lunes, 31 de octubre de 2016

Octubre

   
      Octubre es la melancolía, la belleza sublime del matiz, la humedad reivindicando su espacio, la lluvia que dibuja sobre las aceras rostros ignotos, siluetas, silencio bajo un paraguas, el sonido de los pasos al caer la tarde, las luces de los coches derramándose sobre el asfalto mojado, el calor de un café...
      Siempre pensé en Gijón como ciudad otoñal, cargada de magia y encanto, con la presencia del Cantábrico acechante. Un paseo por Gijón en octubre es un modo perfecto de alcanzar el sosiego, en soledad, caminando por la arena de San Lorenzo, sin prisa, deteniéndose siempre que sea preciso respirar hondo. Y después, perderse una vez más entre sus calles, al amparo de la bruma. Recorrer cada rincón, cada esquina del Gijón centenario, eterno, ése que retrataron con trazo inmortal Evaristo Valle o Nicanor Piñole y cuando el cansancio haga mella, refugiarse en un viejo café, al calor de la multitud para observar con detalle las diversas escenas que nos brinda la cotidianidad. Y una vez allí, imaginarme el Gijón de antaño, allá por el siglo XIX cuando se instalaron en la ciudad los primeros cafés: El Colón, en la calle Corrida esquina con Munuza, El Suizo en la calle Trinidad o el Café Boulevard, también en Corrida, cerca de la plaza de Italia. Aquellos eran locales en los que la gente se reunía por la mañana para emprender negocios, cerrar tratos, y que al atardecer acogían animadas tertulias y partidas de dominó. Pocos años más tarde abrieron sus puertas el Dindurra, el Café de San Miguel, el Oriental, en los bajos del hotel América, el Príncipe, el Imperial...una estupenda red de locales con un valor social, arquitectónico e histórico, un patrimonio perdido, fruto, según muchos esgrimen, de una sociedad que ha desaparecido, una sociedad a la que ha dejado de interesarle la palabra, una sociedad que tiene prisa, que sobrevalora la imagen, el impacto súbito de usar y tirar, una sociedad que no tiene tiempo para perder el tiempo, que avanza a impulsos, a borbotones, alejada permanentemente del sosiego. En Gijón han muerto los viejos cafés modernistas, no queda ni uno sólo de aquellos templos sociales, espacios sagrados para mí, tanto como lo fueron, y de alguna manera lo siguen siendo, el Robledo o los Campos Elíseos. No hemos sabido proteger estos lugares o simplemente no hemos querido hacerlo, pero, ¿os imagináis una ruta turística con una docena de cafés en los que respirar el ambiente de la época?
      Recorro con frecuencia todos esos viejos establecimientos del Gijón modernista, los imagino en su esplendor, repletos de gente discutiendo de política o filosofía, pasando largas tardes sentados a una mesa mientras en la calle arrecia la lluvia.  Entonces rescato los años cincuenta y sesenta cuando se inauguraron otros locales sin el sabor de los anteriores pero igualmente memorables: Manacor, Mayerling, Molinero, Gijonés, Pío, Maratón...También éstos se han ido a dormir el sueño eterno. Y sin embargo, después de un paseo por la nostalgia, de algún modo, logro consolarme sin saber muy bien por qué. Quizá porque entiendo que nada perdura eternamente salvo en la imaginación y en los recuerdos, quizá porque sé que en mi Gijón subyace ese mundo decimonónico al que a menudo regreso, que convive con nosotros, que se plasma en cualquier atardecer lluvioso de octubre mostrándonos la belleza invisible de su alma.      

blogdelgijones.glogspot.com

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Carlos Álvarez Castañón