lunes, 20 de enero de 2014

Vértigo

      
      Se enamoró del cine gracias a Hitchcock y a la cortina de ducha que escondía el cuerpo desnudo de Janet Leich. Sentía que las cuerdas de los violines de Herrmann afinaban a la perfección con la fibras más sensibles de su cuerpo. El cuchillo afilado, la peluca de Norman Bates disfrazado de su propia madre y la tétrica mansión en lo alto, con la sombra de una mujer espiando. Rorro  encontró en Psicosis un mundo extraño que deseaba explorar cuanto antes y así lo hizo: "La ventana indiscreta", "Crimen perfecto", "Encadenados"...Cada película que descubría era una sorpresa maravillosa. Pero aun aguardaba lo mejor: "Vértigo". La primera vez que la vio fue en el cine Robledo, en uno de aquellos reestrenos que programaban de vez en cuando y al que habitualmente acudía numeroso público. Al concluir la cinta, Rorro se quedó sentado, perplejo. Las luces del patio de butacas se habían encendido pero él era incapaz de apartar su mirada de la pantalla en blanco. Algo había cambiado en su interior. Los colores de la realidad no serían los mismos desde aquella noche. Se fue a la cama con el corazón inquieto. No podía dormir y cuando al fin lo hizo, soñó con Madeleine, con las empinadas calles de San Francisco, con la bahía y el Golden Gate al fondo. No era más que un adolescente cuando esto ocurrió, sin embargo, aquella  hipnótica historia acerca de una búsqueda imposible se había transformado en el faro al cuál mirar siempre que su vida se hallase a la deriva. Y una madrugada, entre el sueño y la vigilia, encontró la llave a su futuro: abriría un bar y lo convertiría en ese incondicional homenaje para aquella película que había marcado su breve existencia. Cuadros, pósters, objetos diversos que parecerían arrancados del mismísimo universo de Hitchcock y un gran mural sobre una de las paredes en el que trataría de rescatar un fotograma inolvidable de la película.
      Transcurrieron varios años y el negocio terminó convirtiéndose en una ruina. Cuatro jubilados manoseando una baraja y algún cliente ocasional. El local se encontraba en pleno barrio de la Arena. "Jovencitos que beben sin sed y un bar al alcance de sus gargantas", pensó Rorro, "ahora o nunca". Desterró de golpe cualquier atisbo de romanticismo "Hitchcotiano" y puso en marcha una agresiva campaña de  márketing:  "dos litros de cerveza al precio de uno", "la hora feliz" y su famoso concurso, "si te bebes solito el megacachi en menos de un minuto, paga la banca". El "Vértigo" había pasado a ser el tugurio de moda en el barrio, lleno siempre de quinceañeros y griterío. Proliferaron las denuncias de los vecinos, las peleas y los vasos rotos. Pero, tal como la marea lo trae, la marea se lo lleva. El "Vértigo" había dejado de molar, la "priva" era de garrafón. Además, resultaba mucho más rentable el supermercado de la esquina y la tertulia callejera.
      Poco después de aquellos tiempos de vorágine el bar de Rorro recuperó su pulso, el hastío y el sosiego de la partida de mus. Apenas quedaban recuerdos del viejo sueño, las fotos de Kim Novak y James Stewart habían desaparecido y sobre el hermoso mural de la pared tan sólo podía intuirse el título de la película. Por aquellos días comenzó a frecuentar el local un vecino del barrio conocido por todos como Baco. Se trataba de un exrepresentante de vinos caros y selectos destilados, una víctima del sistema que tuvo la poca delicadeza de cumplir años indecentemente. Había sido en sus buenos tiempos un elegante macho alfa con la cartera repleta, un descapotable rojo y un mundo que se comía cada semana al visitar de punta a punta los mejores restaurantes de la costa asturiana. Tenía un gusto exquisito por lo caro, apreciaba los matices y despreciaba profundamente lo chabacano. Pero la ansiedad se estaba apoderando de Baco, era incapaz de conciliar el sueño y cada mañana, al abrir los ojos, veía más y más desdibujado su imperioso éxito en la salvaje jungla de la venta. Olfateaba con creciente desagrado el aliento del propietario y fundador de la empresa para la que trabajaba, Mariano, un crápula que seguía en activo pese a restarle pocos años para ingresar en el selecto club de los octogenarios. La savia nueva le ganaba terreno, la competencia jugaba sucio con los precios y los viejos camaradas con los que había compartido mesa y mantel cerrando buenos negocios le daban la espalda. Aceptó una prejubilación ruinosa. Sin las sustanciosas comisiones de antaño y con una exigua pensión, Baco no tuvo más remedio que entregarse al amargo sabor del mundo vulgar. Conoció el auténtico vino gijonés, "Marqués de la Camocha", envasado en cómodos bidones de treinta y cinco litros, barato aunque áspero, muy áspero.
      Baco aparece por el Vértigo casi a diario, toma dos o tres vasos de tinto y charla un rato con Rorro. Se han hecho buenos amigos, después de todo tienen demasiadas cosas en común. En ocasiones, cuando los últimos rezagados ya han cruzado el umbral, se quedan solos en penumbra, divagando a cerca de la vida, los sueños rotos, todo lo que pudo haber sido pero nunca fue. Y al salir Baco de ese tugurio en que todo eran sombras con la intención de batirse en retirada, Rorro contempla con ternura a su amigo caminando con tiento para no despertar a un chaval imberbe que duerme inconsciente sobre la acera, con todo el futuro por delante.           

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Carlos Álvarez Castañón