lunes, 30 de junio de 2014

El Largo y Cálido Verano


      Es curioso; siempre que acuden a mí aquellos días de verano en los que el futuro era un hermoso lienzo en blanco, resplandece en mi memoria un sol espléndido, libre de nubes y orbayu persistente. Cualquiera diría que os estoy hablando de un bonito sueño, un mundo idílico en el cual se transfiguran los hechos y se entierran las miserias. De algún modo, así es; los recuerdos se construyen día a día mientras el tren avanza, sin detenerse nunca en la estación que ha quedado atrás. Y así, con el arma poderosa de los pequeños momentos, regreso al Gijón de mi niñez, aquél que permanece vivo e inalterable, igual que el sonido de las olas.
      Abro los ojos y despierto en San Lorenzo, se oye la voz de la megafonía recordándonos la hora, la temperatura del Cantábrico y la bajamar. Me incorporo y aparece ante mis ojos el arenal repleto de gente, un matrimonio octogenario sale entre risitas de una caseta rojiblanca, a mi izquierda una niña de tres años edifica un castillo mientras se reboza como una croqueta, al otro lado un grupo de adolescentes controlan cada movimiento de un par de morenas que se tuestan impasibles a escasos metros de ellos, al fondo se adivinan los gritos distorsionados de los bañistas entremezclados con el rumor del mar, alguien vende cacahuetes, cerveza fría, helados...Lo contemplo todo con la dulce desidia del calor y la playa. Junto a mí las toallas de mis amigos. Se han ido casi sin avisar, locos por zambullirse en las frías aguas gijonesas. Tardaban ya un poco más de la cuenta, los imaginé tratando de ligar en mitad de la marea, naufragando como de costumbre y procurando atrapar el reflejo de una mirada o la esperanza de una sonrisa que la noche les devolviese en forma de encuentro casual. Paco y Rorro aparecieron ante mí desorientados y presa de una excitación fervorosa, aseguraban haber cruzado tres palabras con dos jovencitas de buen ver que esa misma tarde esperaban encontrar bailoteando en el Tik. Después de una ducha fría continuaban recreándose en sus formas con la sana intención de inocularme el virus de la envidia. Pero a esas alturas sabía que mis amigos, y yo también, formábamos parte del equipo perdedor, así que me tumbé de nuevo y decidí esperar un rato hasta que el sol calentase un poco menos. La gente comenzaba a irse, la luz caía proyectando sombras alargadas. Me encantaba ese momento, El Muro con su transitar de paseantes, la bahía adquiriendo tintes violáceos, San Pedro oscureciendo sus perfiles y la noche aguardando al otro lado de los edificios. Jugábamos un rato al balón, nos bañábamos una vez más y charlábamos sin prisa de lo divino y de lo humano. Algunas veces salíamos a tomar unas cervezas por la ruta o acudíamos a algún concierto al aire libre, de vez en cuando nos sorprendía el amanecer regresando a casa por las calles del centro. Ése es el verano que se fue, el largo y cálido verano, el que ofrece Festivales Aéreos, Feria de Muestras, Macroconcieros, Semana Negra, Concurso Hípico de Saltos, Fiesta Sidrera, animación en las calles, terrazas, Concurso de Tonada, Semana Grande, Fuegos Artificiales...Gijón es el escenario perfecto para construir hermosos recuerdos, a pesar de su clima caprichoso, o mejor, gracias a él. Los gijoneses somos entusiastas de la vida, del sol y la tertulia, asomamos la cabeza por nuestra ventana con el deseo de encontrar un trocito de cielo azul; entonces, salimos con nuestra toalla directos a la playa, a los parques, locos por sentir nuestra piel bañada por los rayos del sol. Nos apasiona un culín de sidra fresca y una tortilla en cualquier merendero, una copa en los jardines de la reina o unos vinos en el barrio del Carmen. Mis recuerdos de verano no han de ser muy diferentes a los recuerdos de esos jóvenes que ahora frecuentan los lugares en los que yo crecí. En eso consiste la grandeza de nuestra ciudad, capaz de mantener su esencia y de reinventarse año tras año, eterno generador de pequeños momentos mágicos.

martes, 24 de junio de 2014

Economistas adivinos y videntes adinerados

      Se había separado de su vieja amiga con gran dolor de corazón, una entrañable Thomson de pantalla cuadrada y ángulos curvilíneos, en color y con un contundente mando a distancia modelo ladrillo. Tenía un armazón robusto con acabado de madera noble en los laterales y una fila de botones en el frontal, justo bajo el altavoz, con los que regular la frecuencia, saturar el brillo y cambiar de canal. Eso era todo, un mueble pesado que descansaba sobre una mesa y al cual se le veneraba un buen rato después de cenar, todos juntos, sentados en el sofá al calor de su hipnótica luz. Sin embargo, para mi amigo Rorro la tele era algo más que un rato de entretenimiento antes de irse a la cama. Lo primero que hacía al entrar en casa era encender la lámpara del vestíbulo y arrastrar sus pasos hasta el pequeño salón, agarrarse al mando del televisor y dejar que aquellas cuatro paredes se llenasen de voces que ahuyentaban cada noche al fantasma de la soledad. Le resultaba muy complicado convivir consigo mismo, escuchar sus propios pensamientos, sus obsesiones, sus sueños rotos. Tampoco era capaz de concentrarse en la lectura, el silencio se convertía casi siempre en cielo abierto para su imaginación, a los pocos minutos de fijar su mirada en el papel se percataba de que su mente ya no estaba allí, volaba como siempre hacia territorios dolorosos que no podía manejar. Se ponía en pie, abría la ventana y respiraba profundo el aire del mar. Pronto supo que en la caja boba se encontraba la llave de su sosiego. A partir de ahí nunca más se planteó cambiar sus rutinas, aquel trasto maravilloso era una especie de escaparate, un escenario inagotable, el mundo de las ideas hecho realidad. Pero una noche aciaga su vieja Thomson entró en coma irreversible, en mitad de la pantalla tan sólo aparecía un punto blanco y el sonido se entrecortaba, había llegado el momento del adiós. Rorro fue incapaz de echarla a un contenedor, habían compartido demasiadas noches oscuras como para terminar así, la dejó en un rincón de su cuarto y adquirió un nuevo televisor de última generación, pantalla panorámica, cuarenta pulgadas, docenas de canales para escoger...Acababa de comprar la felicidad en tres cómodos plazos, ¿acaso quedaba alguien que no disfrutase aún de la plenitud que significaba tener en su casa un smart tv? Por un momento se dejó llevar, la euforia de lo nuevo, el olor a componentes electrónicos recién estrenados. Se sintió dichoso, integrado en el engranaje de la sociedad. Con su nueva amiga escucharía los debates con más nitidez, contemplaría los rostros de los tertulianos en alta definición. Pero Rorro es uno de esos animales de viejas costumbres, que valoran las cosas por lo que son y nunca por lo que aparentan ser. Se instaló en el insomnio, tal vez seducido por su nueva amiga y con él ese zaping compulsivo que recorría canales sin ton ni son. Una noche detuvo su pulgar en la perorata de una bruja que decía llamarse Teófila; algunos, aquellos telespectadores asiduos a sus servicios, la llamaban simplemente Teo. Su pelo blanco y sus ojos azabache infundían cierto pavor. Manejaba las cartas del Tarot con aplomo, sin prisa, quizá porque el minuto era facturado al módico precio de euro con ochenta céntimos más I.V.A. Teófila acertaba el futuro a través de frases ambiguas, genéricas sentencias que son aplicables a un Géminis, a un Capriconio o a un concejal de urbanismo. Rorro estaba degradando, se dormía en el sofá envuelto en una vieja manta y acuciado por los sabios consejos de Chuck Norris para labrar unos bonitos abdominales. Con los ojos irritados por la mala noche, mi amigo reincidía al despertar y pulsaba el botón rojo del mando a distancia. Los programas matinales exhibían la sapiencia de economistas que, al contrario que la bruja Teo, no supieron preveer el futuro. Tiene gracia, pensó Rorro con acidez, no fueron capaces de contarnos el tsunami de la crisis y ahora se forran explicándonos como salir de ella. En aquellos programas de Telecinco o Antena 3 había un poco de todo: análisis político, crónica social, servicio público y buena carnaza de asesinatos y juicios paralelos. Resultaba mareante ese compulsivo intento de plasmar sobre una pantalla tanta información innecesaria. En cierta ocasión mi amigo llegó a ver sobreimpresionado lo que ahora os describiré: parte superior, a la izquierda, el nombre del programa, pegado a él, la etiqueta para interactuar en Twitter, en la esquina superior derecha un anuncio fijo del espacio que se emitiría a las diez de la noche, en la parte inferior, un cartel parpadeante que decía: "exclusiva", abajo, un reloj digital marcando la hora exacta, para que nadie olvide que emiten en riguroso directo, a su derecha, un titular sobre el tema que se trataría a continuación, recorriendo la pantalla de uno al otro extremo, una leyenda que hablaba sobre la primicia que contarían más tarde, y en la esquina inferior opuesta el logotipo con el distintivo de alta definición. Todo ello sobre un tríptico de imágenes en las que aparecía, en primer lugar, contertulios debatiendo, en el centro, imágenes de archivo que se repetían hasta la saciedad y a la derecha un plano estático de la reportera, micrófono en mano, pendiente que le den paso al fin desde los estudios centrales para desarrollar la exclusiva que aparece anunciada en la parte inferior. ¡Completamente maratoniano!. Rorro no es un chico multifuncional, de esos que leen la prensa, escuchan música, chatean y se sacan cera de los oídos, todo al mismo tiempo. Él es de los que les cuesta caminar masticando chicle, de aquellos viejos cascarrabias que no soportan el menor ruido cuando escuchan el parte a las tres en punto. Recordaba el mítico programa de José Luis Balbín, "La Clave": cuatro personas hablando, escuchándose y fumando como descosidos, aquélla era la tele que Rorro añoraba, en la que no había ni trampa ni cartón, con imágenes poco definidas y con ideas muy claras, expuestas por gente cualificada. Argumentos sólidos como el armazón de su vieja Thomson; sin economistas adivinos ni videntes adinerados. Pero Rorro ya casi ha olvidado esa otra tele, acepta con deportividad la lluvia de canales absurdos, el caos, la mediocridad del famoseo y el reality sonrojante. Después de todo, son ellos los que consiguen que su cabeza no funcione demasiado al regresar solo a casa, noche tras noche.        

lunes, 16 de junio de 2014

No Soporto el Facebook

      Paco adoraba sus paseos por la playa. Cuando la bajamar alejaba el sonido de las olas se acercaba hasta la escalera catorce y descendía por la rampa con la reconfortante intención de pisar la arena. Acercaba sus pasos a la orilla y caminaba sin prisa buscando la silueta elegante de San Pedro al otro extremo de la bahía. Pero mi amigo, observador como pocos, es de ésos que se recrean en el detalle: una pareja que conversa entre sonrisas, un grupo de muchachos sentados en corro emulando a los sioux mientras comparten humo y meditación, tres deportistas que corren en dirección contraria a la suya...Personas que se relacionan, que se reconfortan ahuyentando la soledad al calor de otra mirada reflejada en la suya. Paco estaba solo, se sentía fuera de contexto, echaba de menos los tiempos felices, los días eternos de borrachera y de anchos horizontes, aquellos en los que más de un amanecer nos había sorprendido la luz del sol, al otro lado de la Providencia, a Paco, a Rorro y a mí.
      Trató de integrarse en algún grupo, trabar amistad con personas de su edad, sin éxito. La gente había evolucionado, se transformaba vertiginosamente en algo que él detestaba. Ese nuevo mundo global en el cual todos navegaban le infundía pavor, no se sentía capaz de subirse al tren de la modernidad, renunciar a su década gloriosa de los ochenta, corpórea y real. Sin embargo, mi amigo decidió dar el salto, probar el sabor de la amistad virtual, de los parabienes de la comunicación cibernética, de los besos y los abrazos representados por emoticonos. En sus intentos baldíos de renovar sus relaciones sociales, conoció a Hipólito, un cincuentón efervescente que vivía colgado de la pantalla táctil de su smartphone. Paco se dio cuenta de que aquella amistad no llegaría a ninguna parte cuando ellos dos se fueron de vinos por el barrio del Carmen; mi amigo hablaba y hablaba mientras Hipólito asentía ensimismado sin levantar apenas la mirada de su teléfono móvil. Después de aquella noche ocurrieron dos cosas: Paco no volvió a ver nunca más a su nuevo amigo y Paco se dio de alta en ese maravilloso territorio llamado Facebook. Lo intentaría con todas sus fuerzas, era el momento de cambiar la piel, un nuevo hombre, una nueva identidad, comenzar de cero, ¿qué más se puede pedir?
      Facebook era el mundo feliz, solicitó amistad con todo bicho viviente, deseaba ser uno de ellos, formar parte de esa masa indefinida que cada mañana daba gracias a la vida por haberles dado tanto. Se infiltró en grupos de viajeros, participó en chats de aficionados a la fotografía.  Hacían ostentación de su pasado colgando viejas imágenes de la niñez, docenas, cientos de "me gusta", él trató de hacer lo mismo, subió alguna instantánea que tiempo atrás había capturado con su Nikon de segunda mano, imágenes del cielo, nubes densas como el algodón, pero a nadie le gustaban esas chorradas y de pronto, el ímpetu del comienzo se apagó como la llama de una vela de cumpleaños y Paco dejó de solicitar amistad, dejó de subir sus sueños a la red y se dedicó a lo que siempre le había gustado: observar. Leía y leía, contemplaba rostros que sonreían abiertamente, trataba de descifrar lo que escondía cada ser, cada persona anónima y feliz. Una noche, agotado frente a la pantalla del ordenador se sintió vencido por esa corriente dichosa que se proyectaba con luz eléctrica sobre su rostro. No era más que el otro lado del espejo, esa realidad cruel que esconde sus miserias, igual que el resto de los anónimos que forman parte de ese mundo perfecto. Entonces fue cuando se percató de que Facebook ya no le gustaba, de que Facebook perjudicaba seriamente su salud. Necesitaba salir a la calle, no importaba la hora que fuese.
      Habían transcurrido varias horas cuando se percató del lugar que ocupaba en el mundo. Con el amanecer a sus espaldas, recordó por unos instantes los viejos tiempos, sin embargo, ahora, estaba solo frente al mar. Pero sabía que nadie había puesto aquella imagen ante sus ojos. Lo que tenía ante sí no era la pantalla de un ordenador, olía a sal, se escuchaba el rumor de las olas. Y cuando todo apuntaba hacia la desolación y la pena, Paco esbozó una sonrisa leve, real como la vida misma.
        

lunes, 9 de junio de 2014

Simplemente Quini

      Yo soy uno de esos privilegiados que vio jugar a Quini en El Molinón: Gradas repletas de un público espectante, confiado en el triunfo y el verde césped del fútbol en plenitud absoluta. Recuerdo el olor del tabaco, el calor humano de la gente que contemplaba atenta la evolución del partido, todos en pie como si se tratase de un tributo a los artistas que disputaban el balón enfundados en rojiblanco. Y los goles del más grande, ése al que todos admiraban y querían, de quien siempre se esperaba el milagro de un remate imposible a la salida de un córner o culminando una galopada por la banda de Enzo Ferrero. Apenas puedo vislumbrar su silueta en el campo, su número nueve. Sin embargo permanece grabado en mí memoria la alegría de la gente al abandonar el estadio, la sensación de orgullo colectivo por un gran equipo que siempre lideraba un delantero centro que terminaría siendo auténtica leyenda de nuestro Sporting de Gijón. Y así, después de largos años de triunfos en los que se forjó un lugar entre los más grandes llegó su traspaso al Fútbol Club Barcelona, un capítulo en su carrera que jamás olvidaré y que a la postre hizo de "El Brujo" un hombre capaz de traspasar lo meramente futbolístico. Imaginarlo vistiendo otros colores que no fuesen los sportinguistas era algo que un niño de mi edad se negaba a comprender. Durante varios días me invadió una pena honda. Mi voraz imaginación comenzó a funcionar; veía a Quini rematando de cabeza lejos de Gijón, admirado por otro público, vitoreado por el Camp Nou como sólo El Molinón había sido capaz de hacer hasta entonces y tuve miedo de que ese futbolista entregase su amor a otro escudo, que poco a poco sus tardes de gloria a la vera del Piles se fuesen diluyendo en el olvido. Lo imaginé jugando contra el Sporting, marcándole goles, arrebatándole la victoria. Quería llorar de rabia, y lloré en aquella final de Copa cuando mis peores sueños se hicieron realidad. Odiaba a Quini por su traición, por habernos arrebatado un título que tantas veces había deseado. Pero aquel sentimiento, aquellas lágrimas formaban parte de una larga historia. Quini regresó al Sporting con una dilatada carrera en sus botas; siete pichichis y un carrusel de emociones, protagonista de un secuestro que tuvo a toda España con el corazón encogido durante casi un mes de cautiverio. Después llegaron homenajes, libros y películas. Resultaba fascinante su trayectoria, sus luces y sus sombras. Quini es uno de esos mitos silenciosos, impregnados en modestia sincera, sin imposturas y sin máscaras, que fue capaz de tocar el cielo sin dejar de pisar tierra firme, con la fuerza suficiente como para encajar la pérdida cruel de su hermano Jesús, compañero y amigo del alma, que venció al cáncer al grito de, "ahora, Quini, ahora", que ha vuelto para quedarse con todos nosotros inyectando optimismo a los guajes de Mareo, regalándoles sabios consejos y simpatía a raudales. "El Brujo" infunde respeto, jugar un partido de fútbol con él cerca es jugar con ventaja sobre el rival, porque en el mítico nueve se esconde el secreto del éxito, el espejo del sentimiento rojiblanco. Enrique Castro es un gijonés (sí, digo bien gijonés, ya que los del "culo moyau" nacemos donde nos da la gana) ilustre, patrimonio de la humanidad, más de Gijón que La Escalerona o la Estatua de Pelayo. Quini es Sporting, Quini es Gijón.
      Ahora entiendo al niño que un día odió a su gran ídolo. No era más que el reverso de una misma moneda: admiración, entusiasmo, idolatría, devoción. Simplemente amor.   

lunes, 2 de junio de 2014

El Edén

      Se reía Lucas al escuchar la mítica canción del grupo Ketama, aquélla que decía: "Vente pa' Madrid". Los hermanos Carmona describían con ritmo flamenco la honda tristeza de un primo suyo que un día tuvo que abandonar su Getafe natal. Lucas, un trotamundos que ahora forma parte del selecto grupo de mis mejores colegas en el exilio, conocía bien ese pueblo al sur de la capital. Grafitis e interminables bloques de ladrillo con pequeñas ventanas en las que miles de personas trataban de sobrellevar el día a día. Y digo que Lucas estaba al tanto de aquellos paisajes porque él nació allí, creció entre el cemento, lejos del agua y el verde resplandeciente de la vida. La semana pasada mi amigo me telefoneó, deseaba hablar conmigo urgentemente, así que esa misma tarde quedamos en una cervecería, cerca de su oficina.
-¡Qué callado lo tenías, mamón!- me espetó en cuanto nos vimos.
-Yo también me alegro de verte- puntualicé con sorna. Lucas había pasado diez días en Gijón organizando un grupo de trabajo recién instalado en Asturias. Me explicó dónde estuvo alojado, ciertos pormenores de su labor a lo largo de esos días en Gijón y pronto fue al meollo del asunto. Era gratificante descubrir que otros ojos podían ser capaces de ver lo mismo que yo veía. No me habló de la playa de San Lorenzo, ni de Cimadevilla, tampoco mencionó el barrio del Carmen o el sabor de la sidra, Lucas quedó impresionado por lo que él mismo bautizó como "El Edén": El Parque de Isabel la Católica, el Molinón, el Palacio de Deportes, el Museo Etnográfico del Pueblo de Asturias, el Recinto Ferial, el Grupo de Cultura Covadonga, las Mestas, la Laboral, el Jardín Botánico...Me reprochaba no haberle comentado nada acerca de ese tesoro que se concentra en poco más de tres kilómetros, accesible y humano, ubicado en un entorno idílico. Le recordé que cada semana tengo la saludable costumbre de derramar palabras de amor hacia mi ciudad, sin esperar nada a cambio, pasión y fuego que late su ausencia.
-Déjate de poesía barata- me interrumpió- ¿acaso se te había ocurrido escribir sobre lo que te estoy contando?
-Por supuesto, lo tengo todo bien amarrado.
-¡Cínico!
      Que Lucas no leía las entradas de mi blog era algo evidente. La pasada semana ya adelanté lo que se encuentra "Al Oeste del Edén" con la intención de aclarar que Gijón ha sido una ciudad capaz de hacer realidad sus propios paraísos a base de esfuerzo, crecimos buscando siempre la orilla del mar y tuvimos el mérito de crear un maravilloso lugar donde vivir. Sin embargo, el primo de Ketama derramaba lágrimas y lágrimas al dejar su Getafe del alma, subjetividad pura y dura. Porque, después de todo, los rincones de nuestra cotidianidad son los que marcan el devenir de nuestros sentimientos: la calle que nos ve pasar cada mañana, el café en el que fuiste capaz de robarle un beso a esa chica morena, el color de la rutina, bendita y predecible. Todo esto es el milagro que se esconde en cada ciudad, pero ¿por qué tengo la sensación de que Lucas estaría encantado de cambiar, sin pensárselo dos veces, sus recuerdos en Getafe por una hipotética niñez en esa villa marinera...?        

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Carlos Álvarez Castañón