lunes, 31 de marzo de 2014

¡Ahora, Villa, Ahora!

      Aquella década, poco prodigiosa, en la que el Sporting navegó por las oscuras aguas de la segunda división, padecimos la miseria del desahuciado: un estadio ruinoso, el coqueteo con el abismo de la bancarrota y una dolorosa celebración del centenario con la duda permanente de un futuro incierto. Pero incluso en los peores momentos, surgen razones para el optimismo, símbolos que constituyen un orgullo para quienes sentimos palpitar nuestro corazón rojiblanco. Y así, en plena travesía del desierto, apareció por Mareo un guaje de dieciocho años que llegaba desde Tuilla con hambre y sed de victoria. David Villa pisó el césped del templo gijonés y pronto se adivinó que aquél no era un delantero más. Sus goles, su presencia en el área recordaban a un mito del sportinguismo, el gran Quini. Todos hubiésemos deseado recuperar el viejo grito de guerra que espoleaba al brujo cuando Enzo Ferrero botaba un saque de esquina, "¡ahora, ahora, ahora, Quini ahora!", pero alrededor de cada mito se establecen una serie de rituales, cánticos que invocan al genio en los momentos de euforia o necesidad. El guaje también tuvo los suyos. David se fue del Sporting prematuramente y con su traspaso el club logró de algún modo su salvación institucional. Acababa de nacer una nueva leyenda para los sportinguistas. Desde entonces decidí seguir sus pasos y celebrar también sus triunfos. Comenzaba así el despegue de un futbolista con mayúsculas que crecía partido a partido y que sería capaz de destrozar registros históricos. Pero sus éxitos no eran casuales, se cimentaban en el esfuerzo y la humildad, deseaba aprender y lo hacía partido a partido, escalón a escalón. Recuerdo goles de todos los colores, con ambas piernas, en el área pequeña, de jugada personal...sin embargo hay uno que me dejó perplejo: Estadio de Riazor, enfundando la elástica del Valencia fue capaz de inventarse un disparo desde la línea divisoria de ambos campos que enmudeció al público. Desde ese instante aseguré: "el guaje es capaz de lograr todo cuanto se proponga:" Campeón de Copa, de Liga, de Champions League, de Europa y del Mundo con su selección; sin olvidar que es el máximo goleador con "la roja". Habrá quien diga que apostaba a caballo ganador, y es cierto; lo que vi en él era tan sólo la certeza que muchos otros sportinguitas habían constatado años atrás. Porque el guaje Villa atesora algo indestructible: su esencia mineral que le amarra con fuerza a su tierra, esa cuenca del Nalón donde sudaba cada entrenamiento respirando el húmedo sabor del carbón. Su imagen en Johannesburgo tras la consecución del título en Sudáfrica con la bufanda del Tuilla al cuello ponía la piel de gallina a cuantos conocían sus orígenes.
      En Gijón seguimos soñando con el ascenso y por las calles circula el rumor de un posible retorno del guaje al templo gijonés vistiendo nuevamente la camiseta que siempre ha llevado tatuada en su piel. Sería el círculo perfecto, una carrera con final feliz siguiendo los pasos una vez más del gran Quini. No olvidaré la sensación de plenitud al ver al brujo rematar con el número nueve a la espalda. Tal vez el destino nos reserve a los sportinguistas el placer de ver al guaje Villa pisar el césped del Molinón volando de un plumazo las lágrimas de aquellos diez años de penitencia.
      Y ahora dejad que cierre los ojos para soñar con un graderío repleto, con bufandas rojiblancas al cielo gijonés, para escuchar así con detalle ese cántico que engloba una trayectoria gloriosa por los campos de fútbol del mundo entero y que mi gente le grita desde el corazón:
¡¡¡Villa, Villa, Villa maravilla!!!

lunes, 24 de marzo de 2014

El Espejo de los Sueños


      Era un día gris, de persistente orbayu y noche prematura. Paco se detuvo en el pasillo oyendo el griterío soez del televisor que acunaba la desidia de su madre. Alzó la mirada y contempló la puerta cerrada a cal y canto, al fondo. Arrastró sus pasos y colocó su mano derecha sobre el pomo. Había llegado el momento de limpiar el alma, recuerdos y utensilios que yacían en los cajones, sobre el techo del armario, debajo de la cama. Pensó que sólo sería capaz de llevarlo a cabo en el poderoso territorio de la imaginación. Pero ahora estaba dentro, visualizaba cada detalle de su viejo proyecto: un rincón para trabajar las imágenes que atrapaba cada día con su Nikon de segunda mano. Arrastró cajas repletas de folios garabateados y amarillentos, revolvió en lo profundo del olvido y regresó al presente después de tres horas y media de trabajo amontonando trastos variopintos. Estaba agotado pero se sentía más vivo que nunca. Necesitaba esa catarsis, un vuelco a su apática existencia. Cerró la puerta y bajó a la calle.
      Rorro hojeaba un periódico cuando su amigo entró en el "Vértigo", se saludaron y después de un par de tragos de cerveza, Paco le habló de su pequeño proyecto. Necesitaba un vehículo para llevar hasta el almacén de reciclaje todos aquellos trastos que acababa de amontonar. Rorro le dijo que contase con su coche para lo que quisiera. Se despidieron hasta el día siguiente.
      Había dejado de llover aunque las aceras permanecían con esa pátina de brillo salado por la pleamar. Paco conducía creyéndose dueño de sus propios actos. Detuvo el coche y comenzó a descargar en sus correspondientes contenedores todo aquello que había sacado la noche anterior del cuarto de su casa: medicamentos caducados, cartones, bombillas fundidas...Era absurdo lo que había almacenado en el olvido, se reía de sí mismo al escuchar el escandaloso ruido de las pilas derramándose sobre el plástico vacío. Sin embargo su sonrisa se tornó en rictus al encontrarse de frente con el destartalado sillón de color indefinido sobre el que había volado tan alto como su imaginación le permitió; allí sentado descubrió la isla del tesoro, surcó los mares en busca de Moby Dick y exploró los recovecos de la perversidad junto al gran Poe. Una corriente eléctrica había recorrido su piel. Apartó sus manos del viejo sillón y separó su cuerpo del coche. Aturdido, caminó por el recinto intentando recuperar la calma. A su lado permanecían apilados televisores del lejano siglo XX que parecían clamar justicia ante su abandono. Recordó su pobre vídeo VHS, aquél que esperaba en el fondo del maletero y que le enseñó la magia de Hitchcock y la excelencia de Wilder. Se mareaba al pensar en el alma de quienes habían gozado con todos aquellos aparatos cuasihumanos que esperaban inertes por el desguace; microondas, licuadoras, neveras, radios, tostadoras; desahuciados, todos desahuciados. Paco regresó al coche, la puerta del maletero permanecía abierta. Se acercó despacio envuelto en sudor frío y entonces fue cuando lo vio: allí estaba, el espejo de los sueños, ése que proyectaba su rostro desencajado y que Paco había conseguido recuperar años atrás de las sucias garras del camión de la basura. Sara, su propietaria, una arrebatadora veinteañera que vivía en el portal de enfrente y a la que él amó como sólo se ama en el cine, lo había abandonado en la calle. Sara jamás supo lo que mi amigo Paco sintió por ella y tampoco que los espejos guardan eternamente la imagen de quiénes un día se miraron en él.   

lunes, 17 de marzo de 2014

Gijón: Poesía Asimétrica

     
      Me apasiona cultivar los recuerdos, ese territorio idílico en el que se magnifica lo bueno y se entierra bien profundo todo lo malo. Pero en un proceso como éste es necesario sustentarse en realidades tangibles más allá de la palabra y la imaginación. En mi caso, me ha dado por las fotografías en blanco y negro, reflejo de un pasado que nunca viví, radiografías de una sociedad muy distinta a la nuestra y que sin embargo, compartieron el espacio físico que ahora ocupamos. Calles y plazas que se han ido transformando a lo largo de los años, rostros de siglos pasados que miran desde la eternidad sin saber que alguien como yo escudriñaría en su interior tratando de descifrar sus vidas anónimas. Hablo de Gijón, de sus gentes, que respiraban el aire del mar, que paseaban por la calle Corrida sin sospechar que, de alguna manera, serían eternos, de esa ciudad que ha quedado atrás, arrastrada por la marea.
      A veces, cuando la noche me cobija con su silencio, me acomodo en el sofá, al calor de una lámpara de mesilla y recorro sin prisa las calles del viejo Gijón, me recreo en los detalles más insignificantes y me lamento por la pérdida de todo lo que tuvimos y que definitivamente se fue: vetustos palacetes, míticas salas de cine y teatro, recoletos jardines...Sonrío con nostalgia de lo que pudo haber sido y nunca fue pero al instante comprendo que la esencia de mi ciudad sigue viva pese a la guerra fraticida y al desarrollismo de los años sesenta. Gijón era un niño que crecía muy rápido, desgarbado y lleno de granos. Se construyeron edificios sobredimensionados en calles estrechas, junto a verdaderas obras de arte, compuestas con armónicas proporciones de tres plantas y deliciosas buhardillas; el resultado: enormes medianeras de cemento que destrozan el buen gusto de cualquier urbanista en sus cabales. Cada derribo de un hermoso inmueble  era reemplazado por un gran mamotreto de quince plantas, heridas que permanecen en la ciudad y que cicatrizan con la fuerza de la costumbre. Sin embargo Gijón posee un alma irreductible que se alimenta de esa bruma del Cantábrico, que se cuela por sus calles, que impregna cada perfil, cada habitante que la respira.
      Después de un buen rato entre viejas fotos, poco a poco comienzo a respirar también ese mismo aire, a contemplar sereno el balance de los años, lo que nos ha dado y lo que nos arrebató y en mi rostro se dibuja una leve sonrisa mezcla de satisfacción y añoranza, no por los viejos tiempos de las postales sino por la certeza de que pronto volveré a estar allí, orgulloso de quienes me precedieron, esas miradas cargadas de esperanza que se perpetuaron en mi colección de libros de fotos. Gijón ha ganado, a pesar de todo, las cicatrices no esconden la piel, ésta es una ciudad infinita, con una carga poética palpable, poesía asimétrica que se hace patente en cada esquina, que se regenera y crece, que no pierde sus señas de identidad, su atalaya y sus cimientos romanos, abierta al mundo y en continua metamorfosis, dinámica y mineral, bañada en sudor proletario y digno de fábricas de acero o de vidrio, origen marinero y humilde que se enorgullece al revisar su pasado y al encontrar la misma esencia cristalizada en las pupilas de esos otros gijoneses que nos miran en blanco y negro desde el otro lado de la eternidad.

lunes, 10 de marzo de 2014

La Semilla del Diablo

      Pocas cosas, dentro de este mundo virtual de la literatura, pueden llegar a ser más tortuosas que el cauce seco de la creatividad. Por desgracia me encuentro instalado en él desde la noche en que decidí arrancar las primeras frases de mi nueva novela. Y en ese estado delirante es cuando comienzan a desfilar por mi mente fantasmas de personas que compartieron conmigo un breve instante de sus vidas, recuerdos que hacen de nosotros un mosaico de pequeños y de grandes momentos.
      Respiraba aire fresco desde mi ventana tratando de empaparme de inspiración y apareció él; Ramiro, el causante de esta historia, el fantasma vivo más temido por mí en noches como ésta, mi viejo profesor de piano, de media melena sucia y canosa, mirada huidiza y temperamento arrollador. Ramiro impartía clases de piano, formas musicales y composición; poseía talento a raudales y una sensibilidad artística absoluta. Cerraba los ojos mientras tocaba, transmitía sosiego y plenitud; lo más parecido a un genio que pudiera imaginar. Tenía por costumbre obligarnos a realizar un ejercicio al piano divertido y fascinante: se trataba de transformar el modo de una obra en menor cuando ésta era mayor y viceversa. Los resultados eran sorprendentes; el fragmento musical dejaba de ser lo que había sido para transformarse en algo nuevo, capaz de evocar sensaciones completamente distintas. Pero Ramiro tenía cierta particularidad en su carácter: odiaba a las mujeres. Su misoginia se manifestaba en cada frase, en cada gesto; destilaba un odio profundo e indescifrable hacia lo femenino. En ocasiones, yo regresaba a mi casa abatido, con el sabor amargo de una sorda tristeza que me obligaba a buscar respuestas. Respuestas que un muchacho de apenas catorce años no alcanzaba a comprender. Ramiro, un modelo a seguir, el paradigma para un músico en ciernes como yo. Sin embargo comenzaba a atisbar en él la semilla del diablo, ésa que permanece dormida en las palabras, que subyace en el insulto, en el desprecio bíblico hacia las mujeres y que un día, de pronto, germina y crece hasta convertirse en hombre, sin entender de condición social: carpinteros, doctores, carboneros o artistas. Es esa gota que cae sobre la piedra año tras año, siglo tras siglo, horadando la materia. Palabras que la fuerza de la costumbre consigue que adquieran enorme  peso, capaces de destrozar la dignidad y relatar con elocuencia, de modo vergonzoso, la enorme diferencia entre ambos sexos. ¿Quién es capaz ahora de alterar los códigos que activan la respuesta ante un conjunto de fonemas; palabras? Mirar hacia otro lado, dejar que la gota de agua siga cayendo sobre la misma piedra y que ese caldo de cultivo dé sus frutos, es cuestión de tiempo. Arranquemos la semilla de raíz, educación, respeto absoluto como único mandamiento, sin sonrisas cómplices, militando día a día, sin descanso.
      Ya me había trasladado a vivir lejos de Gijón cuando me llegó la noticia de su terrible asesinato. Un número más en la vergonzosa lista si no fuera porque el crimen había sido cometido por el gran Ramiro, el sensible y genial Ramiro. De ponto cayeron sobre mí todas aquellas palabras pronunciadas con sorna y desprecio, los chistes crueles y el sabor amargo de mi incomprensión. Todo encajaba de modo escalofriante. Lloré por la víctima sin haber imaginado nunca que mi profesor de piano tuviera una esposa, sin haber imaginado que el arte y la vileza humana pudieran llegar a tener tanto en común. Y recordando al miserable y talentoso Ramiro he decidido llevar a cabo uno de sus ejercicios pianísticos de cambio de modo, aunque en esta ocasión lo haré con esas primeras líneas de mi novela que no consigo encauzar. En vez de cambiar el modo mayor por el modo menor, cambiaré el género masculino por el género femenino. Los resultados son decididamente esclarecedores y sonrojantes. Muy sonrojantes:


      "Alejandro se pertrechó en su esquina armado de paciencia. Sabía que sus colegas le admiraban; era un profesional, un viejo zorro que trabajaba en la calle desde hacía muchos años. La noche se dibujaba entre la lluvia. Encendió un cigarrillo y respiró hondo el humo. Imaginó la cara de su clienta y sonrió con sarcasmo: lo que le aguardaba a partir de entonces sería simplemente cojonudo."


       "Alejandra se pertrechó en su esquina armada de paciencia. Sabía que sus colegas la admiraban; era una profesional, una vieja zorra que trabajaba en la calle desde hacía muchos años. La noche se dibujaba entre la lluvia. Encendió un cigarrillo y respiró hondo el humo. Imaginó la cara de su cliente y sonrió con sarcasmo: lo que le aguardaba a partir de entonces sería simplemente un coñazo."          

lunes, 3 de marzo de 2014

Martes de Carnaval

      Tres cosas me rondan por la cabeza al contemplar los primeros disfraces salpicando las calles de mi ciudad. La primera son los fastuosos bailes de la alta sociedad veneciana: pobladas pelucas, vestidos aparatosos con escotes de infarto y hermosas máscaras ocultando la identidad. Luego me sobreviene la imagen, mucho más prosaica, de la ruta de los vinos repleta de colorido y vasos rotos por las esquinas. Y por último, la misteriosa silueta de Juana, la vecina del ático. Paco, con sus dotes detectivescas, mantenía una curiosa tesis acerca de su vida vaporosa. En su aspecto se ocultaba algo, ocurría como con esos guapos actores, locos por demostrar un talento que no poseen e interpretan papeles de ancianos poco creibles. Paco se obsesionó con ella durante una buena temporada; aguardaba su presencia agazapado en el portal, tratando de mirarla de frente y desvelar de una vez por todas ese halo de misterio que la envolvía. Y una tarde al fin pudo lograrlo. Al parecer, Juana, que a esas alturas ya era conocida por la pandilla con el original san benito de "la loca", se disfrazaba cada día del año para ocultar algo que jamás lograríamos descubrir. Llevaba peluca violácea, ropas oscuras y arrugas en el rostro: Juana se disfrazaba de abuela, ¿por qué lo hacía? Sin embargo nuestra vecina, descubrió Paco, tenía la sana costumbre de abandonar a la viejecita que encarnaba todo el año para convertirse en ella misma durante una sola noche, martes de carnaval. Era rubia, de cuerpo esbelto y belleza que rebosaba por cada poro de su tersa piel.
      Y así, pensando en Juana, hoy os propongo el desarrollo de una idea absurda partiendo de una semilla tangible. Sugiero abandonar por un instante el carnaval convencional, el préstamo volátil de una vida soñada que todos apuramos en la noche del antroxu. Seamos cabales, imaginemos lo imposible. Juana como inspiración, la loca más cuerda que jamás haya conocido. El mundo al revés, disfrazados todo el año y sin máscara durante una sola noche. ¿Acaso creemos ser tal y como el espejo nos dibuja? La respuesta la tienen los demás, todos aquellos que nos observan y juzgan. Pero no deseo profundizar en nuestras miserias, la sonrisa impostada, la conversación amable o la privacidad de nuestros trapos sucios, somos humanos y hay disfraces imprescindibles para la convivencia. No, mi fantasía recae en los grandes impostores, esos que ocultan su patrimonio en islas exóticas, que navegan en mares neutrales y previsibles, que tienen claro lo que han de responder ante una cámara y que han logrado hacer de Luis Roldán, el exdirector de la Guardia Civil en tiempos de Felipe González, un pobre aficionado en esto de reventar la caja para llevarse el dinero de los ciudadanos. Hablo de aquellos que se la juegan al todo o nada sabiendo que siempre caerá la bola en su número de la suerte, corruptos bien pertrechados que alzan la voz en el sagrado hemiciclo de la democracia para criticar a colegas de su misma condición que han sido desenmascarados en pasadas legislaturas, fieles a unas siglas y un orden interno cuasidictatorial. Y entonces, pensando en su cinismo patológico, imagino un concurso de charangas en el cuál compiten esos facinerosos que aún gozan del anonimato:  rima consonante y chiste a flor de piel mientras narran su metodología, su forma de trepar hasta la cima de la cloaca: "...con la mano en el corazón, soltó su comisión..." Luego los veo en el desfile, vitoreados por el gentío, paseándose en esa limusina que no exhiben el resto del año por atenerse a las reglas de lo políticamente correcto, brindando con champán del caro, carcajeando mientras sujetan con firmeza la cintura desnuda de alguna concubina....¡locura, desenfreno!
      Todos llevamos disfraces de los que jamás nos desprenderemos. Al menos Juana, "la loca", era capaz de ser ella misma, sin disfraz y sin máscara, aunque solamente pudiera hacerlo durante una noche; noche de Carnaval.

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Carlos Álvarez Castañón