martes, 7 de enero de 2014

J.A.S.P.

     
      Mi amigo Paco me ha pedido que le de voz en este asunto. Tiene la imperiosa necesidad de cantar a los cuatro vientos su prosaica historia, real como la vida de tantos que no son más que un fiel reflejo de lo que él desea que os narre.
      Paco creció en el barrio de la Arena, en el seno de una familia de gente trabajadora y gris sin otra pretensión que la búsqueda de un día a día sin sobresaltos. Cuatro hermanos, alguno de ellos seducido por el loco galopar del caballo (no en vano Paco, Rorro y yo habíamos sido fruto del baby boom, los atribulados años ochenta y la vida en la calle). El tiempo transcurría y un verano, cuando apenas contaba las dieciséis primaveras, decidió emprender ese largo camino que aun sigue sin conducirle a ningún lugar. La Feria de Muestras era un escenario perfecto; su labor, ejercer en plena canícula de calamar gigante enfundado en un disfraz que le haría sudar tinta. Bailaba, entregaba panfletos a los viandantes  invitándolos a reponer fuerzas en la bocatería que él publicitaba. Aquél no era el trabajo de su vida, lo supo incluso antes de ver el mundo como un cefalópodo en tierra firme, la Feria de Muestas tan sólo duraría un par de semanas, gracias a dios. Sin embargo, tras concluir su labor halló la recompensa del dinero fresco y ése fue un veneno que le llevaría a firmar el nuevo contrato. Se enroló en una compañía circense con el cometido de pegar carteles en los escaparates, repartir propaganda y una vez más, disfrazarse, esta vez de payaso, en los alrededores de la carpa y vocear así la presencia del mayor espectáculo del mundo. Tenía claro que corría el riesgo de ocurrirle como a esos actores encasillados en un papel,  incapaces de conseguir un trabajo distinto al que habían realizado docenas de veces. Paco decidió romper con esa tendencia antes de que fuera demasiado tarde y logró un empleo como cocinero en un antro de la Calzada; cobraba como ayudante de cocina a media jornada  pese a ser el único valiente con el arrojo de adentrarse en aquel cubículo entre aceite de palma, cacerolas desconchadas y alimentos derramados por las esquinas. Sobrevivió tres meses y medio en ese agujero; cuando logró escapar se replanteó el futuro: no cometería nuevamente errores del pasado. Y fue en aquellos años en los que forjó su carácter escéptico que hoy en día atesora. "La experiencia es un grado", asevera con orgullo. Conoció la puerta fría, el contrato mercantil, la inmundicia de un salario paupérrimo, la dura exigencia del empresario cerril y déspota que goza pisando cabezas para llegar alto. Después llegó el cuento de la burbuja inmobiliaria, "compra un piso y véndelo, vuelve a comprar y vuelve a vender, ganarás millones", especulación a raudales, carrusel del consumo ciego, coches flamantes, viajes a la Riviera Maya. Paco observaba toda esta vorágine perplejo, pertrechado tras un complejo de inferioridad que no alcanzaba a descifrar. Jamás había vivido por encima de sus posibilidades; esa frase le desquiciaba, hacía que su vida laboral recorriese su mente de forma veloz como una película que dura tan sólo unos segundos.
      Ahora convive con su madre en el viejo piso del barrio de la Arena, de donde nunca pudo irse, ya que jamás ha entendido lo que significa una hipoteca a treinta años y menos aun eso que la gente conoce como trabajo para toda la vida, sueldo digno... Por eso, al contemplar las nubes, en ocasiones atrapa el cuerpo de una gaviota con su cámara de fotos y se pierde en el dulce sueño que su imaginación le dicta: Desde lo alto, la realidad es otra y el poder absoluto de la subjetividad le hace creer durante unos instantes que verdaderamente es él quién sobrevuela el Cerro de Santa Catalina, mira hacia abajo y entonces ya ha dejado de ser eso que durante toda su vida ha sido: uno más de esos anónimos,  invisibles J.A.S.P. (jodidos, asqueados, siempre puteados).      

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Carlos Álvarez Castañón