lunes, 23 de diciembre de 2013

...y en el Molinón no tienes rival

      Paco, Rorro y yo formamos parte de una generación que creció viendo ganar al Sporting. Los Domingos en los que había partido, poco después del telediario, sonaba el timbre de mi casa; abajo esperaban mis amigos envueltos en sus bufandas rojiblancas. Atravesábamos la avenida principal del parque Isabel la Católica pisoteando las hojas secas de los olmos que jalonaban el trayecto
y nos uníamos a esa marea que se dirigía hacia el estadio entre el frío y la ilusión. En los alrededores se arremolinaban los aficionados en animadas tertulias, esperando por algún compañero de fatigas que se retrasaba y con el cuál poder compartir el dulce sabor de la victoria. Teníamos la osadía de los grandes, el orgullo del campeón, aún sin haberlo sido jamás. Sin embargo éramos la alternativa al poder establecido, esa condición de la que habían gozado otros clubes y que creyeron eterna. Nosotros también lo creímos; la gloria, el paraíso, borran todo atisbo de humildad. Aunque al fin y al cabo éste no sea más que un pecado venial. Pero, ¿quién no ha de ser débil y pecar después de haber contemplado a Enzo Ferrero correr la banda izquierda del Molinón, tras gozar de la mayestática hegemonía en la medular del gran Joaquín o de los inverosímiles remates de cabeza del brujo? La tribunona se ponía en pie acompañando al resto del graderío, rugía el estadio lleno de sportinguistas entregados. Cayeron los grandes en el Molinón y lo hicieron porque mi equipo era uno de los elegidos, respetado y temido como sólo se  respeta y se  teme al poderoso. Pero nada es eterno y los nuevos tiempos arrastraron al club hacia la decadencia. En cambio, algo de aquellos días no podrá borrarse nunca: los recuerdos son un reflejo de lo que en cierto modo seguimos siendo y yo pude ver con mis propios ojos cómo los sportinguistas  rozábamos la gloria con la yema de nuestros dedos.
       Los años transcurrieron implacables y todas esas imágenes han permanecido dormidas en un monótono letargo, como un sueño que está a punto de disiparse. El Molinón se caía, sus gradas eran el esqueleto de un anciano que en sus tiempos había sido la envidia de muchos. Pero éste no es un estadio cualquiera, en sus más de cien años de historia ha visto demasiados goles como para perderse en el anonimato entre el abandono y la ruina.
      Ahora es un campo digno, hermoso, revitalizado y dinámico, algo así como un caballero con un siglo de existencia a sus espaldas, bien aseado y elegante, que aún es capaz de seducir y narrar historias del viejo Sporting, ése que hace sentirnos vivos, entregados a un sentimiento irreductible en el cuál no cabe el amor a otros colores que no sean los nuestros; condenados por ello, eso sí, a sufrir cada derrota, a saborear cada victoria con los pies en tierra firme y la ilusión volando alto, imaginando lo que pudimos alcanzar.  Porque en el fondo de nuestro corazón sabemos como nadie que el Sporting siempre será uno de los grandes y que el césped del Molinón atesora el verde excepcional de los grandes momentos futbolísticos. Por eso, al sonar el himno, justo antes de comenzar el partido, nos recorre por la espalda un escalofrío mezcla de orgullo y emoción. Una fuerza que nace de nuestras entrañas y nos empuja a gritar muy fuerte: ¡¡¡Aúpa Real Sporting...de ti esperamos más!!!!

    

2 comentarios:

  1. totalmente identificado con este articulo, ojala fuera capaz de expresarme asi, animo y continua con este blog "ye guapisimo"

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  2. no se si la expresion "articulo" es adecuada, mas bien Historia,seria mucho mas correcto

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Carlos Álvarez Castañón