lunes, 3 de febrero de 2014

Retorno al Infierno

      Había revisado mentalmente cada detalle. La cremallera de su maleta rasgó el tumulto de sus pensamientos. Contemplaba su ropa, sus enseres, pero su cabeza le repetía una y otra vez que aun quedaba algo importante por hacer. Leopoldo estaría en esos instantes en su confortable sillón sumergido en armonías profundas, difíciles de comprender para quienes no han dedicado su vida a la música. Compartía con él mucho más que un nombre. Su abuelo era una especie de reflejo suyo en el tiempo. El joven lo sabía, por eso meditaba en su habitación mientras miraba sin ver en el interior de su maleta. A la mañana siguiente, demasiado temprano, saldría su avión y Leopoldo era consciente de que su alma gemela tenía derecho a conocer la verdad. Cerró la cremallera violentamente y se preguntó por qué sentía un desamparo tan enorme. Un abismo en el que se mezclaba el desprecio y la vergüenza. Y de pronto, asaltó su silencio la voz de José Antonio Camacho: "¡Iniesta de mi vida!", el grito de guerra de Rafa Nadal: "¡Vamoooos!" y la sonrisa de Fernando Alonso en lo alto del podium, entre burbujas de cava. "¡Qué estupidez!, pensó con desprecio. Todo aquello le había hecho respirar hondo el orgullo hueco del patriotismo, había llorado con el himno más de una vez y había decidido que su país era un gran lugar donde vivir y descansar eternamente. Pero toda aquella efervescencia resultaba insultante ahora que acababa de cerrar su maleta, ahora que estaba a punto de interrumpir la música en la habitación del abuelo. Salió de su cuarto y dio los pasos necesarios. Se detuvo antes de llamar. Corrieron por su memoria imágenes de lo que había sido el camino hasta ese momento: la facultad, las falsas esperanzas, sus novias y sus rincones de Gijón. Tocó un par de veces con los nudillos sobre la madera. "Adelante". El joven atravesó el umbral. Junto a la ventana se recortaba la silueta sentada del viejo Leopoldo. Sonaba música sinfónica desde unos altavoces que colgaban de la pared.
-Buenas tardes- balbuceó el nieto mientras se acercaba.
-Siéntate a mi lado- le invitó el anciano- ahí tienes una silla.
-Venía a despedirme- susurró Leopoldo, pero su abuelo no dijo absolutamente nada-. Me obligan a hacerlo, en realidad nos obligan a todos los jóvenes. Soy enfermero. Creí firmemente que hacía lo correcto al estudiar una carrera con futuro, pero en este país se ha robado, se ha pisoteado la dignidad del ciudadano amparados en una democracia de cartón. Políticos despreciables, obsesionados con la foto, la sonrisa impostada y la mentira, que despilfarran el dinero en aeropuertos sin aviones, en túneles ferroviarios sin trenes, en megalíticas horteradas que se pudren en el tiempo sin que nadie las pueda visitar, porque se han quedado a medio construir. Aquí se admira al que vive bien sin trabajar, al que le quita al ciego un trozo de pan, la España del Lazarillo sigue vigente y estoy harto de sentirme orgulloso de lo superfluo y anecdótico de mi país, me duele saber que pertenezco a una sociedad que no me protege, que no me permitirá jamás cuidar de mis mayores. Me obliga a trabajar para unos ancianos que viven lejos de mi tierra y que hablan un idioma que en realidad no deseo aprender.
-¿A qué idioma te refieres?
      El joven Leopoldo estaba a punto de romper a llorar. Recordaba cada relato de su abuelo, había crecido con ellos. Los días en el campo de concentración de Sachsenhausen, cada detalle narrado con viveza, con crudas palabras, el frío de la muerte, la desnudez, la absoluta humillación, el miedo a quedarse dormido y a no despertar nunca de su pesadilla. Y ahora, pensó, tal vez sea yo quien tenga que velar por la salud de alguno de ellos, esos que escupieron su rostro. Sabía que su viaje era de alguna manera el viaje de su abuelo, el retorno al infierno. Nieto y abuelo tenían multitud de cosas en común: valores y creencias, sueños y miedos. Y lo peor de todo, la edad del viejo Leopoldo en mil novecientos cuarenta y tres: la misma que el joven Leopoldo tenía justo antes de partir hacia Brandeburgo.
-Contesta a mi pregunta, por favor, ¿a qué idioma te refieres?
- Alemán...- arrancó a duras penas.
      La novena sinfonía de Bethoveen transitaba por unos compases de íntimo recogimiento que se fundían con la noche inminente, a través de la ventana se colaba la oscuridad a raudales. Al menos, nadie sería testigo del silencioso llanto que ambos compartieron.

2 comentarios:

  1. muy bueno............................................."aleman"

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  2. No todo es malo en Alemania,todo tiene dos partes......en la vida,mucha suerte

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Carlos Álvarez Castañón