domingo, 31 de enero de 2016

Enero

   
     Se había ido con la rauda lentitud que imponen las olas al deshacerse entre la arena, monótonas, incesantes, igual que el caminante recorriendo el paseo de El Muro, desde San Pedro hasta El Rinconín, sin mirar atrás, envuelto en sus pensamientos.
      Atardece y ha dejado de llover, las aceras dibujan el reflejo difuso de los edificios, todo parece tan limpio...La gente permanece oculta, refugiada en el hogar, la ciudad se ha disfrazado con un halo de misterio, la bruma del mar se adueña del silencio, el cielo es un telón de plomo a punto de caer. Paco, asoma la mirada por su ventana y lo contempla con esa tranquilidad que otorga la indiferencia. Cuelga su cámara de fotos del hombro y sale. Es un buen día para cazar, piensa con cierta emoción. Pertrechado bajo su paraguas espera pacientemente la llegada de alguna sombra como él. Busca retratos, rostros que vagan sin destino pisando la lluvia muerta. Se había levantado de mal humor sin querer preguntarse porqué, la realidad era tan anodina...Apenas treinta días han transcurrido desde que se propuso reconstruir al viejo Paco, ése que siempre le acompañaba, le susurraba el modo en el que gozar la vida y ser feliz. Estaba decidido a cumplir con sus mandatos, quería mudar la piel, abandonar a ese otro Paco autodestructivo, melancólico, que afinaba el oído para robar conversaciones ajenas, que sacaba conclusiones, capaz de construir historias en mitad del insomnio, de enamorarse de cualquier mujer con la que cruza la mirada. No deseaba levantar más castillos de arena al borde de la orilla, ni juzgar, ni analizar, ni buscar soluciones y porqués. Paco soñaba con los rostros que capturaba con su Nikon de segunda mano, permanecía observando su rasgos, torturándose al creerlos mejores que él, con una vida mejor que la suya. Quería ser uno de ellos, cualquiera, anónimo para sí mismo, empezar de nuevo, hacer las cosas de otra manera. Un mes atrás estuvo a punto de pisotear sus viejos casetes de los ochenta, Spandau Ballet, Duran Duran, Nacha Pop...no le permitían avanzar, llevar a cabo su propósito de enmienda, era la banda sonora de los años buenos, cuando todo era posible. Pero no reunió el valor suficiente para hacerlo, tan sólo en su imaginación había consumado el destrozo, le parecía oír el ruido del plástico chascado en mil pedazos, las bobinas de cinta enredadas en una gran bola silenciosa para siempre. Y tal vez por lo vívido de su fantasía Paco se sentó sobre el colchón de su
cama y respiró muy hondo, como si la catarsis al fin hubiese comenzado, luego guardó su música en el cajón de siempre y continuó con su rutina. Recorrió las calles del centro buscando una tienda de discos para descubrir nuevos horizontes musicales: "heavy metal", pensó, de algún modo siempre había admirado a esas personas capaces de mostrar por fuera lo que llevan por dentro, sin complejos, orgullosos de una estética, de una tribu que los reconoce y ampara, se imaginó melena al viento, enfundado en su chupa de cuero, cabalgando a lomos de una Harley Davidson...Carcajeó poco después al recordar su vieja Vespino. No. Bastaría con apartar de su vida esa melancolía creciente que se adueña de cuanto observa, esa niebla espesa.
      Se acababa de sentar en un banco, en mitad de la Plazuela San Miguel, hacía frío y la lluvia era inminente. Una pareja se acerca, camina despacio enfrascada en una conversación, Paco escucha algunas palabras ininteligibles, justo después de haber capturado el instante con su cámara, los oye hablar; ella, rubia, esbelta, de treinta y pocos años, viste un abrigo largo azul marino, botas marrones y guantes de piel. De pronto, sentencia con voz de seda: "Somos lo que somos, no trates de cambiarlo, por más que te empeñes..." y luego se aleja en dirección al Paseo de Begoña. Paco pensó que la mujer no hablaba con su acompañante sino que sus palabras estaban dedicadas exclusivamente a él, que todo aquello obedecía a un destino trazado y había sucedido justo en el momento preciso. Dibujó una sonrisa de placidez, contempló a la rubia perdiéndose entre la noche inminente, después revisó las fotografías que acababa de realizar. Un escalofrío recorre su cuerpo al contemplar el rostro de la chica, la más azul de las miradas y la sonrisa más bella que jamás haya podido disfrutar, tan sólo para él, plena y absolutamente suya. Tardó algunos segundos en reaccionar, en darse cuenta de que aquello tal vez no volvería a repetirse nunca más, de que la magia del instante hay que atraparlo en un sólo fotograma. Con la determinación que da la locura se puso en pie y corrió tratando de alcanzar la silueta de aquella maravillosa desconocida.
      Pero ya no estaba ante sus ojos, ni a un lado ni al otro, no había nadie a quién hablar, sólo niebla, niebla muy espesa.

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Carlos Álvarez Castañón