lunes, 14 de diciembre de 2015

¡Vamos Patri!

   
       La historia que os quiero contar tiene como protagonista a una chica de carácter dulce, tranquila y buena estudiante, una gijonesa que nació por primera vez en mil novecientos setenta y cinco, en mitad de un frío mes de noviembre. Pero no llegaba sola, traía a su lado una inseparable compañera de viaje, Mónica, su hermana melliza. Nada extraordinario, pensaréis, sin embargo todo cambia cuando Patri nace de nuevo un quince de diciembre de dos mil catorce, hoy se cumple exactamente un año. Los médicos la daban por perdida, nada funcionaba en su cuerpo, oscuridad, tristeza honda... Pero aquí comienza lo sublime de Patri, no estaba dispuesta a irse sin más, tenía a unos padres volcados, Luisi y Sergio, unos abuelos, Luis, Mini y Olvido, un marido, Javier y unos hijos, Pablo y Borja que mantenían la llama minuto a minuto, día tras día, la esperanza que permanece inalterable a pesar de la zozobra, y por último su gran aliada, esa otra parte de ella que sentía como Patri, que respiraba como Patri, un corazón que vale por dos, siempre late.
      Mónica comenzó a escribir su diario en Facebook, una ventana por la que asomarse cada jornada y descubrir los avances, nimios en numerosas ocasiones pero que brillaban como un amanecer limpio de primavera. Y un día abrió los ojos, Patri había vuelto. Le esperaba un largo camino por recorrer. Las noticias seguían llegando puntuales, eran una mezcla de alegría, admiración y tristeza. Y es aquí cuando aparece esa luchadora admirable, cuando la chica común de vida anónima se transforma en una auténtica heroína, de carne y hueso, real, sobrecogedoramente real. La admiro, y creo que muchos dirían lo mismo, por su valentía, por su coraje y sus ganas de vivir, por enseñarnos a discernir entre lo verdaderamente importante y lo accesorio.  
      Patri es una chica a la que el destino le planteó una dura prueba, y nos hizo partícipes de su lucha, nos mostró la dureza, la crueldad de esta vida nuestra, pero también nos ha puesto en contacto con una realidad incómoda, nos ha enseñado el valor de la solidaridad, del amor con mayúsculas, limpio, fraternal, motor del día a día. Patri, Mónica, Javier, Pablo, Borja...son la constatación de que esto merece la pena, de que el mundo es mejor con nuestra Patri amando a los suyos. La historia de esta mujer es la historia de todos; nos ha enseñado a vivir, a no rendirse nunca, a mantener la llama de la esperanza siempre viva. De alguna manera todos nosotros deberíamos repetir el mismo grito de guerra cada mañana: "¡Vamos Patri!", porque el camino no ha terminado, porque queda mucho por hacer, mucho por amar, porque al gritar "¡Vamos Patri!" nunca olvidaremos lo bueno que hay en ella, la lección magistral de vida que hemos aprendido.
      Ella ha sido capaz de recuperar mi infancia, esa etapa maravillosa en la que vivía con la certeza de que el futuro por fuerza habría de ser deslumbrante, esa etapa en la que creía en los superhéroes y admiraba sus cualidades mágicas para salvar vidas, su valor para enfrentarse a los retos que los malhechores les planteaban. Patri es mi heroína particular, esa chica buena que se enfrenta cara a cara al miedo para derrotarlo cada día, cada noche.
¡Vamos Patri! Lo grito por ti, lo grito por mí.
¡Feliz cumplevida!  
  

jueves, 19 de noviembre de 2015

Cinema Paradiso

 
    Una vez más rondaba la media noche cuando sonó el timbre de mi teléfono móvil. Al otro lado, la inconfundible voz de mi viejo amigo Rorro. Decía estar en compañía de Paco, sentados en una terraza solitaria de una vinatería en pleno barrio del Carmen. Martes, noviembre y esa humedad salada calando hasta los huesos. Solían hacerlo, cosas extravagantes, propias de parejas de novios románticos y trasnochados; en cierta ocasión fue Paco el que me telefoneó a horas intempestivas desde el borde del acantilado que cae vertical en el Cerro de Santa Catalina, con el Elogio del Horizonte como único testigo. Pretendía compartir conmigo la grata sensación de las olas acariciando sus oídos. Le colgué el teléfono. Sin embargo, he de confesar, que la llamada de Rorro fue para mí una especie de salvavidas, como náufrago que zozobra en el proceloso mar de la tristeza. Se me iluminó el rostro. Hablaba con elocuencia, casi poético. Me contó que habían salido los dos a caminar por el centro, a recorrer uno a uno los viejos cines que ya no existen: Arango, Robledo, María Cristina, Hernán Cortés, Albéniz...Me describió con detalle en lo que se habían transformado: oficina bancaria, bloque de viviendas, hamburguesería, clínica de cirugía estética...No había dramatismo en su voz, si acaso un atisbo de melancólica nostalgia. Y comenzó a desplegar su relato, su particular visión del mundo, de los tiempos y de los sueños...
      El cine era la excusa perfecta para salir a la calle, visitar el centro de la ciudad, tomar una cerveza después de la película y mantener encendidas tertulias acerca de nimios asuntos. Paco solía enamorarse de alguna actriz de reparto, de ésas que aparecían en media docena de escenas; se trataba de un amor sincero, limpio y sin ambages, juraba que sería capaz de abandonar todo cuanto tenía si ella se lo pidiese. La gran pantalla invitaba a ese tipo de sueños, a recrearse en los detalles, la textura de la piel, las miradas. Se encendían las luces y Paco entristecía al sentir como su mundo se desmoronaba, intangible y volátil como una espesa niebla. Recuerdo las colas interminables junto a la taquilla para sacar las entradas, la moqueta de los escalones que ascendían hacia el entresuelo, las butacas de terciopelo carmesí, el olor a madera y el ambientador con esencia de cítricos, la textura de los cortinajes, los palcos, la luz de las tulipas y la enorme pantalla en blanco, todo dispuesto, con un cosquilleo de emoción al saber que la oscuridad se adueñaría de la sala minutos más tarde. Dos horas en las que olvidar el mundo, abandonar nuestro cuerpo en la butaca y volar, el cine es el instante breve que se convierte en eterno, que es capaz de grabarse para siempre en lo más profundo, que resucita cuando las luces se apagan. En aquellos cines se soñaba al unísono, se formaba parte de una colectividad poderosa, indestructible, una sociedad más solidaria y humana que lloraba y reía al calor de un mismo techo. La tecnología del "Home Cinema", el "Full HD" o el "Sonido Envolvente" son armas de destrucción masiva, de aquellos espectadores que fijaban su mirada en una sola pantalla, de acomodadores, taquilleros y operarios que se encargaban de proyectar la película. Las salas de cine son un negocio, lo sé, igual que una frutería, una carnicería o una tienda de electrodomésticos, pero me cuesta tanto marcar con un precio el valor de los sueños...
      El Robledo, el María Cristina o el Arango forman parte de ese Gijón que se fue, una ciudad que bebía culturalmente de estos teatros reconvertidos en cines que nos ponían en contacto con el mundo, aire fresco en una ciudad que despertaba y se hacía mayor, son un monumento a la memoria, a lo que llevamos dentro, a todo aquello que anhelamos algún día llegar a ser, las emociones del instante previo, del beso, del amor y del corazón desbocado, son el rincón entrañable que guardamos en el alma, el "Cinema Paradiso" que nadie podrá arrebatarnos jamás, testigo de una sociedad sedienta y voraz que ahora prefiere el cobijo del hogar, el egoísmo onanista del placer en solitario.
      Rorro dejó de hablar de repente, como si ya lo hubiera dicho todo, como si fuese necesario un silencio reflexivo antes de extraer alguna conclusión. Pero no había conclusiones que extraer. Los imaginé por un instante sentados al calor de la estufa con una copa de vino entre las manos y sentí tal añoranza de mi Gijón que creí no poder soportarlo, y en un arrebato de magia cinéfila le dije a mi amigo:
-Rorro, no os mováis de esa terraza, en un minuto estoy ahí.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Agujeros Negros

      Era más allá de medianoche. Podía intuirse la presencia de las olas rompiendo en San Lorenzo, con esa escandalosa armonía, monótona, hipnotizante. En el "Vértigo" sólo quedaban los de siempre, almas perdidas sin nadie que aguarde su presencia en el hogar. Y en ocasiones como aquella, con el otoño, el olor a sal, se encendía la llama de la nostalgia poética, ésa que todos llevamos dentro y que inevitablemente surge al amparo de la soledad no deseada. Allí estaban, Rorro, poniendo orden tras la barra mientras sonaba de fondo la monótona voz de la presentadora de un telediario, Paco, cerveza en mano y el gran Baco, representante jubilado de vinos y licores que tomaba los últimos tragos de su "Marqués de la Camocha". Salieron a la puerta del bar para fumar un cigarrillo, Rorro se unió a ellos.
-¿Creéis en la antimateria?- preguntó Paco con la mirada perdida entre la oscuridad del mar. Se hizo un silencio. Cinco, tal vez diez segundos. Rorro apuró un trago a su gin tonic y resolvió:
-Paco, deja la bebida.
      Nuevo silencio valorativo. Era tarde para adentrarse en terrenos metafísicos, pensó Rorro pragmático, sobre todo después de haber pagado la renta del local, eliminar los orines del retrete con la fregona y peleado con la rutina tediosa de tanto jubilado.
-Insisto-Paco parecía dispuesto a calentar la noche.-Hoy-continuó- he pasado por el "Oasis".
-¿Qué "Oasis"?- intervino Baco-¿la discoteca?; ya no existe.
-De eso se trata, de antimateria.
-¡Joder!-Rorro esbozó una leve sonrisa-.Vamos, suéltalo ya, no cerrarás la boca hasta que no compartas con estos dos mequetrefes indefensos tus reflexiones grandilocuentes. Paco le tomo por la palabra:
-Has asegurado antes, Baco, que el"Oasis" ya no existe.
-Y es cierto.
-En parte. Creo que nada se volatiliza. No puede desaparecer sin más un microuniverso, somos seres transversales, conectados al pasado, amarrados a los recuerdos, capaces de encontrar sentido a nuestra existencia gracias a un olor, una canción, un paisaje, hilos que nos acercan a lo que fuimos, memoria dormida que despierta cuando menos te lo esperas.
      Baco lo miraba de reojo sin saber qué decir, sin saber qué pensar acerca de aquello. Intuía que Paco viajaba por esa carretera secundaria llena de curvas en mitad de la niebla espesa, la misma carretera que él tantas veces había recorrido conduciendo su coche, tratando de perderse entre las montañas del oriente asturiano, huyendo del futuro. Qué curioso, pensó de repente, probablemente ambos tuviesen de alguna manera  pavor a lo desconocido, al mañana incierto.
      Rorro había entrado en el bar, Baco buceaba en sus pensamientos y Paco seguía hablando:
-Me niego a renunciar a todos esos momentos, a esos besos en el reservado, al funky de Kool & the Gang, mis primeras borracheras, cuando todo estaba por venir, cuando todo por fuerza habría de ser maravilloso-una mano sobre su hombro pareció devolverlo al presente. Rorro le ofrecía otra cerveza.
-Bebe, anda, a ver si descansa un poco esa cabeza.
-No decías que lo dejase...
-Ya, sin embargo estoy convencido de que eres un caso perdido.
-Vamos Rorro, tú sabes de lo que hablo-Paco imploraba ser comprendido-. ¿Cuántas veces hemos bailado en esa pista? ¿Cuántas risas, emociones y desengaños? Dímelo tú Rorro, vamos.
-Recuerdos.
-Mucho más que eso. Tú, y yo, y ese maldito emigrante que escribe acerca de nosotros tenemos nuestra historia, son pasos grabados en la arena que marcan lo que somos.
-Huellas que borrará la marea.
      Paco parecía desconcertado, como quien trata de procesar una idea demasiado densa.
-Nadie hablará de nosotros dentro de cien años Paquito. Piensas en ti y en tus colegas como si fuéramos el centro del universo, pero te equivocas. El "Oasis", el "Tik"...y tantos otros lugares de nuestro Gijón no son más que agujeros negros, capaces de absorber el presente y el futuro, de meternos dentro como si cayésemos en una espiral eterna que no nos conduce a ninguna parte.
      Se podía oír con claridad el rumor de las olas. Por lo demás, silencio, a lo largo de la avenida no circulaban coches, nadie vagaba por las calles y la mar se adueñaba otra vez de cada rincón de la ciudad, maquillaba los perfiles difuminados como si se tratase de una fotografía en blanco y negro desenfocada.
-¿Y los cines...?, ¿qué me dices del Robledo, el Arango, el María Cristina...?-susurró Paco con la voz temblorosa.
-Tómate la cerveza amigo-dijo Rorro-. El próximo día, si te apetece, nos vamos al cine.    

lunes, 31 de agosto de 2015

Sporting Vintage

 
       Curiosamente el destino de las pequeñas cosas se plasma ante nuestros ojos de modo un tanto caprichoso. Veréis, tras el ascenso del Sporting a primera división, programaron en "Teledeporte", de Televisión Española, un partido de nuestra época dorada: Sporting - Real Madrid. Año mil novecientos setenta y nueve, finales de noviembre, cuando el frío era más intenso, los campos se embarraban con la lluvia y la grada de El Molinón entonaba al unísono el nombre de su equipo del alma. Eran tiempos de garra, patadas y almohadillas que volaban a ras de césped. Paisanos con bigote, con barba y con pelos en las piernas, que luchaban cada balón como si fuera el último. Un fútbol de carne y hueso, humano y áspero, sin poses ante la cámara, sin peinados extravagantes, sin bíceps musculados ni torsos esculpidos. Aquellos jugadores habían crecido en campos de arena, patada a patada, sin tiempo para mirarse en el espejo.
      Y allí estaban los dos equipos disputándose el liderato, a cara de perro, con un Molinón que apretaba al rival, al colegiado y a quien se pusiera por delante. Era un público que deseaba el triunfo de su equipo porque no sentía otros colores que el rojiblanco. En aquel partido nacieron varias cosas: un cántico antimadridista, una  identidad y un espíritu de lucha que nos hace distintos. Teníamos a Quini, Ferrero, Joaquín...El Madrid contaba con Pirri, Santillana, Juanito...Treinta y seis años después todo ha cambiado; el equipo blanco ha crecido al calor del dinero, los medios de comunicación se han convertido en palmeros, otorgando protagonismo a cualquier nimiedad, son capaces de inventarse un programa de radio de dos horas y media debatiendo acerca de la crisis goleadora de Cristiano Ronaldo o del dolor de muelas del ayudante del utillero que se encarga de colocarle la ropa en su maravilloso vestuario personalizado. Sí amigos, he sido testigo del ninguneo a nuestro Sporting en esta primera jornada de liga, por un momento pensé: "quizá el todopoderoso Real Madrid juegue en el Molinón consigo mismo". Pero no, en frente había un grupo de guajes, que según cierto comentarista radiofónico caerían derrotados, aplastados y humillados irremisiblemente; no en vano ante ellos se desplegaría la máquina perfecta del fútbol actual. Y aquí es donde yo descubro los caprichos del destino, la mano oculta que teje la belleza de los pequeños detalles: El partido liguero del año setenta y nueve por televisión, el sorteo del calendario y el estreno ante el todopoderoso. Nadie apostaría por los nuestros, pero yo, y sé que unos cuantos sportinguistas como yo descubrimos en aquel Sporting Vintage, la misma esencia que los superguajes atesoran y que ya habían plasmado sobre el terreno de juego la pasada temporada, una especie de reencarnación, la constatación de que seguimos siendo el gran Sporting capaz de todo, COMPETIR, con mayúsculas. No importa el rival, ni los minutos de radio que acaparen, ni las cuñas publicitarias que protagonicen los integrantes de su plantilla. Once paisanos entregándolo todo, jugando de memoria, dándole el valor necesario a la disciplina y a la sencillez. La solidaridad frente al egoísmo, cantera contra cartera. Por una vez, aseguran algunos con soberbia, os ha salido bien. Se equivocan, este es un camino sin retorno, la solución para un club mal gobernado, que a punto estuvo de instalarse en el limbo de la nostalgia perpetua. No, el Sporting ha llegado para quedarse, para revivir partidos como el del setenta y nueve, pero ahora en color, en alta definición. Esas imágenes borrosas en las que rozamos la gloria han de permanecer nítidas en la memoria colectiva del sportinguismo, porque en ellas reside la grandeza y el orgullo.
      ¡Shhhh...!que nadie hable de nosotros, que los informativos nos ignoren, silencio. Y cuando se pregunten: "Pero estos muchachos, ¿de dónde han salido?" Responderemos con la cabeza bien alta: "Venimos de Gijón, la ciudad que sueña el fútbol sólo en rojiblanco".

domingo, 21 de junio de 2015

Justicia Poética

      No digas que fue un sueño. Tú, que conoces como nadie el sonido de El Molinón rugiendo por su Sporting, el sabor amargo de la derrota, el filo de la navaja...Ha sido una maravillosa historia con final feliz, inesperado, desbordante. Ni tú ni yo; nadie habría imaginado algo así a principios de temporada. Sin embargo las grandes victorias se desvanecen con el transcurso de los años, se disfrazan de lirismo, de épica un tanto inverosímil. Así nacen las leyendas; bruma del mar camuflada entre los sueños. El tiempo no se detiene, arrastrará nuestros recuerdos, tratará de borrarlos. No olvides nunca la Plaza del Marqués repleta, las calles de Gijón en rojiblanco, el Benito Villamarín, el verde y el blanco, los minutos de la ansiedad, la Muralla Romana de Lugo, el gol en fuera de juego, el aeropuerto de Ranón, la Plaza Mayor, porque todo ello forma parte del Real Sporting, define a un club histórico, sufridor, mítico. Has sido testigo de uno de los capítulos más gloriosos y antológicos de la historia de este club de fútbol, una temporada que bien vale una vida entera, más de un siglo de barro, penurias económicas, batallando sin cesar. El Equipo de los Superguajes ha rescatado del acantilado ciento diez años. No soy de los que dicen: "Mejor no imaginar lo que hubiera pasado de no haber logrado el ascenso". Yo pienso a menudo en ello, me enredo en elucubraciones tenebrosas, sufro con lo que pudo haber sido y no fue. Y respiro tranquilo al saber que hemos dejado atrás esa pesadilla. Es fácil comprender las lágrimas de quienes conocían la verdad cruda del Sporting, Quini, Gerardo Ruiz...lloraban de alegría y también de pena al saber que su Sporting había estado tan cerca del vacío. Abelardo, todo el cuerpo técnico y los futbolistas han recuperado para nuestro equipo su lugar en primera, la unión, el orgullo y las señas de identidad de una hinchada que se identifica con lo que ve sobre el terreno de juego. Pero ante todo han rescatado al Sporting de una muerte anunciada. En esta ocasión sí era cierto: "enfermería o puerta grande". Peor aún, cielo o infierno. Demasiado para un grupo de chavales que en su mayoría habían jugado sin presiones en segunda "b" la campaña anterior. Una vez más la solución se halla en el origen, las raíces, el corazón. Todo pudo cambiar, lo sé, el remate de Caballero, las ocasiones del Girona...pero no fue así, se impuso el orden caprichoso de la justicia poética que aflora tan sólo cuando miles de corazones laten al unísono. Y me siento en deuda con ese destino maravilloso que ha puesto paz futbolística en mi interior, ya no sólo como sportinguista sino como amante del Deporte Rey en el que impera el olor del dinero. Y recuerdo a todos aquellos que hicieron grande a mi equipo, y tengo la sensación de escuchar el eco de la risa rota del gran Preciado, satisfecho. Contra viento y marea, navegando en aguas
turbulentas, arreglando en el césped lo que otros habían destrozado en los despachos. Que no se repita la historia. He sentido un escalofrío al escuchar alguna voz asegurando que con dos o tres temporadas en primera división se liquidaría por completo la deuda. Me recuerda tanto a lo del último ascenso...Sentemos las bases de un gran proyecto, dejen trabajar a quienes saben de fútbol y destierren de una vez por todas a aquellos que han arrastrado al club al borde del precipicio.
      Todo sportinguista guarda un álbum en su memoria, momentos mágicos que permanecen imborrables: el verde tapete del Molinón, los goles de Quini, aquellos regates de Enzo Ferrero por la banda izquierda, David Villa dando sus primeros pasos... Pero han llegado los puños al viento de Pablo Pérez después de una victoria, las galopadas de Jony, la solvencia de Luis Hernández y la elegancia de Bernardo Espinosa, la casta de Sergio Álvarez, la clase de Nacho Cases, el pundonor de Guerrero, las paradas del Pichu Cuéllar... Esa piña en el centro del campo al final del partido. Sí amigo, has tenido el privilegio de presenciar algo irrepetible, testigo de la historia, de uno de los equipos más grandes, leyenda viva del Real Sporting de Gijón.
      A veces me froto los ojos al pensarlo, al saber que no ha sido un sueño, que la próxima temporada quizás nos reserve algo todavía mejor. Eso sí, en el lugar que nos corresponde, en primera división.  

domingo, 10 de mayo de 2015

Abelardismo


      Yo soy uno de esos huérfanos que lloró amargamente la pérdida del gran Manolo Preciado, que admiraba su locuacidad, que veneraba aquella voz rota y clara que hablaba como un libro abierto. Los Preciadistas sentimos desde su adiós un vacío místico-futbolero insondable. Se presentaron entonces ante el sagrado tapete de El Molinón falsos mesías prometiendo el paraíso; y cuando el infierno amenazaba con arrasar más de cien años de historia apareció Él, Abelardo Fernández.
    "Nadie es profeta en su tierra", escuché una tarde de sábado mientras contemplaba el debut de mi Sporting ante el Numancia en tierras sorianas. La voz provenía del fondo de la barra, de un solitario jubilado que apuraba su cerveza con desdén. Lanzaba frases pesimistas, apocalípticas justo después del gol del equipo numantino, nada nuevo en este Gijón del alma. Sin embargo yo mantuve una fe ciega en aquellos guajes; algo grande estaba a punto de ocurrir. Conocía a la persona que ocupaba el banquillo del Sporting, era de algún modo una parte de mí, ésa que soñó con vestir la camiseta rojiblanca, ser futbolista de élite, participar en mundiales, disputar ligas y Copas de Europa. Fue en el año ochenta y siete cuando lo conocí, cuando compartimos vestuario y colores, el Estudiantes de Somió. Él se fue al Sporting y yo dejé el fútbol, pero cuando lo veía sobre el césped temporada tras temporada creciendo sin techo, de alguna manera tenía la sensación de que yo también jugaba a su lado. Me sentía orgulloso de sus triunfos y me entristecían sus derrotas...
      Y fue cuando, perdido en los laberintos del pasado, me devolvió al presente el golazo de Miguel Ángel Guerrero. Desde ese instante, el Sporting comenzó a mover el balón, se acercaba una y otra vez a la portería del Numancia, hasta que, ya en los minutos postreros, una galopada de Johny por la banda izquierda termina con el pase de la muerte que ejecuta Juan Muñiz. Acababan de nacer "Los Superguajes".
      La mano del Pitu se intuía en cada detalle: la forma de defender, la estrategia, la disciplina, el posicionamiento, la intensidad, la pasión...Era un equipo con alma, reflejo de una ciudad loca por el fútbol que había recuperado al fin sus valores, desterrando falsedad y demagogia. Lo que este grupo transmite es pura autenticidad, adrenalina, amor a unos colores, sudor y lágrimas. Los finales de cada partido lo dicen todo; una piña en el centro del campo, sonrisas de felicidad en los rostros de los chavales, puños al viento, invencibles, eternos.
      De pronto he dejado de sentirme huérfano, jamás olvidaré a Manolo Preciado pero siento que he abrazado una nueva religión, el Abelardismo. Sensatez, sabiduría, prudencia,empatía, respeto, trabajo, elegancia, madurez, ilusión, inteligencia, sportinguismo sincero. Me identifico con su cariño hacia Gijón y creo que nadie celebraría como él cada victoria de nuestro equipo, creció jugando en la arena de San Lorenzo, respirando el aire del Cantábrico, gijonés de los que atesoran lo mejor de esta ciudad, que siempre habló con orgullo y nostalgia de ella cuando no podía disfrutarla, que la siente, que regresó para quedarse. El Pitu sabe calibrar cada rueda de prensa, habla de objetivos reales, ha pronunciado la palabra ascenso justo cuando era necesario oirla, dando la cara por su gente, liberándolos de responsabilidad y cargándosela a quienes toman decisiones. Ha navegado en aguas turbulentas con maestría, en mitad del desastre, al borde del naufragio, dueño de sus silencios y contundente en sus críticas a quienes deshacen más que hacen. Abelardo es hoy en el Sporting el gran capitán, la respetabilidad hecha entrenador de fútbol. Llegados a este punto, he decidido venerarlo, seguir sus pasos en peregrinaje por los campos de España, "Mareona Mística",  hacer de sus palabras dogma de fe. Cuando al fin a una calle de Gijón le pongan el nombre de: "Plantilla de los Superguajes", propongo que se sustituya el de "Plaza Mayor" por el de mi viejo compañero de equipo, Abelardo Fernández.
      Amén.

martes, 14 de abril de 2015

Librería Paradiso

      Atravesé el umbral de la librería con el corazón palpitando en mis oídos. Respiré hondo una , dos, tres veces y contemplé el sosiego: A mi izquierda, detrás del pequeño mostrador, un hombre me saludó con una pequeña sonrisa, al otro lado, un par de jóvenes escrutaban discos con avidez. Por un instante me quedé allí contemplándolos, pensando en la magia de aquel lugar sin tiempo, un espejo de mi mismo que continuaba una búsqueda interminable entre la música. Me giré y descendí unos escalones. Recorrí despacio con la yema de mis dedos el paisaje monótono de los libros. Arte, filosofía, ensayo, novela policíaca...¿Sería posible una respuesta tan sencilla y compleja a todos nuestros males?. En aquellas estanterías yacían miles, millones de razones por las que vivir, pensamientos petrificados en tinta, historias de locos que batallan en pos de la justicia y el honor, desterrados que navegan mares procelosos, que descubren extraordinarios lugares y que aún sueñan con su propia tierra, retratos de lo que fuimos y de lo que anhelamos llegar a ser, trozos de un espejo roto que nos devuelve el reflejo de una mirada perdida. Me dejé llenar de ese aroma a papel, a libro que aguarda ser leído, la resurrección de tantos  y tantos que duermen y esperan para recorrer el laberinto de una nueva mente. Unamuno, Cervantes, Quevedo, Larra, Machado, Lorca...todos me susurran, y siento que la levedad de mi existencia encuentra una vez más en este lugar el mejor de los refugios. La memoria se hace corpórea, se respira, se palpa, se contempla en la perfección de un libro, más allá de su contenido, reivindico a éste como objeto, digno y bello, compañero de viaje, amigo inseparable que siempre se muestra con plena disposición a rescatarte de la amarga soledad, que te mira en silencio cuando pasas junto a él, que te espera y te ilumina. La Librería Paradiso no es más que un pequeño rincón de mi ciudad, de esos que permanecen inalterables con el transcurso del tiempo, una especie en extinción ajena al devenir tecnológico y de las falsas verdades que brillan en esta sociedad de consumo. Hace poco leí en la prensa que en nuestro país, con esto de la crisis, se ven obligadas a echar el cierre una media de dos librerías cada veinticuatro horas. Negocios, al fin y al cabo igual que una charcutería o una tienda de ropa; sin embargo, el dato es demoledor. No se lee, amigo mío, aunque tú quizá seas la excepción que confirme la regla. Es triste la oscuridad, la ignorancia orgullosa del que se jacta de no haber leído un libro en toda su vida. Pero déjame que continúe con mi deleite, cada uno de mis cinco sentidos activado como la savia de un árbol en primavera. Asciendo por la escalera que da acceso al corredor; desde allí me siento capaz de elevarme a las alturas: Platón, Aristóteles, Kant, Descartes...¡Cuántos libros por leer, mundos por descubrir! Sobre el silencio se ha instalado el piano de Bill Evans que desgrana las notas de una preciosa balada que lleva por título:"I love you Porgy". Todo es tan maravilloso y fugaz...
      Siempre que regreso a Gijón mis pasos me llevan hasta la Librería Paradiso huyendo de la niebla, tratando de encontrar a ese muchacho que no deja de formularse preguntas, que goza al escuchar los primeros acordes de Pat Metheny o leyendo la prosa de Graham Greene.
      Si queréis, os espero.
      Hay sitio para todos.
 

lunes, 9 de marzo de 2015

La Calle de Atrás

      Me quedaría sin dudarlo con el territorio menos luminoso, esos rincones que están por descubrir, cercanos al flujo de turistas que toman fotos casi por obligación y que sin embargo permanecen lejos del tránsito foráneo. Ocurre en todas las ciudades; en la nuestra, también. Es fácil plasmar en la mente imágenes típicas de postal, de las que aparecen una y otra vez en la memoria siempre que pensamos en Gijón: La playa de San Lorenzo con la iglesia de San Pedro al fondo, la estatua de Pelayo presidiendo la entrada al Barrio Alto, el Elogio del Horizonte al borde del abismo...Estampas del Gijón convencional que yo mismo he retratado en más de una ocasión. Pero hoy he decidido perder mis pasos con la mirada distraída, sin prisa, saboreando un café mientras contemplo como fluye la cotidianidad ante mí, mientras me detengo ante el escaparate de una tienda de regalos, mientras cae la noche sin darme cuenta instalado en otros mundos de tinta y de papel. Y he descubierto (en realidad hace ya mucho tiempo de ello) la calle perfecta, escondida y recoleta, céntrica pero secundaria. Se trata de la Merced. Su trazado comparte espacio con San Bernardo, la plaza del Parchís, los Moros o Begoña, pertenece al Gijón eterno de Jovellanos, a la élite de la burguesía de principios del siglo XX, donde se fraguaba el día a día de una villa disfrazada de gran ciudad. Y precisamente por esa ubicación, la Merced es una calle que conserva el esplendor del recuerdo, del buen comercio y la distinción, a salvo de franquicias y bazares chinos. No es sencillo encontrar una calle en la que sea factible comprar zapatos artesanos, paraguas de diseño, sombreros, ropa exclusiva, hacer un alto para tomar un refrigerio en un acogedor local, leer un buen libro, visitar una exposición pictórica, asistir a una conferencia y rematar haciéndose un lifting. En este rincón de la ciudad se halla la clave del éxito, la solución a la uniformidad cansina y aplastante, un homenaje digno al autónomo que crea su negocio tratando de ser diferente y personal. Es curioso, reconfortante descubrir que apenas existen locales vacíos aquí, que el corazón de la ciudad sigue latiendo con fuerza pese a todo. Probablemente nadie de aquellos que están de paso por Gijón sean capaces de recordar el nombre de esta calle cuando se hayan ido, tal vez aludan a ella simplemente como "la calle de atrás"; y es que la Merced es como una de esas gloriosas actrices secundarias que convierten en sublime una buena película. La Merced resulta perfecta como escenario, el lugar idóneo donde nunca pasa nada, el plácido refugio del discreto adinerado que prefiere vivir en segundo plano, salir a la calle al anochecer y pasear un buen rato por
la playa descalzo sobre la arena, disfrazado de lo que nunca ha sido y nunca será, borrando su pasado a golpe de ola que muere a la orilla, anónimo, náufrago...  Tal vez la imaginación me esté llevando demasiado lejos, tal vez las historias que construyo al contemplar los miradores de sus edificios no sean más que niebla, bruma volátil del Cantábrico que impregna cada esquina.
      Las sombras se adueñan de mis pasos, alguien me sigue, me siento vulnerable, abandonado. Necesito una guarida. Busco en los portales, golpeo las puertas con los puños cerrados. Camino más deprisa, miro atrás pero no veo a nadie. La plaza del Parchís está desierta, trato de gritar pero no puedo hacerlo. Sólo existe el mar, la niebla que envuelve los perfiles. Me detengo, él también se detiene. Estoy perdido, nadie escuchará mi súplica. Alzo la vista y respiro hondo.
      Al fin a salvo: "Librería Paradiso".

lunes, 9 de febrero de 2015

Cicatrices

      Me ha confesado Rorro, la última vez que compartimos cerveza y conversación hasta altas horas de la madrugada por los garitos del Gijón más oscuro, que sentía verdadera devoción por una película que, extrañamente, no formaba parte del olimpo de los clásicos. Se trataba de "Sin perdón", el western que Clint Eastwood dirigió y en el que encarnaba a un viejo pistolero retirado que había decidido llevar a cabo un último trabajo. Aquella fue una noche de reflexiones profundas. En ella, mi amigo arrancó de sus entrañas algo más que simples palabras. Al regresar al barrio recorrimos la bahía caminando por la arena, envueltos en un silencio escandaloso que el mar coloreaba de un negro intenso.
      Me fui de Gijón al día siguiente y al llegar a mi destino me propuse revisar con atención esa película que mi amigo Rorro tanto admiraba. Tras los títulos de crédito me quedé inmóvil frente a la pantalla del televisor, rescatando palabras, trozos de pensamientos que ahora encajaban a la perfección.
      Rorro es uno de esos anónimos paseantes que forman parte del paisaje urbano de su ciudad, de los que caminan con cierta ausencia por el Muro un día tras otro. Pero mi amigo es de los que sufre en la contemplación, se formula preguntas con respuestas dolorosas, evidentes pero incomprensibles. Lleva obsesionado con la fachada marítima de San Lorenzo desde que tiene uso de razón. Analiza el desarrollismo de los sesenta, lee sobre arquitectura, imagina lo que pudo haber sido y nunca fue, colecciona postales en blanco y negro de Gijón, atesora fotografías de edificios portentosos que han sido derruídos, en pleno centro, usurpando su ubicación bloques desproporcionados, amorfos. Durante una buena temporada se dedicó a buscar el lugar exacto que ocupaban los malogrados edificios para fotografiar después el resultado. Fue demoledor. Rorro pensó que no sobreviviría a los desmanes del pasado, que todo ese hormigón de quince plantas permanecería cuando él ya no caminase por el Muro. Cicatrices, decía en voz alta. Heridas que permanecen a flor de piel toda una vida, igual que el rostro de la prostituta en "Sin perdón". Rorro en cambio ocultaba las suyas, ésas que duelen en el fondo de alma, que no se ven con los ojos, el viejo pistolero que arrastra sus pecados sin esperanza de remisión, que trata de respirar cada día el aire frío de la mañana para limpiar, sin conseguirlo, su sucia conciencia.
      Mi amigo era un reflejo fiel de su ciudad, un cúmulo de errores, un continuo lamento de lo que podría haber sido. A la luz del día las cicatrices resultan lacerantes. Traté aquella última noche de liberarlo de su peso, creí oportuno decirle que todos llevamos dentro heridas, que en ocasiones permanecen abiertas, que reviven cuando el recuerdo fugaz nubla nuestra rutina, que el secreto tal vez se encuentre en el perdón que debemos concedernos a nosotros mismos. Se lo susurré como un páter en la penumbra del confesionario, entre trago y trago de cerveza. Sin embargo, en aquel instante, tuve la sensación de estar hablando solo.
      Al cerrar el "Vértigo" casi siempre se asoma un rato a la bahía, camina despacio hasta el puente del río y allí se detiene, alza la vista y contempla el perfil irregular de la fachada marítima, la deliciosa curva de la playa que muere en Cimadevilla, y de pronto siente que todo es mucho más sencillo de lo que creemos, que su vida es una de tantas, insignificante y breve, que se siente capaz de concederse la absolución a sus pecados y que por encima de todo no sería capaz de hallar nada en este mundo tan dolorosamente bello como su Gijón del alma.



viernes, 9 de enero de 2015

Carta a mi Lector Favorito

Querido lector:
      Te he echado de menos. He pensado en ti cada semana, cada instante. Las ideas afloraban, Paco y Rorro me susurraban historias, Gijón aguardaba sin saber que yo seguía recreándome en sus atardeceres, escuchando con atención el murmullo amenazador de sus mareas. Sin embargo a punto estuve de romper con todo, dejar morir al gijonés que arranca de su corazón cada relato que comparto contigo.
      Es imposible olvidarte, hay caminos sin retorno y el nuestro es uno de ellos. Hemos compartido ese mismo aire, salado y frío, pisado la arena de San Lorenzo y contemplado el perfil de la ciudad desde las cumbres más hermosas. No puedo pedirte más. Formamos parte de un mismo escenario, aunque jamás lleguemos a vernos cara a cara, nos une el vínculo atávico de la tierra, el paisaje sentimental del recuerdo. Hemos reído y llorado con el Cantábrico a nuestros pies, hemos besado cobijados en la noche al regresar a casa desde Cimadevilla, hemos esperado pacientemente bajo los soportales de Marqués de San Esteban mientras la lluvia arreciaba. La lluvia.
      Estuve a punto de abandonar. Me preguntaba si todo esto tiene algún sentido. Escribir resulta en ocasiones doloroso, una especie de grito desesperado que nadie escucha. ¿Es posible que sea yo el único capaz de ver lo que veo? Y apareció el azote del tiempo, el tic tac inapelable, y me arrastró con fuerza hacia territorios prosaicos. No nos engañemos, la cultura es un tesoro que no se encuentra al alcance de todos; la literatura, la música, el arte en general requieren dedicación , entrega mental y espiritual. La rutina nos aleja de la belleza, es la antítesis de la creatividad. Traté de razonar con ese contador de historias que llevo dentro, hacerle ver que en los ratos libres su ánimo no estaría para narraciones sino para un ratito de tele y a la cama. Y entonces apareciste tú, mi lector favorito, el maravilloso anónimo que nunca conoceré, y me dijiste que te sentirías abandonado sin mis retratos de Gijón, que de alguna manera estaba en deuda contigo, que habíamos recorrido las calles de nuestra ciudad pero que aún nos aguardaban instantes únicos que morirían en mitad de la nada si yo no los rescataba de lo más profundo de mi imaginación.
      Abrí los ojos. Sabía que la fuente no estaba agotada. Era cierto cuanto me decías. No podía dejarte solo en este camino sin retorno. Te propongo reencontrarnos cada mes, puntualmente, mantener la llama viva por mucho tiempo.
      Gracias por rescatarme, gracias por seguir ahí, gracias por leer. He vuelto con la intención de permanecer al otro lado, frente a ti. Tú eres el espejo en el que mirarme, si tú no estás yo tampoco estoy. Escribir es tejer un sueño con palabras y compartir contigo ese mismo sueño es cuanto deseo.

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Carlos Álvarez Castañón