lunes, 15 de septiembre de 2014

Horacio Pinchadiscos

      Resulta muy gratificante el reconocimiento social, la palmadita en la espalda y las oleadas de pasta circulando por tu cuenta corriente. Tranquilos, no hablo de mí, qué más quisiera, sino de Horacio, un triunfador casual de la vida contemplativa. Veréis, Horacio era un muchacho de culo inquieto, flacucho y pendenciero, de los que la liaban parda casi a diario, narcisista, hedonista y macarra. Una joya. Pero Horacio tenía una, a la postre, provechosa afición que consistía en acudir a las fiestas a poner discos. Aquellos años ochenta habían dejado atrás los míticos guateques, conocidos por el gran público gracias a "Cine de Barrio" y a Paco Martínez Soria. Hory, que así se conocía a Horacio en el mundo de la noche, desconocía ese pasado casposo del pobre pringado al que le endosaban la ardua tarea de quedarse al pie del cañón,(el tocadiscos en este caso), manteniendo el pulso de la fiesta. Los Brincos, los Diablos y alguna que otra de los Beatles, solían ser el contexto necesario para una buena borrachera. Sin embargo, Horacio llegaba con el camino un tanto allanado, los pinchas del Tik o el Jardín comenzaban a ser gente respetada y ligona, nada  comparable con el muñeco de trapo que intervenía en los Teleñecos con el nombre artístico de Horacio Pinchadiscos. Y a ese personaje caricaturesco fue al que nos agarramos. El mismo nombre y la misma pasión por los vinilos, la mofa estaba servida. A veces, Horacio jugaba con nosotros en la calle y los chistes fluían como el agua del río, él era el muñeco de trapo al que vapulear, carcajadas y crueldades por doquier que el muchacho encajaba con deportividad, como si supiese con total certeza lo que le depararía el destino o el azar...
      Paco y Rorro apuraban las postreras horas de una de las últimas fiestas patronales gijonesas. Actuaba una orquesta de cierto renombre. Ambos miraban al tendido con un punto de desesperación al sentir como se les escapaba la noche aferrados al vaso de plástico de su vodka con limón. Había terminado el pase de la orquesta cuando la música empezó a sonar a sus espaldas. Se trataba de un pequeño escenario cargado de luz nerviosa que iluminaba el perfil de un hombre alto, agazapado tras unas gafas oscuras y una gorra de rapero. Manejaba una mesa de mezclas y ejecutaba, como mandan los cánones, cada uno de esos movimientos propios del mejor o tal vez el peor DJ del mundo. Mis amigos se miraron con desidia, se avecinaba una sesión soporífera de música enlatada. Y como suele ocurrir con el alcohol, sus pensamientos comenzaron a cristalizarse en palabras, críticas feroces a plena voz que parecían una especie de mitin festivo y chabacano.
-¡Exijo una cumbia!- balbuceó Paco.
-Pues yo necesito un buen pasodoble, "Tres veces guapa"-imploró Rorro.
-¿Dónde están las bailarinas con ropa ligera?
-Déjate de chorradas. Quiero escuchar el punteo del guitarrista, las baquetas del batería al viento, el tumbao de salsa del teclista y los gorgoritos del cantante. La puesta en escena del tema de moda mal versionado, pero real, sin trampa ni cartón. Esos obreros de la música son artistas que difunden el buen rollo, una raza adaptada a vivir en la carretera, de pueblo en pueblo. Son herederos del viejo cómico, del viaje a ninguna parte, un vestigio de nuestra alma trashumante. Los focos de colores que iluminan su sudor, las noches de verano, el derecho a la evocación, todo les pertenece. Y se lo arrebatan, poco a poco usurpan su lugar en el escenario tratando de convencernos de que todo es lo mismo, todo da igual. Pero míralos, nadie baila, no hay contacto. La gente contempla a ese tipo como las vacas lo hacen al ver pasar el tren.
      Y justo cuando Paco y Roro parecían a punto de largarse entre insultos y gestos soeces, alguien les toca en el hombro. Era como la llamada a una puerta que había permanecido cerrada durante muchos años. A sus espaldas, un par de armarios roperos, ambos ocultos tras sendas gafas de sol  y gorras de rapero idénticas a las del fulano que trataba de animar en esos momentos la romería.
-¿Hay algún problema con nuestro jefe?- preguntó el de la izquierda.
-¿Jefe?- preguntaron mis amigos a la par.
-Sí, DJ Hory.
      "Jodeeeeeer qué marrón", pensaron en absoluta sincronía Paco y Rorro. Apenas un par de minutos más tarde, mis amigos abandonaban la fiesta cabizbajos y con el corazón latiendo con fuerza en sus narices ensangrentadas.
      Desde lejos el chumba-chumba iba perdíéndose mientras la vieja sintonía de infancia del incomparable Horacio Pinchadiscos se abría paso en sus memorias. Ésa que decía:
-"¡Horacio!
-¡Qué, qué, qué!
-¡Cómo te lo montas tíoooo...!" 
        

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Carlos Álvarez Castañón