lunes, 26 de mayo de 2014

Al Oeste del Edén

      Nadie nos expulsó del paraíso. Ni siquiera habríamos imaginado la fresca textura de la manzana. Los antiguos gijoneses se instalaron en el incomparable Cabo de Torres. Desde allí se contemplaba el horizonte y la abrupta costa asturiana de forma privilegiada. El verde y el azul fundíéndose en un paisaje idílico. Pero no imagino a los astures recreándose en las vistas, sentados sobre la hierba, de picnic, tomando unos culetes de sidra entre sonrisas o aprovechando los rayos de sol para mantener un bonito bronceado. Ni hablar, aquellas gentes eran rudas, trabajaban la tierra y sacaban partido a la ganadería. Sin embargo, había algo que les caracterizaba, un rasgo que marcaría el devenir de sus descendientes: la siderurgia. Aquello era una seña de identidad que a la postre acabaría constituyéndose en algo definitorio de lo que ahora somos. Después aparecieron los romanos, locos por conquistar, les gustó el rinconcito astur y se quedaron aquí dispuestos a civilizarnos a base de mamporros y buenas costumbres. Eran tiempos convulsos, forjados a base de hierro y fuego, sangre y sudor, batallas cuerpo a cuerpo, dolor y humillación. No, en el origen de Gijón jamás hubo un Adán y una Eva tonteando entre los manzanos, correteando junto al acantilado y aburriéndose como centollos mientras deslizaban sus miradas al otro lado de la hoja de parra que esconde el mayor misterio de la humanidad. Locos por la presencia de la bendita serpiente que les ofreciese de una puñetera vez la jugosa tentación de la manzana. Aquí, desde el principio de los tiempos, se ganó el pan con el sudor de la frente, sin maná, sin Edén. Somos conscientes de que nadie regala nada, de que este pueblo se hizo ciudad a golpe de martillo, de sirena que anuncia el cambio de relevo, de sonido estridente de un tren cargado de carbón que encuentra su destino en El Musel, de buques que realizan la estiba y desestiba a diario, de cabos amarrados al noray del puerto, de aire sucio que escupen chimeneas, esquirlas de hierro, óxido y mineral; astilleros con perfiles afilados de grúas que no cesan. Pero esa condición de eterno trabajador, hace de nosotros una especie de raza singular, resistente a casi todo, que valora la vida como nadie, que disfruta hasta el límite el día y la noche.
Esta ciudad industrial guarda en su interior el orgullo de su propio sudor, su esfuerzo que florece en riqueza palpable. No ha sido sino la industria el gran motor de nuestra economía, alimento del comercio, de las sidrerías. Aquel Gijón de antaño que poseía un gran tejido industrial presumía también de tener sus chigres repletos y sus tiendas y mercados florecientes. No hay que perder el norte, es muy recomendable acudir de vez en cuando a ese rincón de la ciudad, solitario y áspero, desde donde se contempla nuestro Gijón con los ojos de la historia.
      Escucho la actividad del puerto, aparece al fondo Cimadevilla, recortándose en el Cantábrico, los edificios derramados en lontananza. Es Gijón, mi ciudad, gris y luminosa, húmeda y salada, ésa que se hizo grande sin renunciar jamás al acero y a la sangre de sus trabajadores.      

lunes, 19 de mayo de 2014

Seven

      El mundo de los sueños no deja de ser una especie de realidad disfrazada. Siempre me ha llamado poderosamente la atención la capacidad de la mente para crear paisajes inverosímiles, absurdas situaciones que nos resultan muy lógicas cuando nos hallamos inmersos en ellas. Todo esto viene a cuento porque esta pasada noche me vi condenado al infierno por el simple hecho de escribir lo que ahora escribo. Pero, como decía Jack "El Destripador", vayamos por partes.
      Antes de caer rendido en los brazos de Morfeo, había devorado las últimas páginas de "El Hereje", la obra del gran Delibes. Y como suele pasarme siempre que empatizo con un personaje novelesco, lo llevo conmigo a lo largo de unos días hasta que se disipa en el vacío. A Cipriano Salcedo, protagonista del libro que acababa de terminar, lo arrastré (o tal vez él me arrastró a mí) hacia ese territorio indescifrable en el cuál no existen las barreras físicas.
      Me encontraba en el centro de una sala, rodeado de inquisidores a los que apenas podía ver el rostro. Sentado en una silla, amarrado de pies y manos escuchaba la sentencia que leía con voz solemne un hombre que hablaba representando a la Santa Inquisición.
-Al reo, autor de "blog del gijonés", se le acusa de incurrir en los siete pecados capitales, ensalzando a la ciudad a la que escribe. Él encarna el pecaminoso destino de ese lugar maldito llamado Gijón, y para que no quepa la menor duda de la sentencia que el Santo Tribunal dicta, desglosaremos uno a uno los pecados en los que Gijón, y en consecuencia el autor del blog, parecen regodearse con éxtasis semana a semana.
      Lujuria. Sus habitantes se entregan al placer de la carne sin miramientos. Este Tribunal es consciente de la descomunal belleza de sus mujeres, su sonrisa y sus formas, sus miradas y su simpatía que no son sino la tentación al pecado. Y pecan, vaya si pecan.
      Gula. Una buena representación del Santo Oficio ha constatado que Gijón esconde en cada barrio docenas de nidos infernales donde se comen deliciosos manjares, mariscos, cachopos, oricios...¡Qué locura!. No diré nada acerca de los barrios en los que se bebe sin sed, una ciudad que dejaría seco el Amazonas si en vez de agua llevase sidra en su cauce.
      Avaricia. Lo queréis todo, lo tenéis todo: el mar, la verde campiña, la cultura, la música, la fiesta, los parques, las sendas, la tranquilidad, el bullicio, el clima, el Sporting... No.¡Intolerable!
      Pereza. Naturalmente con esos parques, ese Cantábrico, esas terrazas, esos cafés de San Bernardo, de Corrida...No pensáis en otra cosa que en... ¿cómo decís vosotros?
-Folgar- susurré mientras encajaba el chaparrón.
-¡Qué asco me dáis!- sentenció el inquisidor.
      Ira. Lógicamente todo lo anterior desata la ira en los demás. ¿Qué van a pensar vuestros vecinos?
-Discúlpeme Don Inquisidor- me atreví a interrumpir- ¿No será usted de Oviedo por casualidad?
-¡Basta!- clamó alguien a su derecha. Se hizo un silencio que pronto rompió el secretario al proseguir con la lectura de la sentencia.
-Envidia. Por fuerza despertáis en quienes os conocen ese fuego abrasador preludio del infierno. Vuestra es la responsabildad de que ellos pequen y por tanto vuestro es el pecado.
-¡Protesto!- atajé como los abogados en las películas americanas. Parecía evidente que La Santa Inquisición estaba loca por cargarme hasta el asesinato de Kennedy. No entendía aquel desglose de pecados y menos aún la pretensión de endosarle a mi ciudad la miseria de otros.
-Y por último, Soberbia. Éste es el peor de todos, en el cuál incurrió Satán cuando creyó estar a la altura del Mismísimo. Escalerona, Tribunona, Molinón, Cerona, Chapones, Mareona...¡Babayos! ¡Pensáis que en Gijón es todo grandioso, sublime, incomparable! Por éste y por todos los ya citados te condeno. Por ensalzar las virtudes sin humildad, sin ser conscientes de que ofendéis con vuestra excelencia.
      El secretario había estado hablando un largo rato, ahora podía intuir su semblante sudoroso, sus ojos muy abiertos y amenazantes. Pero, como dije al principio, el mundo de los sueños no deja de ser una especie de realidad disfrazada, así que me puse en pie y caminé hacia el severo tribunal que me contemplaba atónito al ver como por arte de magia me había liberado de los grilletes que me sujetaban pies y manos;  y sin más circunloquios les solté:
-Venga, dejaros de pijadas y vayámonos de este oscuro agujero. Os invito a tomar unos culetes de sidra en algún chigre de Cimadevilla.    

lunes, 12 de mayo de 2014

Cualquier tiempo pasado fue peor

      La voz de Paco sonaba a través del teléfono con un brío inusual. Al parecer, necesitaba compartir conmigo la experiencia mística que Duran Duran, Spandau Ballet y Culture Club, le acababan de transmitir. La llamada se produjo hora y media después de recuperar una cinta grabada con buena dosis de paciencia directamente de la frecuencia modulada, sin apenas interferencias ni palabras sueltas del cargante locutor. La había encontrado en el fondo de un cajón junto a una pegatina de Naranjito y un calendario de mareas del año ochenta y tres. "El cajón de la nostalgia", lo bautizó. Pero yo sabía a la perfección cómo terminaban esos episodios de euforia anacrónica. Paco ensalzaba la creatividad de aquella década lanzando palabras como una metralleta de feria, y más pronto que tarde, sus balas harían blanco en su mundo, el único real, ése que le tocaba vivir ahora. Empezaría con las odiosas comparaciones, y la amargura y el desprecio aflorarían para volverse en su contra. No era la primera vez. Año y pico habría trascurrido desde su otra recaída; en aquella ocasión me llamó con desgarro al confesarme que se había enamorado de uno de los ángeles de Charly: la morena de pelo largo, kelly, creo recordar que se llamaba en la serie. Sufrió el muy imbécil durante cuarenta y ocho largas horas, una eternidad para el que lo padece. Y todo después de verla en la pequeña pantalla en una reposición de ésas que colocaban a horas intempestivas y de escasa audiencia.  Aquella vez no supe reaccionar pero la experiencia es un grado y en esta ocasión, antes de que empezase a piropear a Heidi en detrimento de Peppa Pig, decidí cortar por lo sano.
-Te recuerdo Paco-interrumpí su nostalgia ochentera en tono conciliador- que en esa gloriosa edad de oro triunfaron cantantes como Samantha Fox, Modern Talking o  CC Catch y que en las gasolineras se vendían como churros cassettes de artistas chabacanos con sobrenombres de pandereta. Cassettes que después sembraban la ciudad de mal gusto mientras expandían su cutre folclore por las calles en un Seat Ritmo con las ventanillas bajadas. El hortera que se apeaba del coche sacaba del salpicadero su equipo de sonido, que para algo era extraíble, y lo dejaba sobre la barra del bar, a la vista de todos (que no se diga que el machote de tímpano duro del Seat Ritmo no está a la última moda) y allí, se zampaba tres o cuatro cervezas antes de recuperar su carro que había dejado impunemente aparcado encima de la acera. No nos engañemos, Paco, aquellos eran tiempos duros, sobre todo para unos chiquillos como nosotros. No olvidaré la Mercaplana de entonces, llena de quinquis ansiosos por enseñarnos su flamante navaja automática. Había bandas enfrentadas, robos por doquier, policías nostálgicos del franquismo que no entendían lo que significaba "esa mariconada llamada Constitución": una bomba, Paquito, una bomba que nos reventó alguna que otra vez en la cara. Y la basura, ¿recuerdas las bolsas tiradas en cualquier esquina y el camión recogíéndolas a las tantas de la madrugada? Los perros se desahogaban sin piedad, los víandantes pisaban donde no debían, "buena suerte compañero". Pintoresco resultaba el sonido de la avioneta en el verano, con publicidad y panfletos decorando las calles cercanas a la playa de San Lorenzo que caían desde el cielo como paracaidistas de juguete. Los coches invadían la ciudad, parece que estoy viendo el barrio de Cimadevilla, la calle Corrida o la Plaza Mayor llena de vehículos, bonito párking. Eso sí, jamás el fumador se sintió perseguido, ¿quién podría olvidar al matasanos de turno fumigándote con su Marlboro mientras sentenciaba que el tabaco era cosa mala para los pulmones por lo que, a partir de entonces, eso de fumar, nanai de la China?  Créeme, en cierto modo somos un tanto masoquistas, miramos atrás intentando descubrir algo más que reflejos de un pasado que se fue. El mundo entonces se plasmaba infinito ante nosotros y por si fuera poco éramos capaces de rebobinarlo con un bolígrafo Bic.
      Durante un instante tuve la sensación de estar hablando solo, de que mi interlocutor se había perdido en algún lugar remoto e inalcanzable.
-Paco...¿estás ahí?
Pero no obtuve respuesta, al menos por el momento.
-Paco...- repetí. Al fin pude oír un leve chasquido de su lengua a punto de hablar.
-Hasta mañana hijoputa.
-Hasta mañana amigo.  

martes, 6 de mayo de 2014

La Buena Senda


      Pues sí, quizá sea la primavera la responsable de que Rorro se haya lanzado a descubrir hermosas estampas del concejo de Gijón. El caso es que, como me había comentado en su email, se disfrazó de deportista y comenzó a correr. Seamos sinceros; no duró demasiado su afán, ya que al minuto y medio detuvo su trote cochinero y empezó a jadear como buen lebrel en mitad de la campiña. Aquella mañana había madrugado más de la cuenta  imaginándose envuelto en sudor placentero mientras respiraba el aire fresco del Cantábrico. Ése era un lugar como otro cualquiera para llevar a cabo su nuevo proyecto: la famosa "ruta del colesterol", que apenas tenía jubilados pateándola a esas horas. El sol lucía al otro lado de La Providencia como delicioso estímulo para sus pretensiones. Mi amigo agradeció la ausencia de paseantes, ciclistas y atletas que a menudo abarrotan el lugar, "sin testigos no existe la vergüenza". Se reía de su inocencia, de su propia sombra que ahora se proyectaba estilizada sobre el paseo. Cualquiera hubiese jurado que esa silueta podría pertenecer a su idolatrado James Stewart, pero no era así. Rorro era muy consciente de su propio cuerpo, del transcurso del tiempo. Antaño había sido un muchacho fibroso, elástico e inquieto, capaz de zamparse el bocata de Nocilla mientras corría detrás de un balón por el Parque Inglés. Pensaba que lo suyo era un privilegio heredado, una especie de genética prodigiosa que le permitiría mantener esa delgadez eternamente, pero los años trajeron de la mano el sedentarismo y cuando quiso darse cuenta tenía encima treinta y pico kilos ganados a base de cerveza, embutidos variados y postres industriales. En ocasiones se  miraba al espejo y renegaba de lo que veía; entonces apagaba su frustración con un par de vinos o un gin tonic, buceaba en el fondo de su vaso tratando de olvidar de una vez por todas al chaval que comía todo cuanto le pusieran por delante. Maldecía entre trago y trago su figura, su falta de voluntad. Rorro era infeliz, se torturaba con lo que había quedado en el camino pero no se sentía capaz de corregir su propio declive. Algunas noches, después de echar a los últimos borrachos del Vértigo, se asomaba al Muro para llenar sus pulmones de aire limpio, y entonces, solía ver a una joven espigada, de cuerpo machacado por la disciplina diaria del deporte. Soñaba  ir a su lado. Correr hasta el Cabo de San Lorenzo y regresar juntos a casa empapados en sudor. Pero Rorro a esas alturas sabía que la chica y él formaban parte de distintas especies. Deseaba fervientemente ser como ella, romper con la rutina. Entonces fue cuando escapó del bar intentando huir de sí mismo, cuando descubrió esos caminos entre árboles y riachuelos y cuando me envió su correo electrónico ilustrado con fotografías. Aquella tarde se perdió por una senda que le condujo hasta  Las Mestas. Estaba fascinado aunque no pudiese con los huesos y su coche fuese a dormir abandonado junto a la Ermita de Deva; nada importaba, sentía al fin lo mismo que esa chica deportista y noctámbula que corría por el paseo del Muro. Se había librado de la desidia, estaba dispuesto a sufrir, llevaría a cabo su propósito y volvería a mirarse en el espejo, sin complejos.
      Era la buena senda, aunque aquella mañana en la que vistió su flamante chándal jurase en arameo mientras tosía agotado después de recorrer poco más de quinientos metros. Tenía sed, "mi reino por una cerveza fría". Vio un bar abierto cerca de la Madre del Emigrante y cuando ya estaba dispuesto a lanzarlo todo por la borda, una trentañera le gritó una frase mientras pasaba a su lado con ritmo ligero: "¡Vamos, sígueme!"

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Carlos Álvarez Castañón