lunes, 27 de octubre de 2014

Breve Encuentro

      Se conocieron un jueves, en plena noche, a esa hora en la que todos duermen. Ella navegaba por Twitter con suma indiferencia, tumbada en el colchón, con el portátil sobre su regazo. Desplazándose a través del tiempo, la inmensa mayoría de aquellos tweets, no eran más que un homenaje a la absurda inmediatez de nuestras vidas. ¿Qué ha sido de los momentos sublimes, eternos? Estaba harta de leer brillanes aforismos copiados de cualquier libro de citas célebres. Echó de menos a Ludwing y sus deliciosos enlaces donde escuchar al gran Beethoven, también a Hichy con sus magnéticos fotogramas del genio del suspense. Y de pronto, cuando todo parecía abocado a un, "buenas noches desde la más oscura soledad", apareció un retweet que iluminó la mirada de Laura: Alec, desde algún lugar del mundo, hacía referencia a esa película que había marcado su vida. Su corazón bombeaba sangre, se incorporó de un salto para investigar quien era aquel Alec que mostraba como avatar la fotografía del protagonista de "Breve Encuentro". Leía estupefacta los tweets de ese desconocido, Laura creyó estar sumergida en un profundo sueño, idílico. Ante sí se plasmaba la vida del personaje que Trevor Howard había trasladado a la gran pantalla en el año mil novecientos cuarenta y cinco; casi hora y media de magia en blanco y negro. ¿Sería posible que el mismísimo Alec Harvey hubiese traspasado los límites de los sueños y se encontrase envuelto en la prosaica tarea de compartir su universo a través de una red social? Recordó al instante a Woody Allen y su "Rosa púrpura del Cairo" y desechó su delirante teoría. Laura estaba desconcertada, presa de una excitación completa. Aquel misterio era preciso desvelarlo cuanto antes, y para ello se hacía imprescindible seguir muy de cerca a su compañero de reparto. Apenas llevaba un par de minutos repasando el perfil de Alec cuando se percató de una notificación. Allí estaba él, siguiendo sus pasos, reencontrándose después de casi setenta años, después del último tren con destino ignoto. El mundo tenía sentido al fin, todo encajaba a la perfección. Aquella noche compartieron mensajes durante horas. Resultaba increible constatar que la prisión del celuloide era para ambos un universo infinito, trazado con maestría por la mano del creador. No precisaban nada más, lo que ese mundo inalterable les ofrecía era suficiente. Laura y Alec serían felices. Comentaban escenas, planos de cámara, detalles del atrezzo, nimiedades sublimes del guión, la riqueza que los secundarios proporcionaban a la película, el ambiente, la forma y el fondo, el creador, David Lean, Serguei Rachmaninoff, el concierto número dos para piano y orquesta.
      Una tarde, Laura paseaba por la bahía de San Lorenzo, el mar embravecido exhibía su ira en toda su magnitud. El smartphone de Laura acababa de vibrar dentro de su abrigo. Había un mensaje de Alec que decía: "Estoy en Gijón, me muero por verte". Laura se apoyó sobre la barandilla, sonreía nerviosa, temblaba como una hoja seca, sin voluntad. Le asaltaron cientos de dudas, miedos informes que no alcanzaba a descifrar, pensó en responder a su mensaje con el silencio estruendoso del Cantábrico, pero luego se imaginó recorriendo el paseo junto a Alec y supo que hay trenes que no se pueden dejar pasar.
      Se encontraron junto a la iglesia de San Pedro, cruzaron saludos de cortesía y se miraron a los ojos, un segundo, tal vez menos, lo suficiente para colorear irremediablemente su mundo. Había lagunas de silencio, esclarecedoras, dolorosas. Luego, él recuperó una de aquellas conversaciones que días atrás habían mantenido a través de Twitter, pero el timbre de su voz disfrazaba las palabras, carecían de peso, de magia, nada tenían que ver con la poderosa capacidad idealizadora de la imaginación, aquello era real, el blanco y negro se había desvanecido, Laura subestimó el riesgo y comprendía de golpe que la piel y la materia son razones suficientes para desmoronar un universo. No quiso conocer el nombre de aquel desconocido, no deseaba escuchar su voz ni un segundo más y se lamentó amargamente por salirse del guión, por pretender que Laura y Alec se reencontrasen para gozar de aquello que tanto merecían. Pagaría muy caro su pecado, ese paraíso al cuál no regresaría jamás, su amistad sincera, el alma gemela con la que había encontrado el sosiego en lo intangible, en la voluptuosidad infinita del podría ser.
                                                                                                                                                                   
                                                                           THE END                                                       


martes, 21 de octubre de 2014

Universitarios Octogenarios

      La ignorancia es una cueva profunda, muy, muy profunda; tanto, que la luz del sol jamás brilla en su interior. Pero, curiosamente, existen personas que gozan instaladas en la caverna, se regocijan mientras rebotan contra sus paredes, orgullosos de su analfabetismo, de su desprecio absoluto a quienes intentan encender una vela y contemplar cuanto les rodea. En este segundo grupo se hallaba mi viejo amigo Paco. Todo comenzó una mañana fría de octubre cuando, a finales de los ochenta, llegó a mi casa después de una noche inquieta. Se quedó en pie en mitad de la cocina desplegando ese tartamudeo tan particular que denotaba emoción y nerviosismo a partes iguales. Estaba decidido a estudiar música, ese gran lenguaje universal, ávido por aprender a tocar el piano, el violín, el clarinete y el fagot. 
      Esa misma mañana Paco se matriculó en un grupo de adultos de la Escuela de Música de Gijón. Desde el primer día se entusiasmó con el universo musical, le resultaba milagrosa la armonización de una obra sinfónica, la perfecta sintonía entre los diferentes instrumentos, tenía sed, devoraba libros, biografías de grandes compositores. Fue en aquella época cuando dio un paso en falso: trató de introducirse en el mundo de las orquestas de verbena. Sería una buena fuente de ingresos y un modo peculiar de conocer la España profunda. Comenzó a ensayar con "Los sargentos de la paz", una formación creada por un par de colegas de Felechosa que habían compartido inolvidables momentos en el cuartel de El Ferral. Paco temía que su aventura con la orquesta le apartase del estudio y se lo hizo saber a sus fundadores. Guardaron silencio con una mueca de asco en el rostro hasta que uno de ellos soltó aquella frase antológica que Paco llevaría consigo para siempre: "Tanto estudiar y estudiar; a determinada edad, si uno es gilipollas, no dejará de serlo ya el resto de su vida". Paco esa noche fue incapaz de conciliar el sueño, a sus veintipico primaveras se sentía viejo y ridículo. Abandonó la misión de pacificar los pueblos del país a base de cumbias y pasodobles. Año y medio después hizo lo propio con su aprendizaje musical.
      El Antiguo Instituto Jovellanos había sido un bonito rincón donde soñar: suelos de madera roída, techos altos y aulas decrépitas, el edificio se cerró para su restauración y la Escuela de Música, lugar en el que Paco había descubierto el lenguaje universal, desapareció para siempre. Allí se encuentra ahora la sede central de la Universidad Popular, un homenaje a la sabiduría, el rincón perfecto para quienes desean abrir los ojos y mantener la cabeza erguida ante palabras necias. Personas sin complejos que quieren palpar el conocimiento, que saben que nunca es tarde para empezar de nuevo, para vivir cien vidas en una. Nadie ha de rendirse frente a la oscuridad, no ha de haber una sola persona obligada a renunciar al goce sagrado que esconden los libros. La Universidad Popular ofrece en Gijón cursos de pintura, de historia, literatura, música, botánica, ciencia, arte...Pequeñas luces que iluminan la caverna, que marcan el camino a seguir, una universidad al alcance de todos, jóvenes de veinte, cincuenta o sesenta años, universitarios octogenarios que conservan intacta la mirada del niño que llevan dentro, locos por recuperar su adolescencia, el tiempo perdido, el tiempo robado que les obligaba a vivir entre tinieblas. La Universidad Popular es la auténtica pacificación de la raza humana, la réplica contundente a mi amigo Paco, a sus complejos, a la sensibilidad dañina que fue capaz de anular sus mejores sueños, el azote de los necios, de esos que se regodean y que insultan, la mano tendida, una puerta abierta, el cielo, la remisión de los pecados del ignorante contumaz.
¡Bienvenidos todos a la fiesta de la luz!.        

martes, 14 de octubre de 2014

El Reloj del Dindurra

      Se ha convertido en una especie de tradición el hecho de amanecer con un nuevo escándalo aderezando la sucia actualidad. Gentuza que se apropia indebidamente, es decir, roba hasta la limosna del ciego que pide en la calle Corrida. Pero he de confesar que la pasada semana ocurrió algo insólito: me desperté con el soniquete de aquella canción de Serrat: "Hoy puede ser un gran día", y curiosamente terminó siéndolo.  Veréis, después de un Colacao y una generosa ración de galletas María, conecté el ordenador para navegar un rato por la prensa digital. Nada nuevo bajo el sol: corruptos, pederastas y demagogos seguían incombustibles en primera plana; sin embargo una perla resplandecía en mitad del lodazal. Se trataba de la apertura del Café Dindurra. Respiré aliviado con la sensación de que mi Gijón conseguía recuperar un rincón especial, de aquellos que hacen ciudad, que vertebran la memoria de un pueblo y que remansan entre sus paredes ese tesoro tan preciado, intangible y cruel llamado tiempo.
      El café Dindurra vio nacer al Sporting, a la Escalerona, al Molinón. Más de un siglo de tertulias, de vidas, de pequeñas y grandes historias. En miles de ocasiones se solventaron los problemas del mundo y entre los efluvios del vermut se trabaron grandes amistades, también surgieron amores, besos escondidos, miradas de envidia, palabras. En él se practicó el deporte nacional con entrega; los rumores, las críticas feroces, el chismorreo. Lugar idóneo donde ver y ser visto. Y es que un café que sobrevive a la revolución del treinta y cuatro, a una guerra civil y a numerosas crisis económicas, no es un café cualquiera. En el camino han quedado otros vetustos locales como el Colón o el San Miguel. Gijón se identifica en rincones como el Dindurra, es un reencuentro necesario con todos aquellos que pisaron el Café, actores, políticos, escritores, cantantes, pintores, científicos, estudiantes, jubilados, amas de casa, bohemios, enamorados, lectores solitarios, tertulianos, ajedrecistas, jugadores de mus...Permanecen sus sombras, el rumor de sus sueños, la imperceptible realidad de sus cavilaciones trascendentales. Todos ellos observados por la atenta mirada del reloj. El ojo del tiempo, impasible, estratégicamente situado sobre el umbral de la puerta de los sueños, ésa que comunica directamente con el teatro, realidad y ficción al alcance de la mano. Calderón de la Barca, Shakespeare, Moliére, Valle-Inclán, Buero Vallejo...los más grandes sobre el escenario y tal vez
sin ser conscientes de ello, el teatro de la vida pasando bajo la atenta mirada del reloj, tejiendo la trama de un Gijón que se hace mayor, a un tiempo protagonistas y secundarios de su propia historia. Nicanor Piñole, Evaristo Valle, Manuel del Busto, Severo Ochoa, deambulan hoy por el café Dindurra, gozan de la idéntica inmortalidad de la que siempre gozarán Hamlet, Tartufo o Max Estrella. La ciudad que deseo es aquella que se aferra a sus raíces, que mantiene viva la llama de su memoria, que es capaz de mirarse en el perfil de sus edificios, que se reconoce frente al espejo, que se enorgullece de lo que ha sido, de lo que quiere llegar a ser. El Café Dindurra es mucho más que un negocio privado, me atrevo a decir que entre sus columnas art-decó se esconde el reflejo de nosotros mismos, una amalgama inverosímil de sal intensa, luz de San Lorenzo al atardecer, ruido metálico del tranvía y ese rumor inquieto del público minutos antes del comienzo de la obra de teatro.      

lunes, 6 de octubre de 2014

¡Hasta los Cojones!

      Advertencia: Este artículo puede contener palabras mal sonantes, improperios y verdades demasiado crudas susceptibles de herir la sensibilidad del lector.
      Ahora que estamos en completa intimidad os contaré una cosita; no es el momento de metáforas ni de prosa poética. Es el momento de la sinceridad abrupta, de agarrar el toro por los cuernos y decir a las claras que parecemos gilipollas pero que en realidad no lo somos.
      Veréis, hace años quisieron vendernos un proyecto de ciencia ficción para nuestra ciudad, el mar de vías que partía Gijón en dos, iba a transformarse en un espacio cosmopolia con edificios de diseño, zonas verdes y una maravillosa estación intermodal cabecera y fin de trayecto del AVE. Era fácil tragar el anzuelo, creerse las mentiras plasmadas por un puñado de políticos sedientos de votos. Todo parecía tan bello, tan limpio...vivir en aquel entorno virtual habría de ser por fuerza algo así como la felicidad plena. Y ¿por qué no?, en otros lugares tenían un ovni encajado entre torres de viviendas, museos de la ciencia megalíticos, y puentes colgantes espectaculares. Eso sí, después supimos que el ovni estaba averiado, que el museo de la ciencia había cerrado por ausencia de visitantes y que el puente colgante servía únicamente para unir las afueras del pueblo con un campo yermo en el cuál estaba proyectada la construcción de un parque temático que jamás existiría. Ficción pura. Pero yo, y sé que no fui el único, no me lo creí. Quizás porque conozco bien esta ciudad, sus males endémicos. A los gijoneses nos quedó el solarón y un túnel que pocos recuerdan; atraviesa la ciudad de punta a punta y mucho tiene que ver con esa estación que no se construirá. Y ahora llega la ministra a explicarnos el concepto: "Gijón perdió el Norte". "Ja, ja, ja. Sois unos cretinos y unos mamones, ¿quién os mandó votarlos?, ahora os jodéis y punto". Más o menos ese fue su esperanzador mensaje. "Tenéis solarón para rato, idiotas."  Que nadie dude un sólo instante de mi rotundo sentimiento democrático pero conviene aclarar que nuestros políticos son unos cabrones. Se arrojan los unos a los otros proyectos, utilizan el orgullo ciudadano como arma letal, inaugurando obras en el momento preciso, siempre con las elecciones a la vuelta de la esquina. Las personas carecen de importancia, los números mandan. Y mientras, el aislamiento de Gijón continúa creciendo. Nadie sabe cuándo dejaremos de tener una estación de autobuses paupérrima, si algún día el tren de alta velocidad llegará a nuestra ciudad o si por fin dejarán de leerse en la prensa titulares tan sonrojantes como: "Gijón perdió el tren", "El AVE emigra," "Viaje sin retorno", "Gijón en vía muerta". Harto de ver como el soterramiento de vías férreas se ejecuta en otras ciudades mientras nosotros nos mareamos con el tren de la bruja.
      Serafín, un primo de un primo mío atraviesa el solarón casi a diario, vive en las inmediaciones de Magnus Blikstad, y cada atardecer intenta diluir su frustración paseando por la playa de Poniente. Todo después de una larga jornada de trabajo sin trabajo. Una sombra más, otro número que engrosa la estadística del desempleo. Sale por la mañana a repartir currículums como quien buzonea con panfletos publicitarios las comunidades de vecinos, navega por internet, acude a entrevistas y cruza desolado hacia el Cantábrico buscando sosiego. Después, de camino a casa, siempre se detiene unos minutos con la vista al fondo sobre la extraña pareja que componen el rascacielos de Bankunión y la Iglesia de San José. Ahí se plasma la descripción más acojonante de su propio interior, el vacío, la puesta en escena del despilfarro, de los delirios de grandeza que a él le han arrastrado hasta la desesperación. Permanece meditando, destilando metáforas y jurando en arameo con el nombre de algún representante público siempre en la boca, en voz baja, procurando que nadie oiga sus insultos, su profundo desprecio a la clase política, no sea que un buen ciudadano pase a su lado y le increpe igual que acostumbran en las tertulias de la tele: "¡Cállese usted, demagogo de mierda!"     

blogdelgijones.glogspot.com

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Carlos Álvarez Castañón