martes, 6 de mayo de 2014

La Buena Senda


      Pues sí, quizá sea la primavera la responsable de que Rorro se haya lanzado a descubrir hermosas estampas del concejo de Gijón. El caso es que, como me había comentado en su email, se disfrazó de deportista y comenzó a correr. Seamos sinceros; no duró demasiado su afán, ya que al minuto y medio detuvo su trote cochinero y empezó a jadear como buen lebrel en mitad de la campiña. Aquella mañana había madrugado más de la cuenta  imaginándose envuelto en sudor placentero mientras respiraba el aire fresco del Cantábrico. Ése era un lugar como otro cualquiera para llevar a cabo su nuevo proyecto: la famosa "ruta del colesterol", que apenas tenía jubilados pateándola a esas horas. El sol lucía al otro lado de La Providencia como delicioso estímulo para sus pretensiones. Mi amigo agradeció la ausencia de paseantes, ciclistas y atletas que a menudo abarrotan el lugar, "sin testigos no existe la vergüenza". Se reía de su inocencia, de su propia sombra que ahora se proyectaba estilizada sobre el paseo. Cualquiera hubiese jurado que esa silueta podría pertenecer a su idolatrado James Stewart, pero no era así. Rorro era muy consciente de su propio cuerpo, del transcurso del tiempo. Antaño había sido un muchacho fibroso, elástico e inquieto, capaz de zamparse el bocata de Nocilla mientras corría detrás de un balón por el Parque Inglés. Pensaba que lo suyo era un privilegio heredado, una especie de genética prodigiosa que le permitiría mantener esa delgadez eternamente, pero los años trajeron de la mano el sedentarismo y cuando quiso darse cuenta tenía encima treinta y pico kilos ganados a base de cerveza, embutidos variados y postres industriales. En ocasiones se  miraba al espejo y renegaba de lo que veía; entonces apagaba su frustración con un par de vinos o un gin tonic, buceaba en el fondo de su vaso tratando de olvidar de una vez por todas al chaval que comía todo cuanto le pusieran por delante. Maldecía entre trago y trago su figura, su falta de voluntad. Rorro era infeliz, se torturaba con lo que había quedado en el camino pero no se sentía capaz de corregir su propio declive. Algunas noches, después de echar a los últimos borrachos del Vértigo, se asomaba al Muro para llenar sus pulmones de aire limpio, y entonces, solía ver a una joven espigada, de cuerpo machacado por la disciplina diaria del deporte. Soñaba  ir a su lado. Correr hasta el Cabo de San Lorenzo y regresar juntos a casa empapados en sudor. Pero Rorro a esas alturas sabía que la chica y él formaban parte de distintas especies. Deseaba fervientemente ser como ella, romper con la rutina. Entonces fue cuando escapó del bar intentando huir de sí mismo, cuando descubrió esos caminos entre árboles y riachuelos y cuando me envió su correo electrónico ilustrado con fotografías. Aquella tarde se perdió por una senda que le condujo hasta  Las Mestas. Estaba fascinado aunque no pudiese con los huesos y su coche fuese a dormir abandonado junto a la Ermita de Deva; nada importaba, sentía al fin lo mismo que esa chica deportista y noctámbula que corría por el paseo del Muro. Se había librado de la desidia, estaba dispuesto a sufrir, llevaría a cabo su propósito y volvería a mirarse en el espejo, sin complejos.
      Era la buena senda, aunque aquella mañana en la que vistió su flamante chándal jurase en arameo mientras tosía agotado después de recorrer poco más de quinientos metros. Tenía sed, "mi reino por una cerveza fría". Vio un bar abierto cerca de la Madre del Emigrante y cuando ya estaba dispuesto a lanzarlo todo por la borda, una trentañera le gritó una frase mientras pasaba a su lado con ritmo ligero: "¡Vamos, sígueme!"

No hay comentarios:

Publicar un comentario

blogdelgijones.glogspot.com

blogdelgijones.glogspot.com
Carlos Álvarez Castañón