sábado, 31 de diciembre de 2016

Diciembre



      Todos sabemos lo que encierra el último mes del año: una mezcla extraña de alegría y tristeza de pesada digestión. Al llegar diciembre suelo vagar por la ciudad de noche, muy atento a cualquier nimiedad intrascendente, las luces de colores, esa euforia hueca...Y surgen las preguntas que se repiten año tras año: Incómoda, cruda realidad; se impone en cada gesto, en cada melodía desafinada que derrama el acordeonista callejero, presuntos villancicos flotando en el aire frío que impregna la mar. Imagino los centros comerciales, templos del desenfreno navideño y necesito huir, igual que esa nube negra de estorninos que ensucia el cielo con sus dibujos de libertad. No soy el único, lo sé, pero nadie grita, todos guardan silencio en mitad de la multitud. Basta de fingir la dicha plena, armonía y paz de cartón, dejemos que fluya la verdad, que nadie se sienta raro por ser humano, por despertar cada mañana con el mismo esfuerzo de siempre, por creer que arrastramos una vida vulgar, peor que las del resto de los mortales. La gran mentira magnifica nuestros complejos, nos hace diminutos ante el espejo. Quiero la luz limpia de la noche, necesito la oscuridad sincera, sin adornos brillantes que incendian mi tristeza. ¿Acaso son felices todos esos cuerpos que se asoman a los escaparates? ¿Qué habrá de permanecer a la postre? El vacío, el retorno acibarado de la rutina. Diciembre es un acantilado donde acaba el mundo, diciembre es la estación abandonada del olvido, el rincón perfecto en que cobijarse del futuro, la noche eterna. No deseo romper la poesía, ni comprar nada que compre el dinero, no vendo mi dolor, mi tristeza. Si algún día existió la Navidad alguien debería explicarme a dónde se ha marchado. El niño ha volado con los pájaros, aferrado a sus sueños, y éste que os habla ya no escribe cartas pidiendo regalos, y no espera que nada cambie tras la duodécima campanada.
      Diciembre, un lugar común por el que la gente pasa sin saber que se trata del "fin de trayecto", un maravilloso motivo para decir adiós, para seguir soñando historias en silencio. Viviré por todos ellos, Rorro, Paco, hablaré y escucharé con atención sus inquietudes, sus miedos, sus anhelos...Y recorreré la playa de San Lorenzo al caer el sol, cada día, cada mes, cada año. Respiraré la sal de mi trocito de mar y me mezclaré con ella mientras flota por las calles, mientras humedece las aceras. Y así, un día abriré los ojos y pensaré por un instante:
      "Todo ha sido un sueño, un dulce y maravilloso sueño del que no quiero despertar jamás"

miércoles, 30 de noviembre de 2016

Noviembre

 
  
       Había estado paseando toda la tarde sobre las hojas secas. Se detenía de vez en cuando para alzar la vista y recrearse en los colores de la mudanza, luego, continuaba con el gozoso crepitar bajo sus zapatos. Una alfombra se extendía ante sí, el tiempo se deshace en pequeños trozos muertos y las sombras de los árboles se recortan sobre el cielo gris, ramas que son abrazos sedientos que preludian un invierno frío. Hay cantos de aves desconocidas, se confunden con el eco de sus pies. Al fondo se adivina el estanque, la noche...
      Paco se entregaba al romanticismo con frecuencia; al menguar los días crecía en él una melancolía silenciosa: la noche, la bruma del mar, el abandono solitario, era una especie de ritual que se repetía cíclicamente. Solía adentrarse en el parque de Isabel la Católica perdiéndose entre los pequeños detalles. Aquello representaba la belleza sublime de lo efímero, un soplo divino al alcance de la mano. Sentía devoción por todo aquello que el tiempo disfrazaba con su pátina inconfundible, Él era el único Dios capaz de dictar sentencia. Paco lo aceptaba con resignación, conocedor de que cualquier rebeldía hacia Él habría de ser inútil y así, decidió descubrir la grandeza de la vida mirando de reojo a la muerte, el final del camino, el largo invierno.
      Azucena no profesaba esa misma religión. Ella era una mujer de sesenta y pico, soltera y odiadora de espejos. Azucena nació con la desgracia de ser la más bella, todos la miraban, deseaban su mirada azul, su piel clara como la luna. Pero Él es implacable, cruel. Se ensaña con quienes se creyeron dioses y Azucena lo fue, una diosa breve, un tic tac inapreciable en la inmensidad.
      Todo comenzó una mañana en la que contempló su propia imagen de frente. Fue tan sólo una chispa, casi inapreciable, el reflejo de una mujer mayor, el atisbo de un futuro horrendo. Desde entonces comenzó a rechazar todo aquello que encerrase la idea, el concepto de ese mal llamado "tiempo", se negó a seguir avanzando y decidió que no estaba dispuesta a envejecer. Un día salió despavorida del cine Robledo, en mitad de una película de terror, cuando recapacitó acerca del fondo que escondían esas historias de vampiros que tanto había disfrutado de niña. Ocurrió después de un diálogo entre el Conde Drácula y su joven víctima Lucy, el vampiro le susurró al oído las delicias de la inmortalidad, un amor eterno con la noche como único testigo. Azucena sintió una pena insondable, deseaba llorar, salir corriendo, no estaba dispuesta a derramar una sola lágrima en mitad del patio de butacas. Así que se fue y gritó frente al mar su desdicha, sobre la arena de San Lorenzo, en soledad, como siempre. Aquella noche regresó a casa abatida, con la idea oscura de la muerte aleteando, igual que el murciélago en la ventana del castillo.  A partir de entonces nuestra diosa emprendió una dura batalla contra el Todopoderoso, juró hacerle frente con todas sus fuerzas, estaba dispuesta a derrotarlo: Retoque de párpados, estiramiento facial, arreglo de la zona del cuello, el mentón, los labios, la nariz... A medida que Azucena se sometía a una nueva operación, la verdadera Azucena se perdía más y más. Abandonó toda esperanza pocos meses después de inyectarse la última dosis de Botox, se miró en el espejo y lo rompió en mil pedazos. "He perdido", masculló mientras retiraba del suelo los últimos pedazos de cristal.
      Paco tiene la impresión de que al fondo se recorta la silueta de una mujer, se adivina a contraluz camuflada entre los olmos. A medida que se acerca descubre detalles de lo que ve: la fina película de agua sobre la que flotan los cisnes, las hojas muertas y la mujer bajo una capa que oculta el rostro  mostrando su espalda. Él ha llegado a su altura, se detiene a su lado, la noche es inminente, ella permanece inmóvil. Paco rompe el silencio con un hilo de voz:
-Creí que estaba solo en el parque.
      Ella no responde, al menos durante un largo minuto, después se gira levemente hacia él y susurra:
-Dame la mano por favor, no soporto el mes de noviembre.

       

lunes, 31 de octubre de 2016

Octubre

   
      Octubre es la melancolía, la belleza sublime del matiz, la humedad reivindicando su espacio, la lluvia que dibuja sobre las aceras rostros ignotos, siluetas, silencio bajo un paraguas, el sonido de los pasos al caer la tarde, las luces de los coches derramándose sobre el asfalto mojado, el calor de un café...
      Siempre pensé en Gijón como ciudad otoñal, cargada de magia y encanto, con la presencia del Cantábrico acechante. Un paseo por Gijón en octubre es un modo perfecto de alcanzar el sosiego, en soledad, caminando por la arena de San Lorenzo, sin prisa, deteniéndose siempre que sea preciso respirar hondo. Y después, perderse una vez más entre sus calles, al amparo de la bruma. Recorrer cada rincón, cada esquina del Gijón centenario, eterno, ése que retrataron con trazo inmortal Evaristo Valle o Nicanor Piñole y cuando el cansancio haga mella, refugiarse en un viejo café, al calor de la multitud para observar con detalle las diversas escenas que nos brinda la cotidianidad. Y una vez allí, imaginarme el Gijón de antaño, allá por el siglo XIX cuando se instalaron en la ciudad los primeros cafés: El Colón, en la calle Corrida esquina con Munuza, El Suizo en la calle Trinidad o el Café Boulevard, también en Corrida, cerca de la plaza de Italia. Aquellos eran locales en los que la gente se reunía por la mañana para emprender negocios, cerrar tratos, y que al atardecer acogían animadas tertulias y partidas de dominó. Pocos años más tarde abrieron sus puertas el Dindurra, el Café de San Miguel, el Oriental, en los bajos del hotel América, el Príncipe, el Imperial...una estupenda red de locales con un valor social, arquitectónico e histórico, un patrimonio perdido, fruto, según muchos esgrimen, de una sociedad que ha desaparecido, una sociedad a la que ha dejado de interesarle la palabra, una sociedad que tiene prisa, que sobrevalora la imagen, el impacto súbito de usar y tirar, una sociedad que no tiene tiempo para perder el tiempo, que avanza a impulsos, a borbotones, alejada permanentemente del sosiego. En Gijón han muerto los viejos cafés modernistas, no queda ni uno sólo de aquellos templos sociales, espacios sagrados para mí, tanto como lo fueron, y de alguna manera lo siguen siendo, el Robledo o los Campos Elíseos. No hemos sabido proteger estos lugares o simplemente no hemos querido hacerlo, pero, ¿os imagináis una ruta turística con una docena de cafés en los que respirar el ambiente de la época?
      Recorro con frecuencia todos esos viejos establecimientos del Gijón modernista, los imagino en su esplendor, repletos de gente discutiendo de política o filosofía, pasando largas tardes sentados a una mesa mientras en la calle arrecia la lluvia.  Entonces rescato los años cincuenta y sesenta cuando se inauguraron otros locales sin el sabor de los anteriores pero igualmente memorables: Manacor, Mayerling, Molinero, Gijonés, Pío, Maratón...También éstos se han ido a dormir el sueño eterno. Y sin embargo, después de un paseo por la nostalgia, de algún modo, logro consolarme sin saber muy bien por qué. Quizá porque entiendo que nada perdura eternamente salvo en la imaginación y en los recuerdos, quizá porque sé que en mi Gijón subyace ese mundo decimonónico al que a menudo regreso, que convive con nosotros, que se plasma en cualquier atardecer lluvioso de octubre mostrándonos la belleza invisible de su alma.      

viernes, 30 de septiembre de 2016

Septiembre

   
     Resplandecía la luz dorada del otoño. No era una mañana cualquiera. Baco respiró satisfecho, con un punto de emoción incontrolada, como un padre que está a punto de a ver a sus hijos después de largo tiempo. Repetiría una vez más el ritual: la camiseta, la bufanda y la cerveza en "El Vértigo", luego caminaría sin prisa hacia su rincón favorito de la ciudad. Y cuando las aceras fuesen ya una marea rojiblanca, se detendría un rato a contemplar; apoyado sobre el tronco de un árbol, cerca de "El Molino Viejo", junto al puesto de banderas donde su padre le hizo el mejor regalo: una pequeña insignia del Sporting que siempre llevaría orgulloso prendida en la solapa de su chaqueta.
      Baco se sumergía en aquel mar empapándose del ambiente: hordas de sportinguistas fervorosos, chavales, ancianos, padres y madres con sus hijos. De entre todos, Baco siempre fijaba su atención en un grupo de mujeres de su misma edad, puntuales a su cita, tres amigas caminando presurosas hacia el estadio, vidas muy distintas a la suya, supuso, con luces y sombras como cada una de las vidas de aquellos anónimos correligionarios ataviados con sus señas de identidad, un todo que acude a la misa del Templo. Aquélla era su única religión, pensó, la verdadera. Ateo confeso, se enzarzaba a menudo en discusiones acerca de Dios, acerca de la fe y los rituales de quiénes la profesan, sin embargo en aquel instante su mente conectaba con un misticismo difícil de explicar, se sentía dichoso, en paz consigo mismo, en armonía con cuanto tenía a su alrededor. Cada semana de partido en El Molinón sonreía más y canturreaba en voz baja, jamás se preguntó por qué lo hacía, por qué sentía esa felicidad serena, tal vez porque Baco siempre fue consciente de que el Sporting de Gijón era de lo poco que le quedaba, probablemente lo único, como un amigo que nunca falla, que enraizó muchos años atrás, en su infancia, para llenarlo todo; una referencia a la que acudir en las noches de zozobra. Y así era, literalmente. Baco padecía de insomnio, la ansiedad le obligaba a levantarse de la cama en mitad de la oscuridad y lo único que funcionaba, lo único capaz de aplacarlo era su Sporting, su camiseta vintage y su escudo bordado en el corazón. Recordaba antiguas alineaciones, goles antológicos, triunfos bajo la lluvia, el rugir de la afición...y al fin se dormía como un niño.
      Una segunda cerveza antes del partido; siempre en Casa Aurora, siempre por gentileza de Viti, por los viejos tiempos, apoyado sobre la barra, escuchando conversaciones ajenas, perdiéndose entre tanta mirada cargada de ilusión. A veces se preguntaba qué sería del mundo sin el Sporting, ese mundo finito que va desde Cimadevilla hasta El Rinconín, ese Gijón en el que nació, creció y en el cuál terminó naufragando, esa playa y ese mar que rompe sobre la Escalerona, qué sería de él sin el amor de su vida, sin su religión. Ninguno de aquellos jóvenes que charlaban a las puertas de Casa Aurora se plantearían jamás algo como aquello. Imaginó lo que ocurriría sobre el césped poco después, confiaba en el triunfo de su equipo, todo era tan perfecto...Y en ese instante Baco recordó que no hay nada mejor que el momento previo, se consoló con esa idea, convenciéndose de que la realidad siempre enturbia los sueños cristalinos. Salió del bar hacia El Templo lleno de emoción y tristeza, un domingo más se quedaría a las puertas de la Tribuna Este, empapándose del rumor, recogiendo los pedazos de su infancia y maldiciendo su miseria. Y aguardaría sin prisa, cerca del estanque de los cisnes, sentado en un banco, el estruendo del gol que suena tan dolorosamente bello a la orilla de ese lugar en el que vivía llamado "indigencia".     

miércoles, 31 de agosto de 2016

Agosto

   
      Entre la brisa de la tarde flota un aroma de bronceador que se arrastra a lo largo del paseo, se entremezcla con la sal de las olas que rompen con discreta violencia sobre la Escalerona. Hay bandera amarilla y sube la marea, la gente sale de la playa, luce un sol de atardecer, pleno, sin nubes en el horizonte, es la hora del tumulto, el perfecto caos de quienes regresan a casa con la toalla al cuello, el bañador húmedo, calzando chanclas; y de esos otros que lucen ropa de calle, ajenos al ritual playero, que están en el lugar adecuado en el momento justo, donde el universo gijonés late con intensidad.
      Es Agosto y estamos en el Paseo del Muro, el balcón del Cantábrico, camaleónico, magnético, al que todos acuden para encontrarse con el vecino, el familiar lejano, el amigo de la infancia...Todos están aquí, la galería de las vanidades donde mirar y ser vistos, respirar la esencia de Gijón. Algunos recorren sin prisa el largo trayecto que separa San Pedro del Rinconín. Hay ciclistas, niños, ancianos, parejas de novios, turistas, mirones, caminantes profesionales. Es el lugar idóneo para contemplar, recrear historias, cazar instantes.
      Son casi las ocho de la tarde, la gente sale de la Feria de Muestras, se proyectan sombras alargadas sobre el paseo, todo alrededor se colorea con una luz dorada, al fondo se adivina el Cerro de Santa Catalina. Apetece un culín de sidra en alguna terraza de Cimadevilla, un picoteo al caer la noche en buena compañía. Las calles del barrio de pescadores bullen, el renacer de un barrio muerto, el sueño de una noche de verano. Carpe diem. No existe el futuro, sólo el momento, el eterno instante que ahora gozamos y que nos convertirá en inmortales. La cuesta del Cholo llena de vida, el Muelle, el Rompeolas, las luces del puerto nadando sobre el mar. Ha caído la noche, nada se detiene, la música distante llega hasta aquí, difusa, la fiesta ha comenzado, se prolongará hasta la madrugada.
      Agosto infinito que permaneces en mi memoria desde que era niño, que te disfrazas de libertad y alegría, que encarnas lo que Gijón encierra, la plenitud y el declive, la euforia y el fracaso. Nadie se atreverá a arrebatarnos este mes, Agosto pertenece a Gijón, está escrito sobre la arena de San Lorenzo, en cada plaza del centro, en el barrio del Carmen, en la calle Corrida, en el corazón de los gijoneses.
      Es el mes en el que terminan los sueños, el mes de las hojas secas que caen de los árboles preludio del otoño; el Campo Valdés entristece al amanecer gris, se torna íntimo y melancólico. Las sombras del verano se disipan, aparecen la niebla y el orbayu pertinaz que ensucian el cielo azul. Pero yo no dejaré de acudir en cada ocasión al eterno mes de Agosto; todo cuanto guardo dentro de mí será mi salvación, ahuyentará la tristeza, me hará reflexionar, pasearé sin sombra alguna por el Muro, descansaré la mirada sobre el perfil de mi ciudad mientras el sol se baña en la mar, mientras la gente conversa con acentos diversos, sin que nadie pueda verme, sin que nadie pueda tocarme, porque los observo desde mi atalaya inexpugnable del recuerdo, en el interior de ese mundo mío eterno, privado y maravilloso.
      Y allí regresaré cada vez que el peso de la noche se torne insoportable, cada vez que necesite con dolor respirar ese Gijón que llevo dentro del alma.  

domingo, 31 de julio de 2016

Julio

 
     Y amaneció, aunque lo hizo con un disfraz de lluvia fina; el orbayu pertinaz e inoportuno, pensó Paco, que aparece sin invitación previa. A través de su ventana se apreciaba esa película fina como un espejo sobre las aceras, los coches circulaban despacio por el asfalto, imaginó la línea del horizonte desde la barandilla del Muro de San Lorenzo, indeterminada como un futuro incierto, la gente paseando bajo el paraguas, la arena seca, mojada; nada más triste que un día de julio así. Pero Paco tenía planes y no quería dejarlos a merced de la zozobra, decidió cargarse de optimismo , visualizar un cambio meteorológico, el sol abriéndose paso entre las tinieblas...
      El reloj marcaba las diez y media cuando salió de casa rumbo al "Vértigo", la suerte estaba echada, nadie se libraría ya de bailar bajo la lluvia. Rorro despachaba a los últimos borrachos remolones que se negaban a salir cuando su amigo se asomó a la puerta.
-Cinco minutos y nos vamos-sentenció el dueño del bar. Media hora más tarde se dirigían Menéndez Pelayo arriba en dirección a Granda. No dejaba de llover y entre ellos se había instalado un extraño silencio mezcla de nostalgia y pereza. Era como uno de esos planes que tienen todos los visos de salir mal, una noche sin historia para olvidar cuanto antes.
      Se refugiaron en la carpa y ganaron un sitio pegaditos a la barra, Rorro pidió sidra y la noche comenzó a cambiar. Había una multitud armoniosa, una gran familia unida por un vínculo invisible, Paco de detuvo en el detalle, en la contemplación silenciosa empapándose de sensaciones, imaginando las vidas de toda esa gente que compartía una fiesta, con sus problemas y sus frustraciones, olvidándolo todo a ritmo de cumbia y pasodoble, quiso ser uno de ellos, oriundo de esa parroquia milenaria que celebra cada año sus fiestas de Santa Ana, imaginó el reencuentro con sus seres queridos en medio de la folixa, cuando todo es posible, cuando el mundo termina esa misma noche entre culín y culín de sidra, y sintió una envidia sana del abuelo que lleva de la mano al nieto hasta el puesto de chuches, de la pareja de novios que se miran tiernamente a los ojos, de las pandillas de adolescentes, de los padres y los hijos que cenan juntos, del concepto ancestral de la familia, el olor a la tierra mojada de Granda, las hojas empapadas de los robles, del cielo gris que esconde el Picu del Sol. Y al empezar la segunda botella, Paco reparó en aquel cuarentón que tenía a su lado, compañero de fatigas durante toda una vida y supo que él era de lo poco que le quedaba, lo más parecido a ese cuadro idílico que aquella noche se plasmaba ante sus ojos, le había tocado esa vida y tenía que aceptarlo, eso sí, con la inmensa fortuna de poder asistir cada año a las fiestas de Granda como espectador privilegiado, capaz de ver lo que nadie quiere o puede ver, y entonces tuvo la certeza de que la vida puede ser maravillosa y que por momentos sin duda lo era, aquel instante era uno de ellos, se sintió parte de aquella gran familia que festejaba las fiestas de su pueblo, se creyó capaz de acudir al día siguiente a la misa, la bendición y la subasta del ramu, recordó la noche celta, los buenos momentos de otros años, las gaitas, los acordeones, los violines...Y justo entonces Paco miró de nuevo a su viejo amigo:
-¡Vamos a bailar!- le gritó al oído.
-Calla, calla...
-Venga, ¿no te das cuenta?
-¿De qué me hablas?-Rorro aparentaba estar desconcertado.
-Del momento, único, irrepetible-concluyó Paco eufórico.
-Ya estamos otra vez...
      Cuando llegué a la fiesta la vocalista de la orquesta interpretaba una ranchera de Rocío Dúrcal. Los vi pertrechados en la barra hablando como si se hubieran reencontrado después de mucho tiempo. Contemplé a la gente ir y venir, las luces de colores iluminando la carbayera, el orbayu persistente...todo era tan perfecto que decidí quedarme allí durante un minuto, recreándome en la belleza absoluta de lo efímero. Mis mejores amigos estaban ante mí, formaban parte de aquello sin saberlo, eran dos más de la gran familia de Granda. Tenía sed, me acerqué hasta ellos, y sólo cuando estaba a su lado se percataron de que había vuelto a Gijón.
-¡Echad un culín a un viejo amigo y callad un poco, joder!
    

jueves, 30 de junio de 2016

Junio

   
      Quiero dejar atrás la melancolía, asomarme a la ventana en un amanecer limpio, azul intenso, sentir que el sol entra a raudales, que barre la zozobra y el miedo, olvidarme del orbayu, de la bruma densa, de la humedad y de la noche incierta. Hoy necesito caminar por el Muro bien temprano, con el Cantábrico sereno, con las sombras alargadas hacia poniente, sentir mis propios pasos marcando el tiempo y trazar sin prisa el dibujo de las olas desde San Pedro hasta el Rinconín, sentarme a contemplar el reflejo del día y escuchar el detalle minúsculo de lo intrascendente. Y continuar por la costa hacia la Colina del Cuervo, recrearme en los acantilados, la Isla de la Tortuga, el verde precipitándose en las olas, el Cabo de San Lorenzo...
      Gijón es una ciudad ambivalente, camaleónica, capaz de transformarse en alegría vital después de un tenebroso atardecer, de esos escasos rincones del mundo en los que se muestran grandes tesoros a la luz del sol, que transmite alegría, ganas de vivir. Los gijoneses somos conscientes de todo ello, sabemos como nadie que una tarde soleada puede durar apenas una hora; y entonces, los paseos, los parques y las playas, se llenan de gente que camina, juega, corre, charla, anda en bicicleta, disfruta de las terrazas...Junio es todo esto y mucho más: el preludio del verano, la promesa de lo que ha de llegar, el triunfo del día sobre la noche. A los habitantes de Gijón les encanta la luz, el atardecer cálido, un deambular por el muelle caminando despacio, sin rumbo fijo, una botella de sidra en la cuesta del Cholo y desde allí, recrearse apurando hasta el final el último trago antes de que el sol nos regale una acuarela incomparable de turquesa y carmesí sobre el cielo incendiado. Mañana será otro día, tal vez gris, cuajado de nubes bajas de lluvia fina. Ahí radica el encanto de Gijón; carpe diem. Cada uno de esos días soleados adquiere un extraordinario valor en esta ciudad, quizá por ese motivo los lugares comunes resulten más bellos a la luz de junio, cualquier rincón resplandece, reclama su protagonismo, merece ser inmortalizado a través de una fotografía. Junio transforma la tristeza en serenidad, ilumina las calles de Cimadevilla, llena de niños los parques y nos empuja a salir, a ventilar la casa con aire tibio; la mejor época del año para descubrir lo que siempre ha estado ante nuestros ojos. El gijonés conoce las claves de su ciudad, acude a los lugares donde mejor brilla el sol: el Tostaderu, los Pericones, el Cerro de Santa Catalina...La ciudad se transforma y sin embargo no es el esplendor del incipiente verano el que la hace bella sino los gijoneses con su presencia, el verdadero alma de Gijón, un potencial que se manifiesta en cada actividad, que comparte un sentimiento, un amor y un orgullo por lo que consideran parte de ellos. Mi ciudad es la gente que la habita, su hospitalidad, su pasión por el día a día, por la fiesta y por la rutina. Qué bello es vivir en un lugar donde su climatología resulta imprevisible, donde cada rayo de sol se considera un regalo, a la vera de un mar en calma que se embravece de la noche a la mañana, rodeado de parques, largos paseos por la costa, lleno de gente que disfruta la calle, que goza, que contempla con sus propios ojos la luz incomparable de un nuevo amanecer.
      ¡Qué bello es vivir en Gijón!

martes, 31 de mayo de 2016

Mayo

 
       Es el mes de la verdad, el instante cruel en el cuál se escribe el destino: la gloria o el infierno. El verde intenso del Molinón resplandece, el rojiblanco de las camisetas tiñe el graderío, hay ilusión y miedo, la sentencia final está a punto de dictarse: un rechace, cualquier error puede ser definitivo. Un año más llegamos al final del camino sobre el alambre, mirando abajo, al precipicio de la segunda división, rememorando aquellos penaltis robados o los puntos que no amarramos en la primera vuelta, pero nada importa ya, tan sólo la tozuda matemática. Y una vez más hemos materializado el milagro, o como yo prefiero creer, la justicia poética se ha impuesto, quizás por el empuje de toda una ciudad que quiere ver a su equipo del alma siempre en primera, quizás porque en algún lugar del Olimpo los dioses compartían con Manolo Preciado y con Alejo una conversación distendida y fueron incapaces de sembrar la desdicha entre nosotros, o quizás porque sobre el césped del Templo hemos vuelto a ver a un grupo de futbolistas íntegros, que han entregado sudor y lágrimas a una causa común en la que nunca dejaron de creer, incluso cuando muchos dieron por perdida la categoría en mitad del crudo invierno. A diferencia de otros equipos, éste sentía los colores, deseaba la permanencia como cualquier aficionado que entona el himno con la bufanda al viento. Se ha hecho de la necesidad virtud, la restricción en los fichajes ha recordado quiénes somos y cuál ha de ser el papel de la cantera y ellos han salvado al club, primero evitando la más que probable disolución gracias al ascenso a primera y después dejándolo en la máxima categoría para sanearlo económicamente de una vez por todas. Y a cambio de muy poco dinero, futbolistas capaces de demostrar que no todo en esta vida es el sucio parné. A ellos les reserva la historia un lugar de privilegio, la etapa de los "superguajes" será recordada siempre, y podremos decir algún día a nuestros nietos paseando por El Muro: "yo estaba allí, los vi entregándose, los vi triunfar".
      Pero las despedidas siempre llevan de la mano tristeza, mucha tristeza. Tengo la sensación de que se ha cerrado una página, que las celebraciones de cada gol ya no serán iguales, tal vez sea cuestión de tiempo el asimilar los adioses de tanto ídolo de carne y hueso. A Jony se le recordarán sus galopadas por la banda izquierda y compartirá instantes gloriosos con Ferrero, de Luis Hernández guardaremos para siempre sus saques de banda, su serenidad en el centro de la defensa, su pundonor. Las pinceladas geniales de Alen Halilovic, su homenaje a la sidra brindando con la grada, los hat-trick de Sanabria, su clase y elegancia, el compromiso y entrega de Omar Mascarell y muy especialmente Barrera y Álex Menéndez, dos guajes de Mareo, esencia pura de sportinguinsmo, una vida entera creciendo con el escudo en el pecho, que merecían una despedida digna, con los honores del soldado anónimo que entrega su vida para ganar una guerra, sois grandes por lo que habéis dado, por lo que sentís, os merecéis todo lo mejor. Y no quiero olvidarme del gladiador del área, del delantero que hace equipo, que defiende en primera línea de fuego, Miguel Ángel Guerrero, uno de los nuestros. Demasiadas despedidas después de una alegría inmensa, cerca de una docena de nombres, media plantilla, un desastre. Resulta catastrófico, pero sólo en apariencia. Detrás de cada decisión meramente deportiva, salvo la marcha de Jony y Luis Hernández, está el gran Abelardo. A menudo me pregunto: ¿Acaso el Sporting hubiese ascendido la temporada pasada y salvado la categoría en ésta si Abelardo no fuese el entrenador de este grupo de guajes? La respuesta parece cristalina: No. En ningún momento cuestionaré las decisiones de Abelardo Fernández, y no porque haya abrazado el abelardismo, sino por sentido común. Un gijonés al que nadie le ha regalado nada, que ha ganado su credibilidad a base de triunfos, de puñetazos encima de la mesa cuando tuvo que dar la cara por su equipo. No, no seré yo quien se atreva a dudar, confío en su criterio y sé que el equipo será mejor la próxima temporada.
      Es el momento de mirar hacia delante, abandonar ese pesimismo absurdo que nos invadió poco después de lograr la permanencia, los futbolistas van y vienen pero el Sporting seguirá año tras año generando nuevos recuerdos, alegrías y tristezas. Hemos disfrutado de corazón con un Sporting mítico, pero que nadie olvide a quienes continúan con nosotros: Sergio Álvarez, Isma López, Nacho Cases, Lora, Meré, Cuéllar...
      Somos el Real Sporting de Gijón y seguimos aquí para hacer historia.

sábado, 30 de abril de 2016

Abril

   
      Era la una y pico del mediodía, sábado resplandeciente de vermut y paseo por el Muro, marea baja, chavales corriendo detrás de un balón sobre la arena mojada...Paco se hallaba a la puerta del "Vértigo" aferrado a su cerveza, envuelto en sudor, con la mirada perdida mientras contemplaba su vieja Orbea descansando sobre el tronco de un árbol. Allí estaba un trocito de historia, la encarnación en hierro, aluminio y caucho de un sueño de libertad. Se la había regalado su madre por sorpresa, un día cualquiera que caminaban hacia su casa cargados con bolsas de fruta. Paco se detuvo como siempre ante el escaparate de "Sport 2000" y ella le dijo: "¿la quieres? Vamos, ha llegado el momento". Aquél se convirtió en uno de esos instantes indelebles a los que regresar como refugio cuando la vida no tiene sentido. Y pedaleó cada jornada con el aire en el rostro subiendo "La Providencia", bajando "El Infanzón", escalando "El Alto de la Madera", rodando por las carreteras asturianas hasta desfallecer. Solía hacerlo por estas fechas cuando comenzaba "la Vuelta", entonces, se ponía en la piel de los ciclistas y sufría con ellos sentado en el sofá del salón, luego, se enfundaba el maillot y emulaba sus hazañas. Eran buenos tiempos para la bici, no en vano, Pancho, Javi, Tito y el Piraña habían hecho de ella la herramienta imprescindible del adolescente libre. La bicicleta conectaba directamente con la infancia más tierna, con los recuerdos anclados para siempre en el momento de las primeras pedaladas sobre dos ruedas, un instante mágico, irrepetible, uno de los momentos transcendentales en la vida de cualquier ser humano, la bici era la independencia, la sensación más placentera. Sin embargo años más tarde llegó el descrédito, los controles antidoping, la humillación, los príncipes destronados, el engaño. El ciclismo cayó en la desconfianza, el gran público dejó de ilusionarse con los triunfos de sus ídolos, nada era real, la duda se había instalado y pocos creían en la limpieza de aquel deporte. Paco fue uno de tantos que se vio arrastrado por la indiferencia, dejó de ver las retransmisiones televisivas del Tour, del Giro, aparcó su Orbea en el cuarto de los trastos viejos y abandonó su sueño de juventud.
      Ahora, "veintipico" años más tarde contemplaba a su vieja amiga entre trago y trago. Rorro se acercó hasta él sorprendido, conocía los sueños de su colega mejor que nadie y le llamó poderosamente la atención ver a Paco ante uno de ellos.
-¿Vuelves a cabalgar?- preguntó Rorro en tono cordial. Su amigo tardó en responder, como si tratase de encontrar un porqué.
-Es diferente-respondió al fin.
-¿Ya no tratas de batir ningún récord?
-Las marcas y los cronómetros hace mucho que han dejado de interesarme. Vengo de una concentración de ciclistas.
-¿Tú?
-Ya ves...
-Siempre odiaste las manifestaciones de cualquier índole, sentías ansiedad, comenzabas a hiperventilar y te sobrevenían mareos incontrolados.
-Eso era antes. ¿Sabes Rorro?, en aquel lugar había personas de todas las edades: niños, padres, abuelos...sin ninguna pretensión, nadie acudía con espíritu competitivo, tan sólo compartir una misma idea, el amor por las dos ruedas, el mismo que yo había abandonado en el trastero, el que creía olvidado para siempre.
-Pero tú no montabas en bici por placer.
-¿Por qué sino?
-Deseabas el triunfo, llegar el primero a la meta, oír el aplauso de la gente. Ése era tu sueño.
-Pues se ha transformado con el paso de los años. No me interesa llegar antes a ningún lugar, tampoco escalar grandes cimas. Vivimos en una ciudad perfecta para gozar de la bicicleta, sin apenas cuestas, encantadora y bella. Tenemos la posibilidad de acudir a cualquier lugar sin agobios, sin humos, hay carriles bici a la vera del mar, a lo largo de las avenidas y un sinfín de parques y zonas verdes por las que transitar, parajes rurales donde perderse: Deva, Granda, Cabueñes... Te invito a descubrir todos esos caminos.
-¿Quién yo?
-Hay un Gijón que no conoces, al que se accede solamente pedaleando, que te brinda paisajes bucólicos, carbayeras centenarias, sendas fluviales, el sonido de los pájaros, el rumor del viento sobre los árboles...
-¿Desde cuándo te ha dado por esto amigo?
-Hoy mismo he rescatado a mi vieja amiga, o mejor, ella me ha rescatado a mí.
-Ya entiendo, esa iniciativa llamada: "Treinta días en bici". Y teniendo en cuenta que estamos en el último día de abril, ¿no te parece que llegas un  poco tarde?
-Tengo todo el tiempo del mundo ante mí. Me he dado cuenta al fin de que la alta competición cada vez
se parece menos a lo que yo amaba, la bicicleta, el deporte en estado puro, sin trampas, sin dopaje. No quiero más que buenos alimentos, aire fresco y mi corazón latiendo sosegado. Por cierto, ¿me traes otra cerveza?
-Ése es mi Paco.

jueves, 31 de marzo de 2016

Marzo

   
      Quiero regresar al instante del beso, a la mirada profunda de tus ojos. Contemplar de cerca tus pupilas y tu piel clara, el perfil de tu rostro, tu manos frías, tus manos. Y lo haré con el único aliento de mi memoria, recitando uno a uno los rincones de ese escenario vivo, testigo de nuestros pasos.
      Recorrimos la noche desde San Pedro hasta Fomento, huyendo del gentío, sedientos. Nos refugiamos bajo los arcos de San Esteban mientras la lluvia se deshacía escandalosa sobre las luces de los coches que pasaban, tenías el pelo mojado y me miraste con una de tus sonrisas; y yo, me habría muerto en aquel lugar al comprender que aquella mirada escondía el valor de una vida entera, la que tantos y tantos buscan sin hallarla jamás. "Eres afortunado", pensé, "ahí la tienes, ante ti, la mujer que marcará tu destino". Era una certeza reveladora y sublime, lo más parecido a la fe para un creyente. Sin embargo yo podía verte, acariciar tu cara. Te besé allí, con la lluvia como telón de fondo, sin testigos, creí entonces, igual que dos actores se besarían sin público. Pero fui egoísta, ¿cómo no serlo? y decidí no morirme, seguir viviendo instantes como aquel, rozar la eternidad con la yema de mis dedos, instalarme en ella, aferrado a la lluvia, al calor de un solo cuerpo, fundidos en un abrazo infinito.
      Las horas transitaban sin valor, más de una vez nos encontró la madrugada conversando, descubriéndonos, contemplando la magia del Gijón oculto, ése que permanece en secreto, que sólo se plasma ante la mirada singular del que se enamora paseando por sus calles. Dibujamos una ciudad nueva que tú y yo conocemos, nadie más: el mar rompiendo a nuestros pies en el Cerro de Santa Catalina, el sonido del viento soplando entre los álamos del parque, el rompeolas y las luces bañándose sobre el mar en calma del muelle. El nuestro fue un idilio compartido, nunca estuvimos solos, alguien más conocía cada beso, cada susurro, nos ha vigilado, cómplice y testigo mudo de instantes sublimes. Marzo no es un mes cualquiera en Gijón, marzo será para siempre el esplendor de la belleza retratada en las pequeñas cosas, la bruma, el frío de un invierno que muere, el tiempo de los cambios, los días que crecen, las noches...
      Disfruto recorriendo con la mente aquellos rincones, saboreando su belleza singular, inigualable. Vuelo sobre las olas y contemplo con detalle los días de gloria, escucho con los ojos cerrados, respiro hondo y me siento parte de un todo, un paisaje onírico y real que ha sido capaz de traspasar los límites de mi memoria para instalarse en la cotidianidad del observador. Y es entonces cuando soy yo el que espía, el que se recrea en los detalles de la ciudad que me ha visto amar. Me sumerjo en cada detalle insignificante, soy el cómplice perfecto de sus grandezas y sus miserias, la sorprendo triste, melancólica o vital, descifro su alma en el color del cielo, en la intensidad del viento, en la violencia de las olas golpeando contra la Escalerona. Gijón es una ciudad cambiante, viva, que se despierta bajo el influjo de algún sueño nocturno, que en ocasiones padece de insomnio, que en ocasiones rebosa alegría, luz.
      Desde aquel mes de marzo mi destino está ligado a una mujer y también a una ciudad, formo parte de ellas, irremediablemente, me siento como un preso gozoso, libre en el universo ilimitado de sus certezas, soy como un personaje creado por la voluntad romántica de su autor, condenado a un amor eterno que se repite y se repite.
      Tú, yo, nuestra ciudad, el mar, los sueños...          

lunes, 29 de febrero de 2016

Febrero

 
       Eran casi las siete. Justina, aguardaba en el café, sentada, con la mirada perdida entre la bruma. Aquélla era una tarde fría de invierno en la que apenas había amanecido, de cielo plomizo y lluvia que nunca llega a caer. El Cantábrico arrastraba su aliento húmedo sobre las aceras, podía intuirse su rumor desde allí, amenazante, poderoso.
      Su corazón latía con intensidad escandalosa, pero nadie podría oírlo; un camarero buceaba en su mundo virtual de bolsillo, ensimismado; por lo demás, silencio. Justina ha dejado de plantearse preguntas, no sabe muy bien por qué aguarda después de casi cuarenta años, ni cuál es la razón por la que ha recorrido el centro de la ciudad para sentarse en aquella mesa, en aquel café de la calle San Bernardo a los pies del pasado. Ante sus ojos desde el ventanal vio cómo desfilaban cupletistas, payasos, piratas, brujas, vampiros...Pensó de pronto que el mes de febrero era el más triste del año, tierra de nadie, inhóspita y desangelada, momentos en los que renunciamos a ser nosotros mismos. Volvió a mirar su reloj y al levantar la mirada se encontró con ella, esa íntima desconocida por la que tantas veces había llorado en la otra vida. Elda se dirigió hacia su hermana con una sonrisa leve, indescifrable. Tomó asiento frente a ella. Se miraron sin decir nada, tratando de reconocerse entre tanta arruga.
-Bonito disfraz-susurró al fin Justina. Pero su hermana pareció no captar la ironía. Después, Elda comenzó a lanzar frases inconexas que salían a borbotones, como de una herida abierta; tenía una voz atiplada, con un tono desafinado y un acento inglés bastante cómico, vestía colores chillones y una piel pálida como la nieve, una perfecta extraña arrancando trozos de un pasado lejano, muerto. Nada unía a aquellas mujeres, un par de octogenarias rescatando los restos de un naufragio. Justina la contempló mientras hablaba tratando de encontrar a esa niña con la que jugaba en la calle, con quién compartió sueños y desengaños, esos ojos que lloraron igual que los suyos. Pero nada había de Elda en aquella anciana, Justina creyó por un momento ser objeto de una broma de mal gusto. Observó sus manos, moteadas por el tiempo y recordó el dolor, el desprecio de su hermana. "Nadie muere mientras siga vivo en nuestros pensamientos, sin embargo yo hace tiempo que he dejado de pensar en ti". No merecía la pena verbalizar aquellos pensamientos, el lago en calma permanecería así a pesar de aquel encuentro. "Hay que perdonar, el perdón nos hace humanos, si no hay perdón no hay humanidad". Demasiado tarde, algunos caminos se recorren sólo cuando es preciso, trenes que pasan y no vuelven nunca. Justina esbozó una sonrisa mientras Elda hablaba y hablaba, pensó en lo caprichoso que resultaba en ocasiones ese juego llamado vida, el azar, la fuerza de un destino que nosotros mismos trazamos a base de elecciones, de eso se trata, una continua disyuntiva entre una y otra opción, cadáveres que van quedando en la cuneta y que reviven cuarenta años más tarde. Justina amaba la arena de su playa, la luz de los amaneceres que proyectan sombras desde La Providencia, respiraba hondo al pasear junto a San Pedro y encontraba la felicidad a la vuelta de la esquina de cualquier plaza o calle de su Gijón, Elda en cambio quería volar alto, olvidar la rutina de lo cotidiano, huir.
      Entró en el café una pareja con dos niñas disfrazadas de princesas, Elda dejó de hablar al percatarse de que su hermana dirigía su mirada hacia ellas. Caminaron juntas hacia una mesa del fondo, llevaban en la mano un juguete que compartieron enfrascadas en una trama imaginaria. Las hermanas ancianas se encontraron de nuevo frente a frente, en silencio, sin nada que decir. Una vida entera impregnada por el acibarado sabor del rencor, "la estación ha quedado demasiado lejos", pensó una vez más Justina. No extraería de su boca ni un solo pensamiento, el sosiego es un tesoro que requiere una custodia férrea. Se pusieron en pie y salieron del café, se volvieron a mirar por última vez, luego cada una se fue por su lado.
      En la mesa del fondo las dos hermanas seguían jugando.    

domingo, 31 de enero de 2016

Enero

   
     Se había ido con la rauda lentitud que imponen las olas al deshacerse entre la arena, monótonas, incesantes, igual que el caminante recorriendo el paseo de El Muro, desde San Pedro hasta El Rinconín, sin mirar atrás, envuelto en sus pensamientos.
      Atardece y ha dejado de llover, las aceras dibujan el reflejo difuso de los edificios, todo parece tan limpio...La gente permanece oculta, refugiada en el hogar, la ciudad se ha disfrazado con un halo de misterio, la bruma del mar se adueña del silencio, el cielo es un telón de plomo a punto de caer. Paco, asoma la mirada por su ventana y lo contempla con esa tranquilidad que otorga la indiferencia. Cuelga su cámara de fotos del hombro y sale. Es un buen día para cazar, piensa con cierta emoción. Pertrechado bajo su paraguas espera pacientemente la llegada de alguna sombra como él. Busca retratos, rostros que vagan sin destino pisando la lluvia muerta. Se había levantado de mal humor sin querer preguntarse porqué, la realidad era tan anodina...Apenas treinta días han transcurrido desde que se propuso reconstruir al viejo Paco, ése que siempre le acompañaba, le susurraba el modo en el que gozar la vida y ser feliz. Estaba decidido a cumplir con sus mandatos, quería mudar la piel, abandonar a ese otro Paco autodestructivo, melancólico, que afinaba el oído para robar conversaciones ajenas, que sacaba conclusiones, capaz de construir historias en mitad del insomnio, de enamorarse de cualquier mujer con la que cruza la mirada. No deseaba levantar más castillos de arena al borde de la orilla, ni juzgar, ni analizar, ni buscar soluciones y porqués. Paco soñaba con los rostros que capturaba con su Nikon de segunda mano, permanecía observando su rasgos, torturándose al creerlos mejores que él, con una vida mejor que la suya. Quería ser uno de ellos, cualquiera, anónimo para sí mismo, empezar de nuevo, hacer las cosas de otra manera. Un mes atrás estuvo a punto de pisotear sus viejos casetes de los ochenta, Spandau Ballet, Duran Duran, Nacha Pop...no le permitían avanzar, llevar a cabo su propósito de enmienda, era la banda sonora de los años buenos, cuando todo era posible. Pero no reunió el valor suficiente para hacerlo, tan sólo en su imaginación había consumado el destrozo, le parecía oír el ruido del plástico chascado en mil pedazos, las bobinas de cinta enredadas en una gran bola silenciosa para siempre. Y tal vez por lo vívido de su fantasía Paco se sentó sobre el colchón de su
cama y respiró muy hondo, como si la catarsis al fin hubiese comenzado, luego guardó su música en el cajón de siempre y continuó con su rutina. Recorrió las calles del centro buscando una tienda de discos para descubrir nuevos horizontes musicales: "heavy metal", pensó, de algún modo siempre había admirado a esas personas capaces de mostrar por fuera lo que llevan por dentro, sin complejos, orgullosos de una estética, de una tribu que los reconoce y ampara, se imaginó melena al viento, enfundado en su chupa de cuero, cabalgando a lomos de una Harley Davidson...Carcajeó poco después al recordar su vieja Vespino. No. Bastaría con apartar de su vida esa melancolía creciente que se adueña de cuanto observa, esa niebla espesa.
      Se acababa de sentar en un banco, en mitad de la Plazuela San Miguel, hacía frío y la lluvia era inminente. Una pareja se acerca, camina despacio enfrascada en una conversación, Paco escucha algunas palabras ininteligibles, justo después de haber capturado el instante con su cámara, los oye hablar; ella, rubia, esbelta, de treinta y pocos años, viste un abrigo largo azul marino, botas marrones y guantes de piel. De pronto, sentencia con voz de seda: "Somos lo que somos, no trates de cambiarlo, por más que te empeñes..." y luego se aleja en dirección al Paseo de Begoña. Paco pensó que la mujer no hablaba con su acompañante sino que sus palabras estaban dedicadas exclusivamente a él, que todo aquello obedecía a un destino trazado y había sucedido justo en el momento preciso. Dibujó una sonrisa de placidez, contempló a la rubia perdiéndose entre la noche inminente, después revisó las fotografías que acababa de realizar. Un escalofrío recorre su cuerpo al contemplar el rostro de la chica, la más azul de las miradas y la sonrisa más bella que jamás haya podido disfrutar, tan sólo para él, plena y absolutamente suya. Tardó algunos segundos en reaccionar, en darse cuenta de que aquello tal vez no volvería a repetirse nunca más, de que la magia del instante hay que atraparlo en un sólo fotograma. Con la determinación que da la locura se puso en pie y corrió tratando de alcanzar la silueta de aquella maravillosa desconocida.
      Pero ya no estaba ante sus ojos, ni a un lado ni al otro, no había nadie a quién hablar, sólo niebla, niebla muy espesa.

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Carlos Álvarez Castañón