viernes, 30 de septiembre de 2016

Septiembre

   
     Resplandecía la luz dorada del otoño. No era una mañana cualquiera. Baco respiró satisfecho, con un punto de emoción incontrolada, como un padre que está a punto de a ver a sus hijos después de largo tiempo. Repetiría una vez más el ritual: la camiseta, la bufanda y la cerveza en "El Vértigo", luego caminaría sin prisa hacia su rincón favorito de la ciudad. Y cuando las aceras fuesen ya una marea rojiblanca, se detendría un rato a contemplar; apoyado sobre el tronco de un árbol, cerca de "El Molino Viejo", junto al puesto de banderas donde su padre le hizo el mejor regalo: una pequeña insignia del Sporting que siempre llevaría orgulloso prendida en la solapa de su chaqueta.
      Baco se sumergía en aquel mar empapándose del ambiente: hordas de sportinguistas fervorosos, chavales, ancianos, padres y madres con sus hijos. De entre todos, Baco siempre fijaba su atención en un grupo de mujeres de su misma edad, puntuales a su cita, tres amigas caminando presurosas hacia el estadio, vidas muy distintas a la suya, supuso, con luces y sombras como cada una de las vidas de aquellos anónimos correligionarios ataviados con sus señas de identidad, un todo que acude a la misa del Templo. Aquélla era su única religión, pensó, la verdadera. Ateo confeso, se enzarzaba a menudo en discusiones acerca de Dios, acerca de la fe y los rituales de quiénes la profesan, sin embargo en aquel instante su mente conectaba con un misticismo difícil de explicar, se sentía dichoso, en paz consigo mismo, en armonía con cuanto tenía a su alrededor. Cada semana de partido en El Molinón sonreía más y canturreaba en voz baja, jamás se preguntó por qué lo hacía, por qué sentía esa felicidad serena, tal vez porque Baco siempre fue consciente de que el Sporting de Gijón era de lo poco que le quedaba, probablemente lo único, como un amigo que nunca falla, que enraizó muchos años atrás, en su infancia, para llenarlo todo; una referencia a la que acudir en las noches de zozobra. Y así era, literalmente. Baco padecía de insomnio, la ansiedad le obligaba a levantarse de la cama en mitad de la oscuridad y lo único que funcionaba, lo único capaz de aplacarlo era su Sporting, su camiseta vintage y su escudo bordado en el corazón. Recordaba antiguas alineaciones, goles antológicos, triunfos bajo la lluvia, el rugir de la afición...y al fin se dormía como un niño.
      Una segunda cerveza antes del partido; siempre en Casa Aurora, siempre por gentileza de Viti, por los viejos tiempos, apoyado sobre la barra, escuchando conversaciones ajenas, perdiéndose entre tanta mirada cargada de ilusión. A veces se preguntaba qué sería del mundo sin el Sporting, ese mundo finito que va desde Cimadevilla hasta El Rinconín, ese Gijón en el que nació, creció y en el cuál terminó naufragando, esa playa y ese mar que rompe sobre la Escalerona, qué sería de él sin el amor de su vida, sin su religión. Ninguno de aquellos jóvenes que charlaban a las puertas de Casa Aurora se plantearían jamás algo como aquello. Imaginó lo que ocurriría sobre el césped poco después, confiaba en el triunfo de su equipo, todo era tan perfecto...Y en ese instante Baco recordó que no hay nada mejor que el momento previo, se consoló con esa idea, convenciéndose de que la realidad siempre enturbia los sueños cristalinos. Salió del bar hacia El Templo lleno de emoción y tristeza, un domingo más se quedaría a las puertas de la Tribuna Este, empapándose del rumor, recogiendo los pedazos de su infancia y maldiciendo su miseria. Y aguardaría sin prisa, cerca del estanque de los cisnes, sentado en un banco, el estruendo del gol que suena tan dolorosamente bello a la orilla de ese lugar en el que vivía llamado "indigencia".     

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Carlos Álvarez Castañón