lunes, 30 de diciembre de 2013

Love Story

      Una vez más Manolo Preciado tenía razón. Recuerdo sus palabras aludiendo a esa historia de amor con la afición del Sporting. Acude a mí amortiguado por el tiempo, con serena tristeza: su voz de barítono, los puños al viento del Molinón cuando celebraba algún triunfo y sus conferencias de prensa cargadas de chispa y magnetismo. Encandilaba con su discurso, con sus razonamientos cabales, de sensatez poco usual. Me confieso admirador de su oratoria, de su naturalidad y de ese desparpajo divino para llamar a las cosas por su nombre, sin demagogia, sin máscara. Y es que Manolo Preciado era de los que caminaban sin red, a pecho descubierto.
      El día que recibí la noticia de su llegada a Gijón para firmar por el Sporting escuché perplejo su comparecencia ante los medios de comunicación. Tan sólo era un mensaje esperanzador, sencillo y de una coherencia incontestable, aludiendo a lo que había sido este club y a lo que aun seguía siendo; algo así como una bella durmiente aguardando el beso del príncipe. El flechazo se había producido y el romance no había hecho más que empezar. Aquella primera temporada fue un carrusel de emociones: remontadas taquicárdicas, varapalos a domicilio y coqueteo con los puestos bajos de la tabla; disputas y reconciliaciones de un amor que calaba hondo semana a semana. Después llegó el delirio, la pasión, el juramento de amor eterno; el fiasco de Castellón, los goles de Mendizorroza, esos últimos minutos al borde del precipicio y por fin, el partido contra el Eibar en un Molinón repleto, el paseo por la playa, el baño de multitudes, el balcón del ayuntamiento... 
      Las temporadas que se vivieron después de toda aquella vorágine permanecerían marcadas por ese temperamento y esa voz rota, ese carácter indomable, su puesta en escena abanderando el orgullo de unos colores cuando pretendían ser vilipendiados. Pero ante todo su mensaje diáfano y contundente: trabajo y humildad. Sus declaraciones públicas, no eran más que un fiel reflejo de aquella aparición primera en la que surgió el flechazo. Dijo sí quiero al Sporting cuando otros nos habían dado calabazas. Por eso la justicia toma en ocasiones la forma de las pequeñas cosas, diminutas vidas que se tornan de pronto en dichosas. Manolo Preciado encontró en Gijón la felicidad y el reconocimiento, pero los sportinguistas hallamos en él un mesías humano, de carne y hueso, que disfrutaba de una copa de vino en cualquier taberna del barrio del Carmen o de una botella de sidra en algún chigre del Llano, sin negarse nunca a saludar gustosamente a quien se le acercase.
      Pero en la vida real, como en el cine, toda historia de amor memorable esconde un final trágico y ésta no iba a ser menos. Manolo se fue sin avisar, a traición. Recuerdo que escuché la noticia a través de la radio y pensé que se trataba de un error, de una broma macabra. ¿Por qué, pensaréis, hablar ahora de Preciado si hace más de un año que se fue? Quizá, al llegar la nochevieja afloren en mí viejas historias que de algún modo siempre seguirán vivas, tal vez porque la luz del invierno sea evocadora de tristeza remansada o probablemente tan sólo se trate de cumplir una promesa. Al fin y al cabo, estoy seguro de que muchos como yo, hubo un día, que de alguna manera, le juramos a Manolo Preciado amor eterno.           

lunes, 23 de diciembre de 2013

...y en el Molinón no tienes rival

      Paco, Rorro y yo formamos parte de una generación que creció viendo ganar al Sporting. Los Domingos en los que había partido, poco después del telediario, sonaba el timbre de mi casa; abajo esperaban mis amigos envueltos en sus bufandas rojiblancas. Atravesábamos la avenida principal del parque Isabel la Católica pisoteando las hojas secas de los olmos que jalonaban el trayecto
y nos uníamos a esa marea que se dirigía hacia el estadio entre el frío y la ilusión. En los alrededores se arremolinaban los aficionados en animadas tertulias, esperando por algún compañero de fatigas que se retrasaba y con el cuál poder compartir el dulce sabor de la victoria. Teníamos la osadía de los grandes, el orgullo del campeón, aún sin haberlo sido jamás. Sin embargo éramos la alternativa al poder establecido, esa condición de la que habían gozado otros clubes y que creyeron eterna. Nosotros también lo creímos; la gloria, el paraíso, borran todo atisbo de humildad. Aunque al fin y al cabo éste no sea más que un pecado venial. Pero, ¿quién no ha de ser débil y pecar después de haber contemplado a Enzo Ferrero correr la banda izquierda del Molinón, tras gozar de la mayestática hegemonía en la medular del gran Joaquín o de los inverosímiles remates de cabeza del brujo? La tribunona se ponía en pie acompañando al resto del graderío, rugía el estadio lleno de sportinguistas entregados. Cayeron los grandes en el Molinón y lo hicieron porque mi equipo era uno de los elegidos, respetado y temido como sólo se  respeta y se  teme al poderoso. Pero nada es eterno y los nuevos tiempos arrastraron al club hacia la decadencia. En cambio, algo de aquellos días no podrá borrarse nunca: los recuerdos son un reflejo de lo que en cierto modo seguimos siendo y yo pude ver con mis propios ojos cómo los sportinguistas  rozábamos la gloria con la yema de nuestros dedos.
       Los años transcurrieron implacables y todas esas imágenes han permanecido dormidas en un monótono letargo, como un sueño que está a punto de disiparse. El Molinón se caía, sus gradas eran el esqueleto de un anciano que en sus tiempos había sido la envidia de muchos. Pero éste no es un estadio cualquiera, en sus más de cien años de historia ha visto demasiados goles como para perderse en el anonimato entre el abandono y la ruina.
      Ahora es un campo digno, hermoso, revitalizado y dinámico, algo así como un caballero con un siglo de existencia a sus espaldas, bien aseado y elegante, que aún es capaz de seducir y narrar historias del viejo Sporting, ése que hace sentirnos vivos, entregados a un sentimiento irreductible en el cuál no cabe el amor a otros colores que no sean los nuestros; condenados por ello, eso sí, a sufrir cada derrota, a saborear cada victoria con los pies en tierra firme y la ilusión volando alto, imaginando lo que pudimos alcanzar.  Porque en el fondo de nuestro corazón sabemos como nadie que el Sporting siempre será uno de los grandes y que el césped del Molinón atesora el verde excepcional de los grandes momentos futbolísticos. Por eso, al sonar el himno, justo antes de comenzar el partido, nos recorre por la espalda un escalofrío mezcla de orgullo y emoción. Una fuerza que nace de nuestras entrañas y nos empuja a gritar muy fuerte: ¡¡¡Aúpa Real Sporting...de ti esperamos más!!!!

    

lunes, 16 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad


      Rorro lanzó un último vistazo antes de salir a la calle. La nieve se deslizaba con parsimonia a través de la luz anaranjada de las farolas. Frotó sus manos al imaginar la gélida noche. Apagó las luces del "Vértigo" y salió envuelto en una bufanda gris. Sus huellas marcaban el camino hacia el cálido refugio de la Nochebuena: una copa de buen vino, delicioso cordero lechal y la compañía entrañable de los suyos. El sonido del mar se intuía lejano, disipándose a medida que se adentraba en la ciudad. Había luces en las casas e imaginó pequeñas historias de reencuentro, lágrimas de felicidad, anuncios de turrón. Unos chavales se lanzaban bolas de nieve entre carcajadas, escuchó a sus espaldas la voz de un cliente que le gritaba:"¡Feliz Navidad! Rorro levantó su rostro para contemplar los copos cayendo sobre su piel. Alguien cantaba un villancico desde algún lugar cercano...
      Pulsó el botón del tercer piso y sin mediar palabra un sonido metálico le anunció que podía subir. Sus dos hermanas departían apasionadamente sobre papillas, vacunas y cremas para el culito de sus bebés, no en vano habían sido madres a penas siete meses atrás. Rorro no quiso interrumpirlas y optó por servirse una generosa copa de Rioja. Cuando aún tenía la botella entre sus manos, sonó el timbre de la puerta. Unos segundos más tarde allí estaban Andrés y Borja, cuñados de un Rorro que mostraba una amplia sonrisa al verlos aparecer en el salón. Poco después hicieron acto de presencia los anfitriones, Rodolfo, padre de Rorro y su esposa Juana. Tomaron asiento para comenzar la cena. Su Majestad el Rey leía su discurso y sus palabras se entremezclaban con tres conversaciones en la mesa; la de las hermanas y el novedoso giro a su conversación (ahora discrepaban sobre los accesorios de la cuna de viaje), la de los cuñados que calentaban motores con el socorrido tema de la crisis y los ecos de Rorro evadiéndose de todo aquello al recordar alguna secuencia de cine fetén en la cuál James Stewart defendía sus valores.
      Juan Carlos I concluyó con su ceremonial y en el televisor Raphael desgranaba su verborrea diatónica tras su máscara melodramática. Primera tentativa: Andrés alza sus manos cuán reo a punto de ser fusilado. Borja proyecta un grito que silencia al resto de comensales: las hermanas, sus padres y los pensamientos de Rorro. Pero Raphael sigue cantando. El cabeza de familia decide intervenir. Se incorpora y llena las copas de sus tensionados yernos: gasolina al fuego. Arderéis en el infierno, pensó Rorro. Se mascaba la tragedia, los antecedentes, el alcohol y lo entrañable de la noche dictarían sentencia. Andrés tiró un par de puñaladas aludiendo a la soberbia además de algún que otro pecado capital, Borja paladeó gustoso la expresión: "muerto de hambre", las mujeres se apuntaron sin dudarlo a la refriega y cuando el griterío estaba a punto de pasar a la acción, Rorro se sirvió la última copa de vino. Estaban en pie, fuera de sí, festejando como mandan los cánones la Nochebuena. Se escuchó un violento golpe sobre la mesa, cristales rotos, llantos desconsolados. Rorro se levantó y salió de allí sin molestar, entre insultos desgarrados y el "ropopompom".
      Hacía un frío tremendo. No había nadie en el barrio, tan solo nieve sucia, pisoteada. No lograba apartar de su cabeza la figura desgarbada de James Stewart corriendo por las calles. Entró en su casa, había un silencio ensordecedor. Se tumbó en el sofá y estiró su mano derecha hasta el mando a distancia. Buscaba su Navidad, ésa que nadie podría arrebatarle nunca y cuando temía que aquel año iba a ser distinto a los demás, respiró hondo y clavó su mirada en la pantalla. Después de todo había tenido suerte, en ese preciso instante comenzaba la película: "¡Qué bello es vivir!".


   

martes, 10 de diciembre de 2013

A Kike Amado


      Más que sus edificios, sus plazas, el entramado de sus calles o incluso el emplazamiento geográfico, lo que realmente define a las ciudades son sus habitantes. En ellos reside la historia, construida casi siempre, a base de sufrimiento diario y anónimo que no se halla impreso en los libros sino que circula a través de la voz de sus gentes y que en Gijón se manifiesta en  improvisadas tertulias a pie de San Lorenzo o en algún café de la calle Corrida. Anécdotas que se transmiten con un color muy particular, sarcasmo e ironía en cada observación. El gijonés siente un orgullo ciego por lo suyo, un amor hondo que lleva consigo allá donde esté, muy crítico e inquieto, jamás indiferente cuando se trata de su ciudad.
      Kike Amado fue uno de los nuestros. Un gijonés arquetípico. Gran conversador, afable y solidario, de mirada limpia y corazón inmenso. Sabía escuchar, empático y sincero. Su porte era elegante, de película en blanco y negro, de esa etapa gloriosa del cine de Hollywood en la que los actores no parecían terrenales. Sin embargo, él lo era, brindaba su ayuda a quien se lo solicitase. Fue pregonero en numerosas fiestas del entorno rural, siempre desinteresadamente, siempre dejándose el alma en cada verso que componía. Le sobraba con los aplausos y el cariño de la gente. Escribió cinco libros que pudieron ser muchos más ya que su actividad creativa duró casi hasta el final. Nunca pidió nada a nadie para lograr aquellos fines que perseguía.Sus poemarios pasaron por la imprenta gracias a su propio esfuerzo y al amor por todo cuanto le rodeaba, su familia y su Gijón del alma. Hablaba de la playa o de sus rincones como solamente lo haría un enamorado quinceañero que acaba de conocer a la chica de su vida. Casi todo en este mundo tiene un final, aunque yo estoy en la certeza de que esa pasión de Kike Amado por su ciudad  no ha terminado y no lo hará jamás. Se puede amar después del último viaje, sin duda, habiendo conocido a Kike es algo que nadie, aunque se empeñe, puede rebatirme. Porque ese mar bañó su piel más de mil veces, porque Cimadevilla recuerda sus paseos con Luisa por sus calles empedradas, porque cada rincón del centro añora su voz y su risa.
      Ósmosis, ésa es la clave de todo. Gijón es su gente y su gente es Gijón. Diferente al resto, entrañable y pura, irreductible. Por eso, no resulta difícil imaginarse a Kike Amado compartiendo tertulia con sus amigos en el Campo Valdés, o mejor aún, apoyado en la barandilla del muro contemplando en silencio la silueta recortada en el horizonte de la iglesia de San Pedro, meditando.     

martes, 3 de diciembre de 2013

Gijón desde otro ángulo

        Es cierto, Paco está fascinado con las nubes; aunque al principio le costó un poquito alzar la mirada. Su obsesión era el mar, las olas rompiendo a los pies de "La Escalerona." Bajaba a la playa y se pasaba largas horas fotografiando la espuma salada que penetraba en la arena. En alguna ocasión tuvo que suspender su trabajo a causa de un golpe de mar. Corría peligro su cámara reflex y su salud. Fue en uno de aquellos remojones involuntarios cuando decidió hacerme caso. Y resultó que allí arriba se escondían formas infinitas y colores inverosímiles.
       Gijón es una ciudad afortunada por el simple hecho de ocupar el espacio geográfico que ocupa. El Cantábrico es un espectáculo cambiante que nos acerca a nuestra propia esencia, raro equilibrio entre la ira y el sosiego. Sería de locos renunciar a todo esto. Sabemos quiénes somos y hacia donde mirar. Sin embargo hoy os propongo dar la espalda a San Lorenzo, a su magnética bahía y adentrarnos en las calles para saborear en su justa medida todo aquello que normalmente pasa desapercibido.
         Carecemos de
un importante casco antiguo como el de otras ciudades, sin duda a causa de nuestro emplazamiento marítimo. Desde hace siglos hemos sido demasiado vulnerables, Gijón ha perdido más de una batalla a lo largo de su historia y a los perdedores no les queda otro remedio que contemplar cómo arden sus edificios. De cualquier manera, esta ciudad posee un patrimonio civil maravilloso, un escaparate encantador, ese otro Gijón que siempre está ahí. Miradores, desde donde contemplar el ocaso adquiere una enorme carga poética, balcones de forja, portales vestidos con azulejos hipnotizantes, diseños de fachadas modernistas, eclécticas o neoclásicas; refugio de la burguesía que ostentaba el poder a principios del siglo XX. Ése es nuestro verdadero patrimonio como ciudad, la herencia de Jovellanos, calles y plazas que él proyectó. Algunas de esas joyas tan sólo forman parte de viejas postales en blanco y negro, pero aún se mantiene lo sustancial de lo que somos. Caminar sin prisa con la mirada atenta es un ejercicio gratificante, sentirse como el viajero que descubre cuanto le sale al paso. Eso es Gijón, el otro Gijón que hay que buscar cada día sin renunciar nunca a la marea; el Gijón que se impregna de sal, que se difumina en sus perfiles elegantes y dignos, manchados por la presencia del Cantábrico. Porque, como tantas veces le pregunté a mi amigo Paco, ¿acaso es falso que las nubes siempre se reflejan en el mar?

miércoles, 27 de noviembre de 2013

La dolce vita


      Decididamente existen personas, una selecta minoría eso es cierto, que son capaces de vivir como siempre soñaron. Un buen aperitivo hacia las doce y cuarenta y cinco, una conversación de altura entre el tintineo de un exquisito cristal de bohemia y una generosa sonrisa a esta vida que me ha dado tanto; viajes, paseos junto al mar y mujeres hermosas acariciando tu piel bronceada. El sueño de Paco, el de Rorro y tantos soñadores que juegan cada semana a la lotería primitiva. Paco ha dejado de hacerlo, perdió la fe al escuchar clara y contundentemente la sucia realidad matemática explicada con elocuencia por un científico norteamericano: "ganar un premio gordo a través de un sorteo en el cuál intervienen seis o más dígitos es casi un milagro, (por lo visto algunos hombres de ciencia siguen creyendo en ellos), algo así como la colisión de un gigantesco asteroide contra el planeta Tierra". Paco se preguntó, si aquella aseveración era correcta, ¿por qué cada semana impactaba un gigantesco asteroide contra la tierra? Sin embargo nada importaba aquella retórica pregunta, había tomado una decisión y a partir de ese momento debía aceptar que ya nunca experimentaría "la dolce vita". Pero como buen observador, Paco empezó a agudizar esa cualidad oculta tan propia de los seudo-reporteros del corazón. Frecuentó sidrerías del centro, restaurantes caros en los que se colaba para tomar un agua mineral y ojear a la clientela que entraba y salía; buena ropa, abrigos de visón, joyas de postín, glamour, mucho glamour. Entre los asiduos a un restaurante con abolengo y precios desorbitados, comenzó a ver a una extraña pareja, dos mujeres, la más joven de aspecto chabacano a pesar de ir cargada de oropeles y ropa cara, recordaba de alguna manera a cierta famosa sin oficio conocido que en su día había sido pareja de algún torero pendenciero. La mayor, rondaba los ochenta y era el vivo retrato de aquella vieja resabiada que interpretaba a una napolitana en "las chicas de oro". Paco decidió seguirles el rastro, igual que esos detectives que interpretaba Humphrey Bogart. A mediodía tomaban un vermut de solera en una vinatería cercana al viejo barrio y a eso de las tres menos cuarto, aparecían puntuales  en el restaurante.  Un día, mi amigo se decidió a esperarlas pacientemente hasta que cruzasen el umbral hacia la calle. Allí estaban, con la cabeza muy alta y el talle erguido. Caminó tras ellas a distancia prudencial. Alcanzaron el barrio del Llano y se detuvieron ante un portal. Se metieron dentro y Paco esperó unos minutos hasta poder hablar con un par de vecinos, luego, se fue.
      Transcurrieron varios días y Paco no tuvo más remedio que pasar el informe a  quién, conociendo su ociosidad y afición detectivesca, le había encargado aquel trabajo. Y ese, no era otro que nuestro viejo camarada, Rorro, sobrino y primo carnal de las investigadas. A él había acudido unas semanas atrás, mientras fregaba unos vasos en el "Vértigo", el propietario de la sidrería "Bababuchy", con una cuenta pendiente que superaba los dos mil euros.
      Paco aprendió una lección aquellos días en los que jugó a ser Humphrey Bogart: "no es oro todo lo que reluce". Nos apasiona el carnaval, lucir una hermosa máscara. La vida sólo es aquello que los demás pueden ver. Paco ya no juega a la lotería, ha renunciado para siempre a "la dolce vita", pero a cambio de ello, goza plenamente fotografiando nubes con su Nikon de segunda mano.

lunes, 25 de noviembre de 2013

El tren de la bruja

      Jamás olvidaré aquellos maravillosos años en los que Paco, Rorro y yo, nos acercábamos hasta las inmediaciones del Molinón, en pleno mes de Agosto, para disfrutar del pequeño parque de atracciones que allí se instalaba. Una modesta noria, nada que ver con esa impresionante mole que preside esos bulliciosos chiringuitos de la Semana Negra, los míticos coches de choque, amenizados por rumbas canallas de "Los Chichos", un puesto de tiro al blanco con escopetas de perdigones perfectamente revisadas para no acertar  ni por casualidad en el dichoso palillo que sujetaba un inservible peluche y finalmente, nuestras atracciones favoritas: Paco estaba maravillado con los efectos alucinógenos del "Pulpo". A lo largo del viaje, lanzaba gritos que se escuchaban desde más allá del Natahoyo; luego, con los pies en tierra firme, permanecía excitado durante casi una hora contagiándonos su desbocada adrenalina. Rorro, prefería "El caserón de los muertos vivientes", un misterioso lugar, claustrofóbico y carente de todo tipo de medidas de seguridad; de auténtico pánico. Yo, en cambio, sentía una atracción irrefrenable por "El tren de la bruja". Quizá tal predilección fuese motivada por la oscuridad del túnel, o tal vez porque el ferrocarril siempre ha sido para mí un medio de transporte diferente, metafórico y evocador.

       Estos recuerdos afloraron en mi mente justo cuando me fustigaba un rato viendo el telediario de las tres(definitivamente, el pobre está peor que las maracas de Machín, pensaréis). Antes, dejad que os explique: La noticia que provocó la chispa, aunque parezca mentira, era referente a la crisis. Hablaban de aeropuertos, ciudades del arte, monumentos absurdos que homenajeaban al mal gusto, dinero tirado, o peor aún, robado por intermediarios que inflaban presupuestos y dilapidaban recursos del contribuyente. Y de pronto, al contemplar una bacanal tan grotesca, afloró ese tren de la bruja que tanto me divertía. Sin embargo, en esta ocasión no atravesaba el breve túnel de antaño en el recibíamos escobazos entre carcajadas, sino que viajaba por el oscuro agujero que cruza el subsuelo de Gijón, desde el Humedal hasta Cabueñes: El túnel de la risa, también conocido como "túnel del metrotrén". Permanecía en el olvido, al menos en algún recóndito rincón de mi memoria, pero siempre hay vergüenzas que destapan otras vergüenzas. Y mientras la treintañera presentadora de amelcochada cabellera seguía narrando con asepsia de cirujano el rosario de desgracias acaecidas esa jornada, yo, encadenaba el metrotrén con ese otro proyecto de ciencia ficción que se pretendía ubicar en mitad del mar de vías; imaginé la cínica sonrisita del creador al saber como nadie que allí nunca se construiría un hotel de treinta plantas, ni zonas de paseo, ni la sobredimensionada estación intermodal. Y como ya no tenía freno, decidí atravesar la bahía y aparecer en los ruinosos terrenos del Rinconín, en los cuáles se quiso llevar a cabo en su día un interesante proyecto,  "Salamandra",  que, obviamente tuvo un final idéntico al del casino, el apartahotel o el centro de ocio y hostelería. Males endémicos de nuestra ciudad, ideas y proyectos que nunca llegan a fructificar, condenados a dar vueltas y vueltas, vueltas y más vueltas, igual que "El tren de la bruja".



martes, 19 de noviembre de 2013

En ocasiones veo muertos

      Rorro, mi viejo amigo propietario del "Vértigo", me tiene preocupado. Desde niños, a pesar de que él era un par de años mayor que yo, compartíamos las mismas aficiones: fútbol, coches antiguos y sobre todo, películas de miedo. ¡Qué recuerdos aquellos en los que vampiros, hombres lobo, zombies y espectros, deambulaban por nuestras pesadillas! Sobre todo las noches en las que programaban "Mis terrores favoritos". Jamás me perdí una sesión de masoquismo gótico. Y lo defino de ese modo porque el sufrimiento se prolongaba más allá del final del largometraje. La vigilia se instalaba en mis pupilas que proyectaban sombras entre los recovecos de mi portentosa imaginación. Escuchaba ruidos, lamentos, sonidos de cadenas; una delicia. A la mañana siguiente, cuando la luz del alba dibujaba la prosaica realidad, nos arrastrábamos hasta el colegio con el rostro trasnochado y enfermizo, igual que dos vampiros resignados. De cualquier manera, todo aquello se ha ido con las olas, al menos eso creía. Rorro me envió una serie de correos electrónicos, odia las redes sociales y considera el e-mail la cúspide tecnológica. En sus misivas me informaba acerca de una duda que le había asaltado la noche del viernes. Como siempre, cerró el bar poco después de que el último borracho hubo cruzado el umbral de la puerta. Recogió lo imprescindible y se fue. A escasos metros de su tugurio hay un local, de esos que forman parte del paisaje cotidiano del barrio, una mercería regentada por Carmen, cuarentona de buen ver, hija única y heredera del negocio que, lamentablemente, acababa de cerrar apenas unos días atrás. Rorro, al pasar por delante, creyó ver una sombra en el interior del local, sin embargo, aquella noche había resultado demasiado agitada y consideró que necesitaba dormir para olvidar. Habían transcurrido varios días desde aquello sin conseguir apartárselo de la cabeza, así que regresó una noche más a la vieja mercería con el corazón latiendo escandalosamente en su pecho. ¡Ahí estaba de nuevo, la sombra de una anciana! Lo había visto con sus propios ojos. Corrió como si alguien tratase de atraparlo y finalmente logró alcanzar el portal de su casa. Apenas concilió el sueño y armándose de valor salió a la calle para encaminarse hacia el centro sin saber muy bien lo que hacía. Era tarde, tan sólo se escuchaba el silencio y sus pasos eran los de un gato vagabundo. Atravesó la calle Uría hasta la Plaza de San Miguel y a su paso contempló atónito como los locales vacíos, abandonados, salpicaban la ciudad como oscuros pozos. Ya estaba en la calle Corrida, presa del pánico, preguntándose por qué había decidido protagonizar una de aquellas películas que de chaval tanto nos entusiasmaban. Recordó que "El Jazmín" ya no existía, contempló atónito como "Luisa Fernanda" se había ido, tiendas del Gijón eterno, cafés centenarios reemplazados por franquicias impersonales. El centro de nuestra ciudad se estandariza, se convierte en un calco de tantos otros centros en los que nunca faltan los escaparates de Mango, Zara, Benetton, Stradivarius, Ives Rocher, Calzedonia, Burger King, Banesto, Banco Santander...Rorro cayó postrado ante el escaparate de "Flores Mariam", lamentándose por la pérdida irreparable del pequeño comercio, de los negocios entrañables del Gijón que nos vio crecer y justo, cuando rememoraba el olor a flores frescas que antaño impregnaba ese lugar en el cuál meditaba, se encontró con un nuevo fantasma dibujado sobre el sucio cristal. Aquel fantasma no era otro que su propio reflejo, llorando solo.    
    

viernes, 15 de noviembre de 2013

El alma de Gijón

      No estoy loco, aunque a veces yo mismo dude acerca de una aseveración así. Cuando me encuentro solo en mi casa y el ruido del televisor se hace insoportable, pulso el botón rojo del mando a distancia y dejo que el silencio se haga dueño de mi pequeño rincón; cierro los ojos y después de unos segundos, aparezco entre las calles de Gijón; algo parecido a google maps aunque sin pantallas ni ratones que entorpezcan mi experiencia. Respiro hondo y mis pulmones se llenan de aire salado. Me hallo en un mágico lugar, a los pies de la Iglesia de San Pedro, con la bahía perfectamente iluminada y el cielo plomizo de nubes que se intuyen atravesando el nocturno paisaje en dirección a la Providencia. El viento eleva partículas de mar que flotan caprichosas en el aire, hay un rumor constante que advierte de un peligro latente y poderoso. ¡Qué besos en aquel rincón del mundo, cuántas miradas reflejadas en sus ojos!
      Cruzo la Plaza Mayor, hay grupos de personas que comparten el momento, ríen y beben sidra, los veo cobijados detrás del cristal e imagino el sonido repiqueteando sobre el vaso. Ya estoy en el puerto, las palmeras de los Jardines de la Reina parecen sombras negras que se recortan como fuegos artificiales petrificados. Camino sin rumbo, todo vale, me encuentro en el centro del alma y aquí me perdería para siempre, en ese centro que palpita a ritmo de bolero, de canción de amor desgarrada, que sabe a marisco fresco y nos habla de rincones auténticos,  de edificios modernistas con balcones vacíos, evocadores del Chiquito Londres, del tranvía que llegaba hasta Somió. Y si cierro más fuerte los ojos, puedo escuchar con claridad los ecos del astillero, el metal, el áspero carbón.
      Calle San Bernardo, los cafés, balcón a San Lorenzo y entrada al viejo barrio de pescadores. Cimadevilla, metamorfosis y cuna de Jovellanos; sabor a tablaos flamencos, a golpes de tequila con limón, a madrugada y borrachera eterna, donde caben todos, ensalzamiento de la amistad que se desvanece tras el amanecer.
      De tanto deambular,  se me ha despertado un hambre atroz. Me adentro en el barrio del Carmen, repleto. Gente que va de un bar a otro enfrascada en conversaciones. Mis amigos me esperan, como siempre llego tarde. Esta vez, en cambio, tengo disculpa: necesitaba contaros lo que siento al pasear de noche por las calles de Gijón.       

          


martes, 5 de noviembre de 2013

Un gijonés

No recuerdo exactamente el tiempo que ha transcurrido desde que me fui. Ocurre como en los sueños, la ciudad se transforma entre los ecos de mi memoria. La niñez se cuela en el presente y juega en la playa mientras el sol se oculta tras los perfiles de San Pedro. Corro por las calles de mi barrio, me escondo en las esquinas, en algún portal, huyendo de mis intrépidos amigos que me siguen la pista. Gijón, olor a sal y un mundo plasmado ante la imaginación de quien piensa que nada cambiará, que ignora el mundo real y cruel que nos empuja lejos. Desde aquí es fácil entregarse a la nostalgia, perderse en el recuerdo y la autocomplacecia del emigrante, maldecir mi suerte y envenenarse con el acibarado sabor de la derrota. Sin embago, me he propuesto resistir. He formado una alianza de sangre con dos viejos amigos de la niñez; Paco y Rorro. Dos privilegiados que siguen respirando cada mañana el aire de Gijón. Ambos son parte de mí, uña y carne en los buenos tiempos, esos que ahora me rondan tan a menudo. Paco y Rorro serán mis ojos en la ciudad, me transmitirán sensaciones, imágenes, su propia verdad, subjetiva e irrebatible. Con ellos construiré mi refugio en tierras lejanas. Hablaré por sus bocas acerca de la actualidad, de los problemas cotidianos y de los rincones que nos hacen distintos, de los bares y las plazas, del Sporting, de la playa, o al menos, de lo que queda de ella. No es más que un grito al vacío, una llamada al inmenso firmamento en busca de alguien que descifre y que tal vez sienta lo que yo siento. Porque, a pesar de todo, por encima de todo, soy gijonés, aunque viva en el exilio.    

blogdelgijones.glogspot.com

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Carlos Álvarez Castañón