. Es decir, alrededor de un año para recorrer las calles de Gijón a toda caña y sin casco. Sin embargo Paco no quería desperdiciar esta oportunidad que le brindaba el destino y condujo a Penélope, que así se llamaba ella, hacia uno de sus rincones favoritos. Desde la Guía hasta la Providencia tardaron tan sólo siete minutos. Noche cerrada y con Gijón a sus pies, empezaron a charlar sobre sus vidas. Penélope dijo ser  hija única de una buena familia de Somió. "Aquella es mi casa", comentó mientras señalaba en lontananza sobre un enjambre de lucecitas anaranjadas. Le relató a mi amigo las bonanzas de un atardecer de verano con una copa de caipiriña en los labios y el reflejo de las nubes sobre las tranquilas aguas de su piscina. Paco echó un vistazo a su Vespino prestada y puso a funcionar sus dotes de improvisador creativo. No era prudente desvelar en la primera cita su prosaica realidad, sus trabajos de poca monta como el celebérrimo de calamar gigante en la feria de muestras. Decidió que la calle Corrida sería un buen lugar para residir ese nuevo Paco, ¿por qué no? Acababa de instalarse en su flamante dúplex. "La mudanza, el desorden, me tienen de cabeza, de cualquier manera -añadió- siempre me han entusiasmado la cúspides, contemplar la ciudad a vista de pájaro es delicioso". Se besaron en silencio, con delicada ternura. Aquello era sin duda el comienzo de algo grande.
      Tardaron en verse lo que tarda en agotarse una semana. No existían teléfonos móviles y el trascurso del tiempo poseía un valor distinto. Volví a acudir con él a la discoteca, aunque temía que nuevamente habría de beberme su cerveza. Y así fue, salieron en dirección sur buscando el Picu del Sol, imponente y bellísima panorámica de Gijón y sus alrededores. Más besos, dedos sedientos de piel que recorren caminos pecaminosos.
      Habían transcurrido casi tres meses y no quedaba cumbre por explorar. Penélope escondía su mirada entre las sombras y Paco, sin poder explicarlo, supo que había llegado el final. Ella le preguntó por su mudanza, su dúplex de la calle Corrida, su familia y su vida real. "¡Lo sabe!", susurró dentro de sí. Luego la besó buscando sus ojos oscuros, indulgentemente, como un perro abandonado que se sabe vulnerable.
      Con el tiempo llegaron otras chicas a la vida de Paco y en todas buscó los labios de Penélope, su presencia distraida y misteriosa. Nunca más la vio. Nunca, hasta la pasada semana. Me llamó nervioso intentando compartir conmigo todos aquellos recuerdos que escondía en su interior y me confesó sus andanzas, sus persecuciones e interrogatorios a quienes la conocían: Trabaja en Contrueces como cajera -narraba desconsolado- en un pequeño supermercado de barrio. La reconocí al instante a pesar de los años. Apenas sonríe y la chispa de su mirada se ha perdido. La seguí hasta su casa, un humilde piso en una calle estrecha y oscura donde, al parecer, siempre ha vivido. Tiene dos hijos, un padre enfermo y un marido en el paro. ¡Qué bella era con máscara, en esa otra vida que ella también inventó para mí! Años más tarde he dejado al fin de buscar el reflejo de sus pupilas en otras mujeres. Soy consciente de que Penélope se alejó de mí en cuanto descubrió la vulgar realidad que me rodeaba. Y ahora, la magia que su presencia transmitía, se ha desvanecido para siempre, igual que el destello intermitente del faro de Torres entre la niebla de la noche.


lunes, 3 de febrero de 2014

Retorno al Infierno

      Había revisado mentalmente cada detalle. La cremallera de su maleta rasgó el tumulto de sus pensamientos. Contemplaba su ropa, sus enseres, pero su cabeza le repetía una y otra vez que aun quedaba algo importante por hacer. Leopoldo estaría en esos instantes en su confortable sillón sumergido en armonías profundas, difíciles de comprender para quienes no han dedicado su vida a la música. Compartía con él mucho más que un nombre. Su abuelo era una especie de reflejo suyo en el tiempo. El joven lo sabía, por eso meditaba en su habitación mientras miraba sin ver en el interior de su maleta. A la mañana siguiente, demasiado temprano, saldría su avión y Leopoldo era consciente de que su alma gemela tenía derecho a conocer la verdad. Cerró la cremallera violentamente y se preguntó por qué sentía un desamparo tan enorme. Un abismo en el que se mezclaba el desprecio y la vergüenza. Y de pronto, asaltó su silencio la voz de José Antonio Camacho: "¡Iniesta de mi vida!", el grito de guerra de Rafa Nadal: "¡Vamoooos!" y la sonrisa de Fernando Alonso en lo alto del podium, entre burbujas de cava. "¡Qué estupidez!, pensó con desprecio. Todo aquello le había hecho respirar hondo el orgullo hueco del patriotismo, había llorado con el himno más de una vez y había decidido que su país era un gran lugar donde vivir y descansar eternamente. Pero toda aquella efervescencia resultaba insultante ahora que acababa de cerrar su maleta, ahora que estaba a punto de interrumpir la música en la habitación del abuelo. Salió de su cuarto y dio los pasos necesarios. Se detuvo antes de llamar. Corrieron por su memoria imágenes de lo que había sido el camino hasta ese momento: la facultad, las falsas esperanzas, sus novias y sus rincones de Gijón. Tocó un par de veces con los nudillos sobre la madera. "Adelante". El joven atravesó el umbral. Junto a la ventana se recortaba la silueta sentada del viejo Leopoldo. Sonaba música sinfónica desde unos altavoces que colgaban de la pared.
-Buenas tardes- balbuceó el nieto mientras se acercaba.
-Siéntate a mi lado- le invitó el anciano- ahí tienes una silla.
-Venía a despedirme- susurró Leopoldo, pero su abuelo no dijo absolutamente nada-. Me obligan a hacerlo, en realidad nos obligan a todos los jóvenes. Soy enfermero. Creí firmemente que hacía lo correcto al estudiar una carrera con futuro, pero en este país se ha robado, se ha pisoteado la dignidad del ciudadano amparados en una democracia de cartón. Políticos despreciables, obsesionados con la foto, la sonrisa impostada y la mentira, que despilfarran el dinero en aeropuertos sin aviones, en túneles ferroviarios sin trenes, en megalíticas horteradas que se pudren en el tiempo sin que nadie las pueda visitar, porque se han quedado a medio construir. Aquí se admira al que vive bien sin trabajar, al que le quita al ciego un trozo de pan, la España del Lazarillo sigue vigente y estoy harto de sentirme orgulloso de lo superfluo y anecdótico de mi país, me duele saber que pertenezco a una sociedad que no me protege, que no me permitirá jamás cuidar de mis mayores. Me obliga a trabajar para unos ancianos que viven lejos de mi tierra y que hablan un idioma que en realidad no deseo aprender.
-¿A qué idioma te refieres?
      El joven Leopoldo estaba a punto de romper a llorar. Recordaba cada relato de su abuelo, había crecido con ellos. Los días en el campo de concentración de Sachsenhausen, cada detalle narrado con viveza, con crudas palabras, el frío de la muerte, la desnudez, la absoluta humillación, el miedo a quedarse dormido y a no despertar nunca de su pesadilla. Y ahora, pensó, tal vez sea yo quien tenga que velar por la salud de alguno de ellos, esos que escupieron su rostro. Sabía que su viaje era de alguna manera el viaje de su abuelo, el retorno al infierno. Nieto y abuelo tenían multitud de cosas en común: valores y creencias, sueños y miedos. Y lo peor de todo, la edad del viejo Leopoldo en mil novecientos cuarenta y tres: la misma que el joven Leopoldo tenía justo antes de partir hacia Brandeburgo.
-Contesta a mi pregunta, por favor, ¿a qué idioma te refieres?
- Alemán...- arrancó a duras penas.
      La novena sinfonía de Bethoveen transitaba por unos compases de íntimo recogimiento que se fundían con la noche inminente, a través de la ventana se colaba la oscuridad a raudales. Al menos, nadie sería testigo del silencioso llanto que ambos compartieron.

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Carlos Álvarez Castañón