lunes, 13 de enero de 2014

Hojas de Otoño

      Llevo tiempo sumergido en una especie de   introspección terapéutica; concretamente desde el día cinco de noviembre del pasado año. Ésa fue la fecha en la que arrancó este blog y también cuando comencé a formularme preguntas para las que no hallaba respuestas. Había borrado de algún modo ese momento crucial del viaje, todo cuanto contemplé por última vez antes de volar lejos de Gijón. Ahora sé que aquel proceso no fue sino un modo inconsciente de salvaguardar mi fragilidad, una huída imposible de la realidad, del dolor. Cuando te arrancan de tu entorno te transforman en algo que no alcanzas a explicar, dejas de ser lo que siempre habías sido, perteneces a ese nuevo rincón del mundo que te acoge, y sin embargo eres consciente de que una parte de ti continúa anclada al puerto que te vio crecer. Siempre creí que el fondo del mar ha de ser un apacible espacio para el olvido pero en esta ocasión era necesario bucear profundo, rescatar lo que allí dejé y compartir lo que sin duda tantos otros habéis sentido.
      Mis recuerdos me arrastran hacia un atardecer de otoño; el coche recorría las calles del centro, la bruma del mar impregnaba el asfalto, las aceras repletas de personas indiferentes a mi pequeño drama y las farolas derramando su luz anaranjada sobre la noche inminente. Recorrimos el Muro, ¡por qué las cosas tristes son casi siempre tan bellas! San Pedro, los tejados del viejo barrio... Deseaba que el tiempo se detuviera, volver a sentir el sonido de las olas rompiendo en la Escalerona, cerrar los ojos y respirar profundo ese aire salado. Soy el niño que juega en la arena, que constata la eternidad en cada poro de su piel, que es incapaz de imaginar lo que ocurrirá mañana, que nunca mira el reloj, sorprendido por la madrugada de vuelta a casa, con los oídos zumbando y el sabor de la cerveza acunando mi sueño adolescente. Y de pronto maldigo mi suerte, la de una vida que discurre por derroteros que jamás hubiera deseado. Los estudios, el esfuerzo diario arrojados por la borda. Me veo a mi mismo desde la ventanilla del coche mientras sigo mi trayecto, sin detenerme ni un instante: grito frente al mar, imploro clemencia y entonces, no puedo evitar una pequeña sonrisa al descubrir mis tintes melodramáticos. No existe futuro real para muchos como yo. Pájaros que vuelan del nido, que viajan a tierras ignotas con la ilusión como principal arma.
      En el aeropuerto repaso cada pequeño detalle, sin lamentos, la suerte está echada y una voz desde la megafonía pronuncia el nombre de mi destino. Abrazos, lágrimas y un vértigo que recorre mis entrañas al borde del adiós.
      Ese proceso de introspección aún no ha concluido. En ocasiones me asaltan nuevos detalles de aquel lejano día: el olor de mi habitación, la luz de Noviembre desvanecida o el sonido de los pájaros, esos estorninos que poblaban las ramas de los árboles en el paseo de Begoña, cerca del teatro Jovellanos; escandalosos emigrantes que pertenecerán para siempre a mis recuerdos, aunque en realidad formen parte de tierras muy lejanas.

2 comentarios:

  1. Que identificados nos sentimos los que, para bien o para mal, hemos salido de nuestra ciudad para buscar un futuro mejor. Desde luego, las raices nunca se olvidan....

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  2. Y la melanconia se hace dueña de mi con cada año,cuando pienso en mis raíces,hasta sueño que algún día por lo menos por temporadas podré volver....

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Carlos Álvarez Castañón