lunes, 17 de febrero de 2014

Balones de piedra y Campos de barro

      Siempre me han gustado las historias de perdedores, el anonimato y el silencio del que se queda en el camino sin encontrar jamás la meta por la que ha luchado. Sin embargo en esta ocasión he decidido inventarme una vida que nunca llegué a vivir. Lejos de ese pirata cojo con pata de palo que Sabina hubiera encarnado, yo me quedo con el veinteañero hambriento de fútbol que una tarde de domingo debuta en el Molinón con la elástica rojiblanca. Hablo desde el otro lado, ese que tanto me gusta, el de los mediocres que se ahogaron entre el barro de campos inmundos y sudor alevín. Por eso tengo la fuerza moral para recrear una vida dichosa con imágenes grabadas a fuego en la memoria de mi imaginación: los aplausos de la grada, los triunfos en el último minuto, los cánticos desde el fondo sur y un estadio repleto entonando mi nombre. Nada de esto ha ocurrido en realidad, solamente en ese otro lugar en el que cobran vida los sueños. Porque, de algún modo, al soñar con lo que tanto he deseado, rindo homenaje a todos aquellos chavales que se perdieron como yo en mitad de la nada...
      Crecía semana a semana en los campos de la Federación entre arena y lluvia, en los cercanos acantilados de la Providencia compitiendo contra el San Lorenzo Club de Fútbol y el viento del Nordeste. Los entrenamientos comenzaban en plena noche durante el invierno. Recuerdo el frío, las sesiones de carrera continua y los ejercicios con balón. El partidillo final era algo así como un premio y un estímulo en el cual ganarse el puesto; luchábamos hasta el último segundo pisoteando charcos, empapados hasta los huesos. Después, una ducha y corriendo al autobús. Llegaba a casa tarde, agotado y cargado de ilusión.
En los días de partido te sentías como un futbolista de primera división: la charla previa del míster, la alineación, la táctica, el calentamiento y el pitido inicial. Los balones eran casi siempre auténticas piedras disfrazadas de cuero viejo, difíciles de mover en aquellos patatales delimitados con rayas de cal y porterías de hierro oxidado. Éramos valientes y osados ya que, tras el patadón del guardameta, íbamos a la disputa de cabeza sin temor a un traumatismo craneal. En los momentos complicados el público, es decir, padres y familiares directos, apretaban al trencilla con insultos e improperios. Los jóvenes cachorros aprendíamos así las reglas de juego dictadas por los mayores: "¡Árbitro, no tienes ni puta idea!", educación, ante todo educación. Y cuando el choque se acercaba al final con un tedioso cero a cero, el equipo que lograba un gol se convertía de pronto en euforia desbocada; saltábamos sobre el maltrecho cuerpecillo del goleador gritando a los cuatro vientos. Al malogrado delantero no le quedaba otro remedio que saborear el triunfo de modo axfisiante.
      Por suerte, eran otros tiempos, al menos en ciertos detalles: terrenos de juego pantanosos, vestuarios anunciando ruina o duchas con chorros de agua congelada. Ahora existe el césped artificial, los balones de marca y la preparación técnica exhaustiva del muchacho; sin embargo, se mantienen intactas las viejas costumbres del insulto al árbitro y la cruenta disputa entre familiares de equipos rivales. De cualquier manera, la fuerza de la ilusión lo barre todo: un pequeño mundo de esperanzas que permanece inmaculado a lo largo de esos años que dura el viaje. Yo formé parte de ellos, de ese noventa por ciento que se pierde en el camino. Habría dado lo que fuese por cruzar una sola vez la bocana de vestuarios hacia el verde intenso del Molinón, con la piel de gallina, el corazón impaciente y el recuerdo indeleble de los campos de barro, el frío en los huesos y los entrenamientos con poca luz en los que aprendí  muy bien la lección de lo que significa gozar sufriendo.

1 comentario:

  1. totalmente identificado con este articulo, cuantas ilusiones cuanta lluvia cuanto frio......que recuerdos

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Carlos Álvarez Castañón