martes, 21 de octubre de 2014

Universitarios Octogenarios

      La ignorancia es una cueva profunda, muy, muy profunda; tanto, que la luz del sol jamás brilla en su interior. Pero, curiosamente, existen personas que gozan instaladas en la caverna, se regocijan mientras rebotan contra sus paredes, orgullosos de su analfabetismo, de su desprecio absoluto a quienes intentan encender una vela y contemplar cuanto les rodea. En este segundo grupo se hallaba mi viejo amigo Paco. Todo comenzó una mañana fría de octubre cuando, a finales de los ochenta, llegó a mi casa después de una noche inquieta. Se quedó en pie en mitad de la cocina desplegando ese tartamudeo tan particular que denotaba emoción y nerviosismo a partes iguales. Estaba decidido a estudiar música, ese gran lenguaje universal, ávido por aprender a tocar el piano, el violín, el clarinete y el fagot. 
      Esa misma mañana Paco se matriculó en un grupo de adultos de la Escuela de Música de Gijón. Desde el primer día se entusiasmó con el universo musical, le resultaba milagrosa la armonización de una obra sinfónica, la perfecta sintonía entre los diferentes instrumentos, tenía sed, devoraba libros, biografías de grandes compositores. Fue en aquella época cuando dio un paso en falso: trató de introducirse en el mundo de las orquestas de verbena. Sería una buena fuente de ingresos y un modo peculiar de conocer la España profunda. Comenzó a ensayar con "Los sargentos de la paz", una formación creada por un par de colegas de Felechosa que habían compartido inolvidables momentos en el cuartel de El Ferral. Paco temía que su aventura con la orquesta le apartase del estudio y se lo hizo saber a sus fundadores. Guardaron silencio con una mueca de asco en el rostro hasta que uno de ellos soltó aquella frase antológica que Paco llevaría consigo para siempre: "Tanto estudiar y estudiar; a determinada edad, si uno es gilipollas, no dejará de serlo ya el resto de su vida". Paco esa noche fue incapaz de conciliar el sueño, a sus veintipico primaveras se sentía viejo y ridículo. Abandonó la misión de pacificar los pueblos del país a base de cumbias y pasodobles. Año y medio después hizo lo propio con su aprendizaje musical.
      El Antiguo Instituto Jovellanos había sido un bonito rincón donde soñar: suelos de madera roída, techos altos y aulas decrépitas, el edificio se cerró para su restauración y la Escuela de Música, lugar en el que Paco había descubierto el lenguaje universal, desapareció para siempre. Allí se encuentra ahora la sede central de la Universidad Popular, un homenaje a la sabiduría, el rincón perfecto para quienes desean abrir los ojos y mantener la cabeza erguida ante palabras necias. Personas sin complejos que quieren palpar el conocimiento, que saben que nunca es tarde para empezar de nuevo, para vivir cien vidas en una. Nadie ha de rendirse frente a la oscuridad, no ha de haber una sola persona obligada a renunciar al goce sagrado que esconden los libros. La Universidad Popular ofrece en Gijón cursos de pintura, de historia, literatura, música, botánica, ciencia, arte...Pequeñas luces que iluminan la caverna, que marcan el camino a seguir, una universidad al alcance de todos, jóvenes de veinte, cincuenta o sesenta años, universitarios octogenarios que conservan intacta la mirada del niño que llevan dentro, locos por recuperar su adolescencia, el tiempo perdido, el tiempo robado que les obligaba a vivir entre tinieblas. La Universidad Popular es la auténtica pacificación de la raza humana, la réplica contundente a mi amigo Paco, a sus complejos, a la sensibilidad dañina que fue capaz de anular sus mejores sueños, el azote de los necios, de esos que se regodean y que insultan, la mano tendida, una puerta abierta, el cielo, la remisión de los pecados del ignorante contumaz.
¡Bienvenidos todos a la fiesta de la luz!.        

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Carlos Álvarez Castañón