lunes, 8 de diciembre de 2014

El Cazador de Instantes

      Las llamadas telefónicas de mi amigo Paco tienen siempre dos condicionantes: Primero, se producen ineludiblemente cuando estoy a punto de caer rendido en los brazos del dulce Morfeo; sus profundas meditaciones afloran al caer la luz del sol. Me lo imagino encerrado en su habitación, envuelto en las armonías de Frederic Chopin (últimamente está de un romántico empedernido) con lo ojos cerrados y revolviendo el agua en calma en el fondo del lago. Y segundo, es capaz de contaminarme con su mal rollo, desvelarme para el resto de la noche. El muy capullo no tiene mala intención en lo que hace, tan sólo pretende compartir sus reflexiones, sus deseos de encontrar respuesta a preguntas que, por suerte o por desgracia, muy pocas personas se formulan.
      El azote de ayer era referente a una tienda de material fotográfico que regenta una mujer de avanzada edad. Hasta aquí todo normal, sin embargo Paco tiene la capacidad de hallar misterios, metáforas y conspiraciones en el más nimio de los asuntos, está dotado de un sexto sentido para ir más allá de lo que aparece ante nuestros ojos.
      Me explicó que la tienda había pertenecido a un reputado fotógrafo de los años setenta, de esos a los que se les guardaba respeto gracias a una dilatada carrera en la B.B.C.(Bodas Banquetes y Comuniones) A él acudían parejas del barrio con la intención de entregarle la responsabilidad de detener el tiempo sobre el papel, inmortalizar el momento: a la vera del mar, en el bucólico entorno del parque de Isabel la Católica...Se trataba se un arte con minúsculas, poco creativo, encorsetado y profesional, tan necesario como el buen servicio de un fontanero o un electricista pero con mayor trascendencia, capaz de calar en la pequeña historia de una familia, el pintor de la corte que dibuja con luz los momentos dignos de instalarse en la posteridad. Pero al cazador de instantes le sobrevino la enfermedad, la muerte. En aquellos años de gloria, una mujer acompañaba al fotógrafo a cada evento, colaboraba en cuanto podía, contemplaba con admiración su trabajo, se enamoraba de la pasión que él ponía en cada disparo, en cada puesta en escena de los novios al cortar la tarta nupcial o en cada beso forzado.
      Al irse para siempre el gran amor de su vida, ella se derrumbó. El estudio echó el cierre y la mujer desapareció de la vida real. Algunos aseguraban que, encerrada en su casa, no hacía otra cosa que pasarse las horas contemplando fotos, retratos de parejas felices, sonrisas eternas que nadie borraría. Y lloraba al pensar que siempre había estado al otro lado de la cámara, en el de los mortales que pierden lo que aman. Ella hubiera deseado ser una de aquellas chicas de blanco, compartiendo la escena con su flamante esposo, atrapada en el sí quiero. Jamás se habían hecho una foto juntos y ahora que el tiempo cabalgaba con desenfreno, apenas era capaz de retener su propio rostro de juventud, el de ambos, cuando todo era perfecto.
      Han pasado más de treinta años desde entonces y Paco ha descubierto que el estudio de fotografía ha vuelto a abrir al público. El escaparate principal aparece cuajado de retratos de boda, rostros obsoletos, descoloridos, el esplendor bajo la luz mortecina de un tubo fluorescente. Al otro lado, junto a la entrada, docenas de cámaras analógicas, carretes con capacidad para treinta y seis instantáneas al módico precio de trescientas setenta y cinco pesetas y un cartel que dice: "Revelamos sus fotografías en cuarenta y ocho horas".
      Detrás del mostrador, entre la penumbra, se adivina la sombra de una mujer que espera.
      
  

lunes, 1 de diciembre de 2014

El Hombre Invisible

      De todos los superhéroes que pululan por el mundo de la fantasía, Mariano siempre tuvo predilección por uno sólo. Consideraba a Superman un tipo hortera con botas de agua y calzoncillos marca-paquete, las peripecias de Spiderman le resultaban un tanto circenses e inverosímiles, por no hablar del Capitán América y otros muchos salvavidas de tres al cuarto. No, Mariano era mucho más discreto que todo eso, no se imaginaba volando por Manhattan en mitad de la noche con su capa al viento. Tampoco se trataba de un asunto meramente estético. Él era un hombre prudente, de poco estornudar ante los demás por no perturbar la paz social. Observaba, escuchaba y hablaba tan sólo cuando consideraba que sus palabras habrían de ser más apropiadas que el silencio. Parecía evidente, su gran héroe, si así se le puede considerar, era el Hombre Invisible. Lo que no sospechaba Mariano es que terminaría convirtiéndose en él.
      Mariano ejercía como restaurador de muebles; largos años de experiencia, rutina y buen hacer. Pero una mañana de diciembre, cuando ya se rumoreaba la tragedia, el dueño de la empresa para la que trabajaba, improvisó una reunión en mitad del taller. Había llegado el final, las deudas echaron a pique el negocio. Era el momento de decir: "¡Sálvese quien pueda!", el bote salvavidas de Mariano se llamaba INEM y allí se pertrechó al día siguiente con un número en la mano igual que cuando iba a la carnicería del barrio. No habrá problema, pensó, tengo cincuenta y pocos años y no hay nadie mejor que yo en eso de restaurar muebles, obras de arte o lo que haga falta. Cumplió con la burocracia y se fue a casa. Se sentía extraño paseando por el Muro, respirando el olor de la mar apoyado sobre el rompeolas, callejeando por el centro mientras la ciudad palpitaba. Por fin tenía tiempo para contemplar la vida desde otro ángulo, detenerse en los pequeños detalles de la cotidianidad. Pasaron las semanas, los meses y Mariano continuaba instalado en un limbo indescifrable, ya no disfrutaba de su privilegiada situación, se había cansado de mirar a los demás, estaba harto, a la deriva. Se presentó a numerosas entrevistas pero nadie le llamó, no comprendía como un hombre capaz y sabio en su parcela como él podía ser despreciado una y otra vez. En ocasiones, le asaltaba una rabia intensa que le obligaba a ponerse en pie, a luchar convencido de que su bagaje laboral era un tesoro que tarde o temprano alguien descubriría, sin embargo esos arrebatos de orgullo se fueron mitigando y Mariano comprendió que no era sino un viejo prematuro, un despojo que la sociedad rechaza. Comenzó a revisar su vida, sus aciertos y sus fracasos y se lamentó de no haber tomado otros caminos. Dejó de ver a sus amigos, dejó de ir a los bares, dejó de salir a la calle.      
      Habían transcurrido ya cuatro largos años desde el naufragio, se veía tumbado, solo, en el bote salvavidas, rodeado de agua salada por todas partes. Se asomaba por una rendija para ver el mundo pero el mundo no le veía a él, se había transformado definitivamente en el Hombre Invisible. Recordaba su vida anterior con nostalgia, sin ser muy consciente de si aquella vida fue realmente suya o tan sólo un lejano sueño. Y fue entonces cuando decidió que el manto oscuro de la noche sería su mejor aliado. Buscó en el fondo del armario ropa negra; una sombra capaz de moverse con pies ágiles por rincones sucios y peligrosos.  Después, con las primeras luces del alba, regresaba a casa para dormir el día entero. Mariano era invisible, tanto que él mismo comenzó a creérselo. Una noche, recorrió el litoral de punta a punta, a la luz de la luna, y cuando se encontraba de regreso con el sol despertando a sus espaldas, se sentó al borde del acantilado. El horizonte se adivinaba confuso en lontananza, el mar en calma, insoportablemente bello. Mariano cerró los ojos un instante, intentando capturar toda esa belleza y nutrir con ella sus sueños diurnos, y justo fue cuando al abrirlos, se encontró con su propia sombra alargada y a su espalda una voz de mujer que decía: "Te he estado buscando, vuelve a casa, al fin te veo".  

lunes, 24 de noviembre de 2014

¡Luces, Camara y Acción!

      Pocas cosas hay en este mundo tan mágicas como una sala de cine a oscuras segundos antes del comienzo de la proyección. Sentados en una butaca se nos brinda la posibilidad de vivir otras vidas, surcar el delirio a lomos de un buen guión o caminar sobre el filo de la navaja con el corazón palpitando. Nos enamoramos mil veces y olvidamos aquello que parecía eterno, sueños intangibles que duran lo que tarda en llegar el fin; y así, el regreso abrupto de la realidad. Lo que no olvidaré es el rostro de mi viejo amigo Rorro tratando de contagiarnos esa enfermedad llamada cine. La había contraído años atrás sin darse cuenta, frente al televisor de aristas redondeadas en el que programaban clásicos en blanco y negro. Cuando fue consciente de ello, la cosa ya no tenía vuelta atrás. Coleccionaba fotografías de los más grandes, Brando, Stewart, Grant...y se dormía acunado por la sonrisa de Rita Hayworth o la mirada de Grace Kelly. A él le debo todo cuanto sé del séptimo arte. Detrás de cada plano, de cada resolución de la trama encuentro a Rorro, mi maestro y camarada; imagino su opinión, su crítica mordaz, su apasionada alabanza. Lo estoy viendo con sus alaracas y su voz de trueno después de una película en mitad del Paseo Begoña...
      Permanecíamos expectantes frente a la gran pantalla, éramos tres distinguidos miembros del jurado popular que emitirían su voto para elegir la más importante de las cintas que participaban en el Festival Internacional de Cine de Gijón, me sentía como un refutado académico de Hollywood dirimiendo quién se llevaría ese año el Óscar a la mejor película. Una tarde Paco y yo decidimos quedarnos por el barrio un tanto empachados de subtítulos, pero Rorro no faltó a su cita diaria, y cosas del destino, tras un rato respirando el aire fresco de la noche, la encarnación de un sueño caminó hacia él desde la puerta lateral del teatro Jovellanos: Jacqueline Bisset estaba a punto de compartir su espacio; ambos, por un brevísimo instante, formarían parte de un mismo universo. Podría tocar su piel, besar sus labios, deslizarse por su cuello y susurrarle al oído, sin embargo no hizo nada de esto; la vio acercarse, escuchó el compás de sus tacones y cuando se encontraba a poco más de metro y medio, sus miradas se cruzaron. Él buceó en aquellos ojos grandes y bellos como un reo disfrutaría de su último deseo, como si el tiempo se desvaneciese en millones de gotas. Y Jacqueline, dispuesta a engrandecer aún más si cabe el momento, extrae de su boca una frase que mi amigo nunca olvidaría: "Good night". Rorro fue incapaz de responder, se giró despacio, la vio doblar la esquina y perderse para siempre.
      Han pasado cerca de veinticinco años desde aquella edición del Festival de Cine. Rorro ha hecho a la perfección su trabajo, yo me considero un enfermo crónico de "lumierismo", y sé que Paco tampoco tiene cura. Recuerdo las tertulias en algún bar, las fantasías de nuestro anfitrión imaginando nuestra ciudad  convertida en una pasarela de estrellas del celuloide, glamour en la Plaza del Parchís, en los restaurantes y los hoteles de Gijón, luego comenzaba a describir escenas de cine fetén ubicadas en la ciudad: las sombras alargadas de "El tercer hombre", sobre las aceras del barrio de Cimadevilla, la maravillosa "Casablanca" y el café de Rick sustituido por nuestro elegante Dindurra o los besos justo al borde del acantilado que Hitchcock tanto acostumbraba a retratar, plasmados con el iracundo telón de fondo del Cantábrico en plena Colina del Cuervo. Pero nada era real, puro cine.
      El Festival Internacional de Cine de Gijón sigue vivo, abre sus puertas a nuevas historias, diversos modos de contemplar la realidad, acentos lejanos que narran casi siempre sentimientos universales a los cuales no somos ajenos. El cine disfraza los perfiles de la ciudad, Gijón se transforma en un gran plató, hay conciertos cada día, conferencias, mesas redondas y menús cinematográficos en los bares. Todo está preparado, vamos a rodar la escena más electrizante, la luz acompaña, el frío invita al recogimiento, a la oscuridad y al calor de una buena historia. Algo fugaz e imperecedero, profundo como la mirada turbia de Lauren Bacall antes de caer en el sueño eterno.              

lunes, 17 de noviembre de 2014

El Grandonismo Hecho Edificio

      Hay que admitir que los gijoneses somos un tanto peculiares. Nos encanta opinar en plena calle acerca de nuevos proyectos urbanísticos, rumores y propuestas que muchas veces duermen el sueño eterno sobre los planos del arquitecto que los ideó. Tampoco es raro ver a un puñado de jubilados contemplando con cierta nostalgia las evoluciones de una grúa moviendo ladrillos de un extremo al otro de la obra, para luego, una vez concluido el trabajo, bautizarlo con un nombre apropiado, superlativo, hiperbólico. Es, sin duda, un rasgo genuino de nuestra gente, socarrona y con tendencia natural al dramatismo.
      Y curiosamente, en Gijón existe un edificio que representa nuestro carácter apasionado, cáustico y grandón; se trata de la Universidad Laboral. El edificio de Luis Moya aparece desparramado en mitad de la bellísima parroquia de Cabueñes, a los pies del Alto del Infanzón. Se proyectó como la encarnación de una ideología, en plena dictadura franquista; un complejo arquitectónico capaz de autoabastecerse, la autarquía piedra sobre piedra, cuajada de símbolos fascistas, sello propagandístico del régimen. No por casualidad se decidió que Gijón fuese el lugar idóneo para levantar un edificio como éste; nuestra ciudad era bastión republicano, tierra de mineros y proletariado. A las puertas del desarollismo Gijón estaba a punto de experimentar la mayor transformación de su historia, la población se multiplicaría hasta convertir a la villa en una gran ciudad. Pero los gijoneses miraban con recelo al gran coloso, sus doscientos setenta mil metros cuadrados dilapidaban todo grandonismo anterior; ni la Escalerona, el Molinón o la Iglesiona se acercaban a la sombra del nuevo monumento. Tal vez por eso, un tanto anodadados por sus cifras megalíticas, los habitantes de Gijón fueron incapaces de bautizarlo. La ocasión lo hubiese merecido ya que no existía en España construcción más grande que aquélla; sin embargo nadie osó intentarlo. Había un evidente desapego, pocos se enorgullecían de él, formaba parte del paisaje, era una referencia visual desde la Providencia hasta el Cerro de Santa Catalina, poco más. La mayor parte de los gijoneses jamás habían cruzado el impresionante arco de medio punto que delimita su entrada, había heridas que aún sangraban y para algunos resultaba lacerante el yugo y las flechas esculpidos sobre la piedra. Pero nadie sospechaba que aquel monumento era el grandonismo gijonés hecho edificio. Con una plaza neoclásica similar en extensión a la de San Marcos en Venecia, una torre de ciento treinta metros de altura, (lo que la convierte en el edificio de piedra más alto de España), una iglesia (desacralizada) de planta elíptica con ochocientos siete metros cuadrados, la mayor del mundo de sus características, una cúpula espectacular con una cubierta a veinticinco metros del suelo y con un peso de dos mil trescientas toneladas, un auditorio con capacidad para casi mil ochocientas almas, ¿alguien podría negar la grandeza del edificio?
      La Laboral está abierta al mundo, es un placer caminar por su plaza, circunvalar su perímetro, descubrirla desde los ángulos más inusuales, ascender hasta lo alto de la torre y recrearse en la hermosura de la ciudad a vista de pájaro, disfrutar de un concierto al aire libre o de un musical en el Gran Teatro. Se ha convertido en visita obligada para el turista y los gijoneses la valoramos, al fin, en su justa medida. De cualquier modo la inmensidad del monumento hace de él un tesoro de difícil manejo, dentro de la Universidad Laboral hay espacios ruinosos que exhiben un abandono sobrecogedor, focos de suciedad que contrastan con la impoluta limpieza de los lugares más visitados. Dinero, siempre el vil dinero.
      Más que un edificio es una ciudad, permeable, llena de inquietudes culturales, innovadora, un continente  fabuloso dotado de contenido, deliciosas excusas para visitar el monumento más importante de nuestra ciudad, historia reciente, futuro esperanzador, lleno de posibilidades, un retrato del Gijón que mira hacia delante sin abandonar nunca el propósito de seguir siendo gigantesco.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Superguajes

      La historia siempre se repite. Nos encanta tropezar una y otra vez con la misma piedra. Los viejos errores se olvidan y despreciamos la sencillez cuando se trata de buscar soluciones. Veréis, ha caído entre mis manos un delicioso volumen de casi doscientas páginas en el que se recorre la historia del Real Sporting de Gijón; fotos en blanco y negro, anécdotas, estadísticas... Es una radiografía de lo que hemos sido, de nuestros logros y de nuestras miserias, realidad al fin y al cabo plasmada sobre el papel, muy necesaria en estos tiempos. Pero hay algo palpable en la vida del Sporting, algo que todo dirigente de este club debería conocer; sus valores, su raíces, su esencia. Me llama la atención el contraste de los buenos y los malos tiempos al cotejarlos con las decisiones que la directiva adoptaba en materia de fichajes. Siempre que vestían de rojiblanco chavales de la casa, el equipo corregía su rumbo, luchaba por ascender a primera división o lograba dignas clasificaciones en la máxima categoría. Después, tras abandonar la filosofía de la cordura, se perdía el norte, llegaba la zozobra, los pañuelos en la grada. Eran años de ida y vuelta en los que teníamos un equipo ascensor, incapaz de asentarse en lo alto sin mayores sobresaltos. Pero de todo se aprende y tras once temporadas en segunda, allá por la década de los sesenta, se apuntalaron los cimientos del gran Sporting, a base de paciencia se construía un conjunto que rozó un título de liga y dos copas del rey. Es cierto, todo es distinto ahora, incluso el fútbol, sin embargo el sentido común, la sensatez, son valores imperecederos que por fuerza nos han de llevar al camino correcto, al que jamás debimos abandonar.
      Nadie es capaz de negar una evidencia como ésta: en pleno siglo XXI resulta gozoso sentarse en la grada del Molinón, dejarse llevar por el ímpetu de la juventud, la pasión por unos colores, la simbiosis perfecta entre afición y futbolistas. Es emocionante la entrega, el desparpajo, el corazón en cada jugada, la concentración absoluta en el trabajo, el sudor y las lágrimas, el hambre rojiblanca hecha equipo, locos por besar el escudo después del gol, no para hacerse la foto, sino por amor a unos colores, sincero, sin imposturas ni disfraces, porque soy de los que creo que por encima de lo profesional están los sentimientos, ése es el fútbol que yo añoro, en el cual los jugadores apenas duermen cuando caen derrotados, en el que sueñan los sueños de la afición cuando ganan, romanticismo puro y duro, homenaje permanente a Anselmo López, Fernando Villaverde, Manolo Meana, Tamayo, Amadeo Sánchez y tantas otras leyendas del viejo Sporting. Sé que si todos ellos presenciasen un partido de este equipo, sonreirían orgullosos al identificar sobre el césped un reflejo de sí mismos. Quien no los haya visto jugar tal vez desprecie mis palabras infravalorando la entrega y el trabajo, pero estos guajes atesoran muchas cualidades que no se adquieren de la noche a la mañana, tienen calidad, desborde en el regate, velocidad, clarividencia, disciplina táctica, capacidad competitiva, son muy buenos, no son guajes al uso, son superguajes, capaces de encauzar el desastre de una gestión ruinosa, de encender la llama de la ilusión en toda una ciudad, en la Asturias rojiblanca que disfruta con plenitud de un equipo decidido a darlo todo sin pensar en el mañana, sin saber incluso si existirá un mañana.
      Capítulo aparte merece Abelardo y su cuerpo técnico, gente normal que conoce esta tierra porque es su tierra, que han pisado la grada del Molinón y que han probado el amargo sabor de la derrota.
      De pronto todo resulta tan sencillo...Existe un maravilloso lugar llamado Mareo, donde crecen lo guajes con un balón entre los pies, ¿sería posible que la historia, una vez más, no se repita? El olvido es el fracaso. Dejadme seguir soñando, aunque sólo sea hora a hora.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Una Inmensa Minoría

      Partimos de una base incuestionable: se lee poco, muy poco. La imagen, el impacto vertiginoso de usar y tirar es un vivo reflejo de nuestra sociedad. Tú, querido amigo, eres una rara excepción y gracias a ti hoy celebro un cumpleaños.
      Doce meses han transcurrido desde el día en que vio la luz este blog. Una llamada al universo desde un rincón insignificante del planeta, el deseo de constatar que hay otros como yo, perdidos en la rutina, globalizados con problemas  mediáticos, la brocha gorda del día a día. Yo soy más del detalle insignificante, el matiz de una mirada o la luz de un atardecer en septiembre, porque nada es igual, todo es comparable pero distinto, delicioso. Y deseaba saber si en ese universo existían personas como yo, que sienten lo que yo siento al cerrar los ojos y respirar el aire salado de mi playa. Una quimera tal vez, pero quise probar. Lancé un grito desesperado tratando de pintar con palabras los paisajes que anidan en mi corazón, paisajes de una ciudad perfecta para soñar, un escenario idílico donde cultivar recuerdos. Sabía que un proyecto así, el breve sueño de un gijonés, nacía acotado. Doscientas ochenta mil almas es tan sólo un puñado de arena en comparación con todas las playas de nuestro planeta. Prefiero la intimidad, la conversación en voz baja, el deleite del pianísimo. Y una vez en esa tesitura,   desgranar recuerdos, compartir un amor inexplicable por un Gijón que siento en la piel. Podría convertir sus calles en un maravilloso plató de cine, en el retrato de la melancolía o en la encarnación de la fiesta, del deseo ferviente de seguir vivo para siempre. A ti que sigues leyendo, que sabes como nadie de lo que hablo, de esa bruma del Cantábrico, de esas noches incomparables desde el Campo Valdés, envuelto en el rumor de las olas, nada he de decirte que no sepas, nada que no hayas sentido dentro del alma. Si formas parte de aquellos gijoneses que se han ido lejos, sabrás como nadie que una parte de ti sigue vagabundeando por las calles de Gijón, perdida entre los ecos del recuerdo, aguardando tu vuelta. O tal vez seas de los que se han colado en esta película; no te sientas extraño, te llevaré de la mano por mi ciudad, trataré de desvelar la claves de su belleza asimétrica, su magia y sus secretos más sensibles. Y a quienes habéis permanecido fieles desde el principio pensad que sois parte de este blog, que viviréis eternamente en sus historias, en cada relato con el que os habéis identificado, el alma de Gijón que nos hace reconocibles, esgrimiendo ante el mundo un orgullo sano de mostrarnos tal y como verdaderamente somos.
      Un año de imágenes, de palabras que nacen en mi barrio, en la memoria caprichosa, transformadora, cuando todo era inmenso, cuando llovía y hacía mucho frío, cuando los veranos eran largos y cálidos. Sin embargo siento que la niñez es una estación que ha quedado muy atrás. El viaje sigue, semana tras semana, trocitos de mi Gijón en los que tú serás protagonista. ¿Se te ocurre un lugar mejor dónde soñar?
Muchas gracias, amigo.      


lunes, 27 de octubre de 2014

Breve Encuentro

      Se conocieron un jueves, en plena noche, a esa hora en la que todos duermen. Ella navegaba por Twitter con suma indiferencia, tumbada en el colchón, con el portátil sobre su regazo. Desplazándose a través del tiempo, la inmensa mayoría de aquellos tweets, no eran más que un homenaje a la absurda inmediatez de nuestras vidas. ¿Qué ha sido de los momentos sublimes, eternos? Estaba harta de leer brillanes aforismos copiados de cualquier libro de citas célebres. Echó de menos a Ludwing y sus deliciosos enlaces donde escuchar al gran Beethoven, también a Hichy con sus magnéticos fotogramas del genio del suspense. Y de pronto, cuando todo parecía abocado a un, "buenas noches desde la más oscura soledad", apareció un retweet que iluminó la mirada de Laura: Alec, desde algún lugar del mundo, hacía referencia a esa película que había marcado su vida. Su corazón bombeaba sangre, se incorporó de un salto para investigar quien era aquel Alec que mostraba como avatar la fotografía del protagonista de "Breve Encuentro". Leía estupefacta los tweets de ese desconocido, Laura creyó estar sumergida en un profundo sueño, idílico. Ante sí se plasmaba la vida del personaje que Trevor Howard había trasladado a la gran pantalla en el año mil novecientos cuarenta y cinco; casi hora y media de magia en blanco y negro. ¿Sería posible que el mismísimo Alec Harvey hubiese traspasado los límites de los sueños y se encontrase envuelto en la prosaica tarea de compartir su universo a través de una red social? Recordó al instante a Woody Allen y su "Rosa púrpura del Cairo" y desechó su delirante teoría. Laura estaba desconcertada, presa de una excitación completa. Aquel misterio era preciso desvelarlo cuanto antes, y para ello se hacía imprescindible seguir muy de cerca a su compañero de reparto. Apenas llevaba un par de minutos repasando el perfil de Alec cuando se percató de una notificación. Allí estaba él, siguiendo sus pasos, reencontrándose después de casi setenta años, después del último tren con destino ignoto. El mundo tenía sentido al fin, todo encajaba a la perfección. Aquella noche compartieron mensajes durante horas. Resultaba increible constatar que la prisión del celuloide era para ambos un universo infinito, trazado con maestría por la mano del creador. No precisaban nada más, lo que ese mundo inalterable les ofrecía era suficiente. Laura y Alec serían felices. Comentaban escenas, planos de cámara, detalles del atrezzo, nimiedades sublimes del guión, la riqueza que los secundarios proporcionaban a la película, el ambiente, la forma y el fondo, el creador, David Lean, Serguei Rachmaninoff, el concierto número dos para piano y orquesta.
      Una tarde, Laura paseaba por la bahía de San Lorenzo, el mar embravecido exhibía su ira en toda su magnitud. El smartphone de Laura acababa de vibrar dentro de su abrigo. Había un mensaje de Alec que decía: "Estoy en Gijón, me muero por verte". Laura se apoyó sobre la barandilla, sonreía nerviosa, temblaba como una hoja seca, sin voluntad. Le asaltaron cientos de dudas, miedos informes que no alcanzaba a descifrar, pensó en responder a su mensaje con el silencio estruendoso del Cantábrico, pero luego se imaginó recorriendo el paseo junto a Alec y supo que hay trenes que no se pueden dejar pasar.
      Se encontraron junto a la iglesia de San Pedro, cruzaron saludos de cortesía y se miraron a los ojos, un segundo, tal vez menos, lo suficiente para colorear irremediablemente su mundo. Había lagunas de silencio, esclarecedoras, dolorosas. Luego, él recuperó una de aquellas conversaciones que días atrás habían mantenido a través de Twitter, pero el timbre de su voz disfrazaba las palabras, carecían de peso, de magia, nada tenían que ver con la poderosa capacidad idealizadora de la imaginación, aquello era real, el blanco y negro se había desvanecido, Laura subestimó el riesgo y comprendía de golpe que la piel y la materia son razones suficientes para desmoronar un universo. No quiso conocer el nombre de aquel desconocido, no deseaba escuchar su voz ni un segundo más y se lamentó amargamente por salirse del guión, por pretender que Laura y Alec se reencontrasen para gozar de aquello que tanto merecían. Pagaría muy caro su pecado, ese paraíso al cuál no regresaría jamás, su amistad sincera, el alma gemela con la que había encontrado el sosiego en lo intangible, en la voluptuosidad infinita del podría ser.
                                                                                                                                                                   
                                                                           THE END                                                       


martes, 21 de octubre de 2014

Universitarios Octogenarios

      La ignorancia es una cueva profunda, muy, muy profunda; tanto, que la luz del sol jamás brilla en su interior. Pero, curiosamente, existen personas que gozan instaladas en la caverna, se regocijan mientras rebotan contra sus paredes, orgullosos de su analfabetismo, de su desprecio absoluto a quienes intentan encender una vela y contemplar cuanto les rodea. En este segundo grupo se hallaba mi viejo amigo Paco. Todo comenzó una mañana fría de octubre cuando, a finales de los ochenta, llegó a mi casa después de una noche inquieta. Se quedó en pie en mitad de la cocina desplegando ese tartamudeo tan particular que denotaba emoción y nerviosismo a partes iguales. Estaba decidido a estudiar música, ese gran lenguaje universal, ávido por aprender a tocar el piano, el violín, el clarinete y el fagot. 
      Esa misma mañana Paco se matriculó en un grupo de adultos de la Escuela de Música de Gijón. Desde el primer día se entusiasmó con el universo musical, le resultaba milagrosa la armonización de una obra sinfónica, la perfecta sintonía entre los diferentes instrumentos, tenía sed, devoraba libros, biografías de grandes compositores. Fue en aquella época cuando dio un paso en falso: trató de introducirse en el mundo de las orquestas de verbena. Sería una buena fuente de ingresos y un modo peculiar de conocer la España profunda. Comenzó a ensayar con "Los sargentos de la paz", una formación creada por un par de colegas de Felechosa que habían compartido inolvidables momentos en el cuartel de El Ferral. Paco temía que su aventura con la orquesta le apartase del estudio y se lo hizo saber a sus fundadores. Guardaron silencio con una mueca de asco en el rostro hasta que uno de ellos soltó aquella frase antológica que Paco llevaría consigo para siempre: "Tanto estudiar y estudiar; a determinada edad, si uno es gilipollas, no dejará de serlo ya el resto de su vida". Paco esa noche fue incapaz de conciliar el sueño, a sus veintipico primaveras se sentía viejo y ridículo. Abandonó la misión de pacificar los pueblos del país a base de cumbias y pasodobles. Año y medio después hizo lo propio con su aprendizaje musical.
      El Antiguo Instituto Jovellanos había sido un bonito rincón donde soñar: suelos de madera roída, techos altos y aulas decrépitas, el edificio se cerró para su restauración y la Escuela de Música, lugar en el que Paco había descubierto el lenguaje universal, desapareció para siempre. Allí se encuentra ahora la sede central de la Universidad Popular, un homenaje a la sabiduría, el rincón perfecto para quienes desean abrir los ojos y mantener la cabeza erguida ante palabras necias. Personas sin complejos que quieren palpar el conocimiento, que saben que nunca es tarde para empezar de nuevo, para vivir cien vidas en una. Nadie ha de rendirse frente a la oscuridad, no ha de haber una sola persona obligada a renunciar al goce sagrado que esconden los libros. La Universidad Popular ofrece en Gijón cursos de pintura, de historia, literatura, música, botánica, ciencia, arte...Pequeñas luces que iluminan la caverna, que marcan el camino a seguir, una universidad al alcance de todos, jóvenes de veinte, cincuenta o sesenta años, universitarios octogenarios que conservan intacta la mirada del niño que llevan dentro, locos por recuperar su adolescencia, el tiempo perdido, el tiempo robado que les obligaba a vivir entre tinieblas. La Universidad Popular es la auténtica pacificación de la raza humana, la réplica contundente a mi amigo Paco, a sus complejos, a la sensibilidad dañina que fue capaz de anular sus mejores sueños, el azote de los necios, de esos que se regodean y que insultan, la mano tendida, una puerta abierta, el cielo, la remisión de los pecados del ignorante contumaz.
¡Bienvenidos todos a la fiesta de la luz!.        

martes, 14 de octubre de 2014

El Reloj del Dindurra

      Se ha convertido en una especie de tradición el hecho de amanecer con un nuevo escándalo aderezando la sucia actualidad. Gentuza que se apropia indebidamente, es decir, roba hasta la limosna del ciego que pide en la calle Corrida. Pero he de confesar que la pasada semana ocurrió algo insólito: me desperté con el soniquete de aquella canción de Serrat: "Hoy puede ser un gran día", y curiosamente terminó siéndolo.  Veréis, después de un Colacao y una generosa ración de galletas María, conecté el ordenador para navegar un rato por la prensa digital. Nada nuevo bajo el sol: corruptos, pederastas y demagogos seguían incombustibles en primera plana; sin embargo una perla resplandecía en mitad del lodazal. Se trataba de la apertura del Café Dindurra. Respiré aliviado con la sensación de que mi Gijón conseguía recuperar un rincón especial, de aquellos que hacen ciudad, que vertebran la memoria de un pueblo y que remansan entre sus paredes ese tesoro tan preciado, intangible y cruel llamado tiempo.
      El café Dindurra vio nacer al Sporting, a la Escalerona, al Molinón. Más de un siglo de tertulias, de vidas, de pequeñas y grandes historias. En miles de ocasiones se solventaron los problemas del mundo y entre los efluvios del vermut se trabaron grandes amistades, también surgieron amores, besos escondidos, miradas de envidia, palabras. En él se practicó el deporte nacional con entrega; los rumores, las críticas feroces, el chismorreo. Lugar idóneo donde ver y ser visto. Y es que un café que sobrevive a la revolución del treinta y cuatro, a una guerra civil y a numerosas crisis económicas, no es un café cualquiera. En el camino han quedado otros vetustos locales como el Colón o el San Miguel. Gijón se identifica en rincones como el Dindurra, es un reencuentro necesario con todos aquellos que pisaron el Café, actores, políticos, escritores, cantantes, pintores, científicos, estudiantes, jubilados, amas de casa, bohemios, enamorados, lectores solitarios, tertulianos, ajedrecistas, jugadores de mus...Permanecen sus sombras, el rumor de sus sueños, la imperceptible realidad de sus cavilaciones trascendentales. Todos ellos observados por la atenta mirada del reloj. El ojo del tiempo, impasible, estratégicamente situado sobre el umbral de la puerta de los sueños, ésa que comunica directamente con el teatro, realidad y ficción al alcance de la mano. Calderón de la Barca, Shakespeare, Moliére, Valle-Inclán, Buero Vallejo...los más grandes sobre el escenario y tal vez
sin ser conscientes de ello, el teatro de la vida pasando bajo la atenta mirada del reloj, tejiendo la trama de un Gijón que se hace mayor, a un tiempo protagonistas y secundarios de su propia historia. Nicanor Piñole, Evaristo Valle, Manuel del Busto, Severo Ochoa, deambulan hoy por el café Dindurra, gozan de la idéntica inmortalidad de la que siempre gozarán Hamlet, Tartufo o Max Estrella. La ciudad que deseo es aquella que se aferra a sus raíces, que mantiene viva la llama de su memoria, que es capaz de mirarse en el perfil de sus edificios, que se reconoce frente al espejo, que se enorgullece de lo que ha sido, de lo que quiere llegar a ser. El Café Dindurra es mucho más que un negocio privado, me atrevo a decir que entre sus columnas art-decó se esconde el reflejo de nosotros mismos, una amalgama inverosímil de sal intensa, luz de San Lorenzo al atardecer, ruido metálico del tranvía y ese rumor inquieto del público minutos antes del comienzo de la obra de teatro.      

lunes, 6 de octubre de 2014

¡Hasta los Cojones!

      Advertencia: Este artículo puede contener palabras mal sonantes, improperios y verdades demasiado crudas susceptibles de herir la sensibilidad del lector.
      Ahora que estamos en completa intimidad os contaré una cosita; no es el momento de metáforas ni de prosa poética. Es el momento de la sinceridad abrupta, de agarrar el toro por los cuernos y decir a las claras que parecemos gilipollas pero que en realidad no lo somos.
      Veréis, hace años quisieron vendernos un proyecto de ciencia ficción para nuestra ciudad, el mar de vías que partía Gijón en dos, iba a transformarse en un espacio cosmopolia con edificios de diseño, zonas verdes y una maravillosa estación intermodal cabecera y fin de trayecto del AVE. Era fácil tragar el anzuelo, creerse las mentiras plasmadas por un puñado de políticos sedientos de votos. Todo parecía tan bello, tan limpio...vivir en aquel entorno virtual habría de ser por fuerza algo así como la felicidad plena. Y ¿por qué no?, en otros lugares tenían un ovni encajado entre torres de viviendas, museos de la ciencia megalíticos, y puentes colgantes espectaculares. Eso sí, después supimos que el ovni estaba averiado, que el museo de la ciencia había cerrado por ausencia de visitantes y que el puente colgante servía únicamente para unir las afueras del pueblo con un campo yermo en el cuál estaba proyectada la construcción de un parque temático que jamás existiría. Ficción pura. Pero yo, y sé que no fui el único, no me lo creí. Quizás porque conozco bien esta ciudad, sus males endémicos. A los gijoneses nos quedó el solarón y un túnel que pocos recuerdan; atraviesa la ciudad de punta a punta y mucho tiene que ver con esa estación que no se construirá. Y ahora llega la ministra a explicarnos el concepto: "Gijón perdió el Norte". "Ja, ja, ja. Sois unos cretinos y unos mamones, ¿quién os mandó votarlos?, ahora os jodéis y punto". Más o menos ese fue su esperanzador mensaje. "Tenéis solarón para rato, idiotas."  Que nadie dude un sólo instante de mi rotundo sentimiento democrático pero conviene aclarar que nuestros políticos son unos cabrones. Se arrojan los unos a los otros proyectos, utilizan el orgullo ciudadano como arma letal, inaugurando obras en el momento preciso, siempre con las elecciones a la vuelta de la esquina. Las personas carecen de importancia, los números mandan. Y mientras, el aislamiento de Gijón continúa creciendo. Nadie sabe cuándo dejaremos de tener una estación de autobuses paupérrima, si algún día el tren de alta velocidad llegará a nuestra ciudad o si por fin dejarán de leerse en la prensa titulares tan sonrojantes como: "Gijón perdió el tren", "El AVE emigra," "Viaje sin retorno", "Gijón en vía muerta". Harto de ver como el soterramiento de vías férreas se ejecuta en otras ciudades mientras nosotros nos mareamos con el tren de la bruja.
      Serafín, un primo de un primo mío atraviesa el solarón casi a diario, vive en las inmediaciones de Magnus Blikstad, y cada atardecer intenta diluir su frustración paseando por la playa de Poniente. Todo después de una larga jornada de trabajo sin trabajo. Una sombra más, otro número que engrosa la estadística del desempleo. Sale por la mañana a repartir currículums como quien buzonea con panfletos publicitarios las comunidades de vecinos, navega por internet, acude a entrevistas y cruza desolado hacia el Cantábrico buscando sosiego. Después, de camino a casa, siempre se detiene unos minutos con la vista al fondo sobre la extraña pareja que componen el rascacielos de Bankunión y la Iglesia de San José. Ahí se plasma la descripción más acojonante de su propio interior, el vacío, la puesta en escena del despilfarro, de los delirios de grandeza que a él le han arrastrado hasta la desesperación. Permanece meditando, destilando metáforas y jurando en arameo con el nombre de algún representante público siempre en la boca, en voz baja, procurando que nadie oiga sus insultos, su profundo desprecio a la clase política, no sea que un buen ciudadano pase a su lado y le increpe igual que acostumbran en las tertulias de la tele: "¡Cállese usted, demagogo de mierda!"     

lunes, 29 de septiembre de 2014

Otoño en Gijón

      La lluvia ha cesado. Sobre las aceras se refleja el atardecer. El frío es inminente, se adivina en los colores, en el cielo plomizo. La humedad se adueña del ambiente. Ha quedado atrás, muy lejos, el sol, las noches de verano, se difuminan entre la bruma del mar. Todo ha sido como un sueño breve, un relámpago en lontananza. Y ahora estamos ante el delicioso instante del reencuentro; el centro es un intenso trajín de personas que vienen y van, la calle Corrida, los Moros, la Plazuela San Miguel, todo palpita con el sosiego de la rutina, inmersos en un día cualquiera de un otoño cualquiera. Y entonces, justo cuando nos percatamos de que lo común es lo sublime, abrimos nuestros sentidos para captar cada nimio detalle de la cotidianidad. Todas esas vidas anónimas esconden magníficas historias, relatos del día a día que nada son desde el plano largo, seres que conforman un paisaje urbano, sólo eso. Pero hay un momento al atardecer en el cuál los cafés se llenan y las calles se vacían. Y es en esos lugares donde el tiempo se detiene, suspendido entre palabras, conversaciones en pareja, grandes viajes frente a la soledad de un buen libro. Salgo dispuesto a contemplar de cerca la desnudez de mi Gijón, paseo por sus parques, por la alfombra de hojas secas que van crepitando paso a paso, las ramas de los olmos desnudas camuflándose bajo el manto de la noche que
reclama su verdad, rozo con la yema de mis dedos las gotas de lluvia sobre la superficie de un banco de madera.
      Sé que el mar se encuentra ahí, que su esencia invade mi interior y me decido a buscarlo. Ha caído la noche, al fondo resplandece San Pedro y el Cantábrico parece sediento de ciudad, se abalanza sobre los edificios como un fantasma inmenso, un rumor impone su poder, apenas nadie contempla lo que yo soy capaz de contemplar: una chica enfundada en ropa deportiva corre hacia el Rinconín,  una pareja de novios comiéndose a besos junto a la escalera quince..., nada más. Soy un raro observador de la belleza que nadie ve, y percatarme de ello hace que me sienta en una posición de auténtico privilegio.
      Me adentro en la ciudad, barrio de la Arena, los Campos, Begoña. Hay luces en los miradores, la gente se protege del frío, se entrega al engranaje de la rutina. Sin embargo yo intento disfrutar del cambio, esa especie de catarsis cíclica, matemática. Cada nueva estación es un regalo, una  nueva vida, una piel distinta que mudamos, nuevos propósitos, nuevos colores por descubrir, matices que siempre han estado ahí. Gijón se viste de otoño desde el Campo Valdés hasta Isabel la Católica, es una oportunidad perfecta que no regresará, conscientes de que la única certeza en nuestras vidas es la insignificancia de nuestra propia levedad.
      Llueve otra vez sobre Gijón, esta vez no correré a refugiarme, caminaré despacio borrando mi propio reflejo sobre los charcos.       

lunes, 22 de septiembre de 2014

Mensaje en una Botella

      Caminaba por la arena de San Lorenzo. Marea baja, sol resplandeciente. Una de esas mañanas en las que te dejas llevar junto a la orilla, envuelto en el rumor de la mar. De pronto mis ojos se detienen en un objeto que parece llamarme a gritos. Se trata de una botella con un mensaje dentro. A mi alrededor no hay nadie. Sin duda soy el elegido, un destinatario afortunado que está a punto de descubrir algo fascinante:
      "Cómo has de llamarme poco importa. Me considero sólo un náufrago entre tantos otros. Pero si prefieres imaginarme con un nombre, hazlo con el de Enzo. Éste era el nombre del ídolo de mi niñez, Enzo Ferrero. Mi padre me llevó por primera vez al Molinón y descubrí que el verde era el color de los sueños. Había un equipo que vestía de azulgrana y otro que lo hacía de rojiblanco. Vencieron estos últimos ante un público eufórico. Aquel equipo no era otro que el Real Sporting de Gijón. Salí del estadio satisfecho al respirar la alegría plena de mi gente. Esa tarde llegué a casa con el alma revuelta y el corazón al rojo vivo. No comprendía lo que me pasaba; mis pensamientos se habían teñido del color de aquella camiseta que corría por la banda izquierda haciendo estragos en la defensa barcelonista. Apenas pude conciliar el sueño, estaba enamorado.
      Los años transcurrieron y el equipo de mis amores me hizo gozar y sufrir, rozando el éxito, saboreando el amargo fracaso. Llegó la zozobra, diez años en el olvido, asimilando que tal vez nunca volveríamos a ser lo que fuimos. Regresamos a primera de la mano del gran Manolo Preciado y cuatro años después, de nuevo al pozo. Pero yo continúo con el ritual previo a cada partido en el Molinón. Camiseta, bufanda y camino al estadio dejándome llevar por la afición, mezclándome con ella, escuchando sus comentarios acerca del equipo, sus ilusiones idénticas a las mías. Luego, me acomodo en mi asiento de siempre y me empapo del ambiente que crece y crece hasta el pitido inicial. Son muchos años de fidelidad a un amor en
ocasiones no correspondido, pero cuando se quiere ha de ser así, con toda el alma. No soy de esos afortunados a los que les sobra el dinero. El abono de cada temporada supone un esfuerzo que muchos considerarían un auténtico despilfarro, para mí en cambio es una necesidad vital. Sería incapaz de imaginar
mi existencia sin el amor de mi vida, no besaría otro escudo que no fuese el de mi Sporting y siento indiferencia ante cualquier partido si éste no afecta, aún de modo tangencial, a mi equipo. Los veranos son eternos, añoro los cánticos de la grada, el olor del césped recién cortado, y cuando al fin arranca una nueva temporada vuelvo a reencontrarme conmigo mismo, a constatar que todo está donde tiene que estar mientras el balón rueda por el campo.
      Y ahora dicen que mi Sporting está enfermo, herido de muerte, que quizá todo lo que he vivido no haya sido más que un sueño, que Enzo Ferrero se convierta en el recuerdo de un recuerdo. No comprendo nada. ¿Por qué mis sentimientos pueden estar en manos de un desaprensivo, mi vida entera pendiente de unos hilos que manejan a capricho quienes desconocen lo que yo siento, que desprecian la esencia de este deporte, que tienen por cerebro una máquina registradora averiada? El fútbol de hoy es la puesta en escena de la hipocresía, la doble moral y el despotismo ilustrado, "todo para los abonados pero sin los abonados". Tratan de convencernos aduciendo a la legalidad, las sociedades anónimas. Los clubs de fútbol son empresas privadas y punto. Cierto, pero me cuesta creer que un día, pese a que sean también rojiblancos, llegue a haber una horda de forofos a las puertas de la fábrica de Coca Cola con la intención de espolear a sus trabajadores para que ese día saquen una buena producción de refrescos gasificados. Mi Sporting tiene alma, es tan Gijón como la playa de San Lorenzo o como el mismísimo Jovellanos, es lucha y esperanza, es cielo y es infierno en noventa minutos, orgullo y miseria, tradición e incertidumbre, es Enzo Ferrero, es mi niñez y por encima de todo es y será siempre el amor de mi vida."
      Terminé de leer la carta y permanecí varios segundos congelado, con la cabeza abajo y el papel entre mis manos. Después, como si un inmenso grito de socorro traspasase mi cuerpo, alcé la mirada sin dar crédito a lo que ante mí se plasmaba: En la playa de San Lorenzo yacían centenares, miles y miles de botellas que guardaban en su interior mensajes de náufragos como ése que acababa de leer del anónimo Enzo.
   

lunes, 15 de septiembre de 2014

Horacio Pinchadiscos

      Resulta muy gratificante el reconocimiento social, la palmadita en la espalda y las oleadas de pasta circulando por tu cuenta corriente. Tranquilos, no hablo de mí, qué más quisiera, sino de Horacio, un triunfador casual de la vida contemplativa. Veréis, Horacio era un muchacho de culo inquieto, flacucho y pendenciero, de los que la liaban parda casi a diario, narcisista, hedonista y macarra. Una joya. Pero Horacio tenía una, a la postre, provechosa afición que consistía en acudir a las fiestas a poner discos. Aquellos años ochenta habían dejado atrás los míticos guateques, conocidos por el gran público gracias a "Cine de Barrio" y a Paco Martínez Soria. Hory, que así se conocía a Horacio en el mundo de la noche, desconocía ese pasado casposo del pobre pringado al que le endosaban la ardua tarea de quedarse al pie del cañón,(el tocadiscos en este caso), manteniendo el pulso de la fiesta. Los Brincos, los Diablos y alguna que otra de los Beatles, solían ser el contexto necesario para una buena borrachera. Sin embargo, Horacio llegaba con el camino un tanto allanado, los pinchas del Tik o el Jardín comenzaban a ser gente respetada y ligona, nada  comparable con el muñeco de trapo que intervenía en los Teleñecos con el nombre artístico de Horacio Pinchadiscos. Y a ese personaje caricaturesco fue al que nos agarramos. El mismo nombre y la misma pasión por los vinilos, la mofa estaba servida. A veces, Horacio jugaba con nosotros en la calle y los chistes fluían como el agua del río, él era el muñeco de trapo al que vapulear, carcajadas y crueldades por doquier que el muchacho encajaba con deportividad, como si supiese con total certeza lo que le depararía el destino o el azar...
      Paco y Rorro apuraban las postreras horas de una de las últimas fiestas patronales gijonesas. Actuaba una orquesta de cierto renombre. Ambos miraban al tendido con un punto de desesperación al sentir como se les escapaba la noche aferrados al vaso de plástico de su vodka con limón. Había terminado el pase de la orquesta cuando la música empezó a sonar a sus espaldas. Se trataba de un pequeño escenario cargado de luz nerviosa que iluminaba el perfil de un hombre alto, agazapado tras unas gafas oscuras y una gorra de rapero. Manejaba una mesa de mezclas y ejecutaba, como mandan los cánones, cada uno de esos movimientos propios del mejor o tal vez el peor DJ del mundo. Mis amigos se miraron con desidia, se avecinaba una sesión soporífera de música enlatada. Y como suele ocurrir con el alcohol, sus pensamientos comenzaron a cristalizarse en palabras, críticas feroces a plena voz que parecían una especie de mitin festivo y chabacano.
-¡Exijo una cumbia!- balbuceó Paco.
-Pues yo necesito un buen pasodoble, "Tres veces guapa"-imploró Rorro.
-¿Dónde están las bailarinas con ropa ligera?
-Déjate de chorradas. Quiero escuchar el punteo del guitarrista, las baquetas del batería al viento, el tumbao de salsa del teclista y los gorgoritos del cantante. La puesta en escena del tema de moda mal versionado, pero real, sin trampa ni cartón. Esos obreros de la música son artistas que difunden el buen rollo, una raza adaptada a vivir en la carretera, de pueblo en pueblo. Son herederos del viejo cómico, del viaje a ninguna parte, un vestigio de nuestra alma trashumante. Los focos de colores que iluminan su sudor, las noches de verano, el derecho a la evocación, todo les pertenece. Y se lo arrebatan, poco a poco usurpan su lugar en el escenario tratando de convencernos de que todo es lo mismo, todo da igual. Pero míralos, nadie baila, no hay contacto. La gente contempla a ese tipo como las vacas lo hacen al ver pasar el tren.
      Y justo cuando Paco y Roro parecían a punto de largarse entre insultos y gestos soeces, alguien les toca en el hombro. Era como la llamada a una puerta que había permanecido cerrada durante muchos años. A sus espaldas, un par de armarios roperos, ambos ocultos tras sendas gafas de sol  y gorras de rapero idénticas a las del fulano que trataba de animar en esos momentos la romería.
-¿Hay algún problema con nuestro jefe?- preguntó el de la izquierda.
-¿Jefe?- preguntaron mis amigos a la par.
-Sí, DJ Hory.
      "Jodeeeeeer qué marrón", pensaron en absoluta sincronía Paco y Rorro. Apenas un par de minutos más tarde, mis amigos abandonaban la fiesta cabizbajos y con el corazón latiendo con fuerza en sus narices ensangrentadas.
      Desde lejos el chumba-chumba iba perdíéndose mientras la vieja sintonía de infancia del incomparable Horacio Pinchadiscos se abría paso en sus memorias. Ésa que decía:
-"¡Horacio!
-¡Qué, qué, qué!
-¡Cómo te lo montas tíoooo...!" 
        

martes, 9 de septiembre de 2014

Récord Mundial

      Y como no podía ser de otro modo, Paco, Rorro y yo, nos reencontramos en el mes de agosto. Teníamos mucho de qué hablar, recuerdos que sacar a flote y deudas pendientes en los chigres de Gijón. Así que una buena tarde, me acerqué por el "Vértigo", donde aguardaban impacientes mis amigos. Eran poco más de las siete cuando cruzamos el umbral de la primera sidrería y supe que algo grande iba a ocurrir aquella tarde. Tomamos un par de botellas por el barrio, la gente regresaba en bañador, con la toalla al cuello y el sol a sus espaldas, nada raro después de un día de playa y bandera verde. Salimos buscando el centro; calle Uría, Plazuela... Los pasos nos llevaban recorriendo viejos caminos, senderos del pasado que permanecían grabados en cada uno de nosotros, una especie de paseo inconsciente por los paisajes de la nostalgia. Pero no existía el menor atisbo de melancolía en el ambiente, nuestras voces rozaban la euforia, el anhelo de concordia, el contacto cariñoso del viejo camarada loco por beberse el carpe diem con una sonrisa permanente en el rostro. Era el momento, la calma perfecta que tal vez precediese a la tempestad de un futuro incierto. Y entonces, los tres supimos que no existía más verdad que la de aquella tarde de verano, que la felicidad no es sino un mosaico de pequeñas piezas que casi nunca consiguen completar el todo de la escena. Recordamos anécdotas, viejas historias inconfesables de una niñez perdida. Nos reímos de nuestra propia sombra, de nuestros sueños rotos y cuando adiviné un ligero brillo en la mirada de Paco al pronunciar el nombre de Penélope, agarré a mi amigo del hombro y salimos con la disculpa de respirar un poco de aire salado. Recorrimos el Muro, desde Capua hasta el Campo Valdés; la noche había encendido las luces de la bahía y me detuve un rato a contemplar. La gente atravesaba la Plaza Mayor, se dirigían a Poniente entusiasmados, Rorro me explicó lo del escanciado simultáneo y decidimos dejarnos llevar por la corriente.  
      Miles de personas llenaban el arenal, armados con su botella de sidra y con su vaso. Había risas y ambiente festivo, era un placer sentirse parte del todo, una diminuta gota en la marea. Batimos el récord, estaba cantado. Somos grandes, tan grandes como la Escalerona o el Molinón.
      Una hora más tarde aparecimos en Cimadevilla, prolongando el momento de armonía cósmica hasta creernos capaces de hacerla perpetua. Los chigres estaban a tope y nosotros, atrincherados en la barra, compartíamos la ambrosía de los dioses siguiendo el ritual del buen bebedor de sidra. Y de pronto, mientras Paco y Rorro disertaban sobre asuntos filosóficos, yo me dejé llevar por el extraño que vive en mí desde hace algún tiempo. Alcé la mirada para contemplar cada nimio detalle: el camarero con su brazo arriba para escanciar, el sonido de la sidra rompiendo sobre el vaso, la forma de beber, de tirar a los pies de la barra el resto del culín, las bandejas de pinchos, las tertulias entorno a las botellas vacías, el verde turbio y el olor a manzana en esencia que salpica mis pensamientos. Somos seres sociables, necesitamos el
calor de la amisad, ofrecer el vaso del que hemos bebido a quien comparte el momento con nosotros. Resultaría inconcebible una sidrería cargada de silencio, llena de gente que apenas habla entre sí. La sidra es la bebida de la cordialidad, el antídoto a la tristeza y al abandono, un refugio a los problemas del día a día, la verdad relativa del colega que habla, del amigo que escucha y empatiza, la tierra húmeda y verde, agreste y bella, el fruto prohibido con el que pecar sin complejos sabiendo que no hay otro cielo mejor que el nuestro.
      Paco y Rorro trazaban planes de futuro, dibujaban paisajes que jamás habían contemplado, estaban convencidos de que emprenderíamos juntos un viaje maravilloso. Nombraron ciudades legendarias de la china milenaria, pueblos de postal al sur de Italia, parques naturales, viejas ruinas aztecas. Me dejé llevar por ellos convencido de que al día siguiente saldría el sol y que todo lo borraría. Todo menos los recuerdos y el hecho irrefutable de haber formado parte en mi Gijón del récord mundial de escanciado simultáneo. Casi nada.             

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Carlos Álvarez Castañón