lunes, 12 de mayo de 2014

Cualquier tiempo pasado fue peor

      La voz de Paco sonaba a través del teléfono con un brío inusual. Al parecer, necesitaba compartir conmigo la experiencia mística que Duran Duran, Spandau Ballet y Culture Club, le acababan de transmitir. La llamada se produjo hora y media después de recuperar una cinta grabada con buena dosis de paciencia directamente de la frecuencia modulada, sin apenas interferencias ni palabras sueltas del cargante locutor. La había encontrado en el fondo de un cajón junto a una pegatina de Naranjito y un calendario de mareas del año ochenta y tres. "El cajón de la nostalgia", lo bautizó. Pero yo sabía a la perfección cómo terminaban esos episodios de euforia anacrónica. Paco ensalzaba la creatividad de aquella década lanzando palabras como una metralleta de feria, y más pronto que tarde, sus balas harían blanco en su mundo, el único real, ése que le tocaba vivir ahora. Empezaría con las odiosas comparaciones, y la amargura y el desprecio aflorarían para volverse en su contra. No era la primera vez. Año y pico habría trascurrido desde su otra recaída; en aquella ocasión me llamó con desgarro al confesarme que se había enamorado de uno de los ángeles de Charly: la morena de pelo largo, kelly, creo recordar que se llamaba en la serie. Sufrió el muy imbécil durante cuarenta y ocho largas horas, una eternidad para el que lo padece. Y todo después de verla en la pequeña pantalla en una reposición de ésas que colocaban a horas intempestivas y de escasa audiencia.  Aquella vez no supe reaccionar pero la experiencia es un grado y en esta ocasión, antes de que empezase a piropear a Heidi en detrimento de Peppa Pig, decidí cortar por lo sano.
-Te recuerdo Paco-interrumpí su nostalgia ochentera en tono conciliador- que en esa gloriosa edad de oro triunfaron cantantes como Samantha Fox, Modern Talking o  CC Catch y que en las gasolineras se vendían como churros cassettes de artistas chabacanos con sobrenombres de pandereta. Cassettes que después sembraban la ciudad de mal gusto mientras expandían su cutre folclore por las calles en un Seat Ritmo con las ventanillas bajadas. El hortera que se apeaba del coche sacaba del salpicadero su equipo de sonido, que para algo era extraíble, y lo dejaba sobre la barra del bar, a la vista de todos (que no se diga que el machote de tímpano duro del Seat Ritmo no está a la última moda) y allí, se zampaba tres o cuatro cervezas antes de recuperar su carro que había dejado impunemente aparcado encima de la acera. No nos engañemos, Paco, aquellos eran tiempos duros, sobre todo para unos chiquillos como nosotros. No olvidaré la Mercaplana de entonces, llena de quinquis ansiosos por enseñarnos su flamante navaja automática. Había bandas enfrentadas, robos por doquier, policías nostálgicos del franquismo que no entendían lo que significaba "esa mariconada llamada Constitución": una bomba, Paquito, una bomba que nos reventó alguna que otra vez en la cara. Y la basura, ¿recuerdas las bolsas tiradas en cualquier esquina y el camión recogíéndolas a las tantas de la madrugada? Los perros se desahogaban sin piedad, los víandantes pisaban donde no debían, "buena suerte compañero". Pintoresco resultaba el sonido de la avioneta en el verano, con publicidad y panfletos decorando las calles cercanas a la playa de San Lorenzo que caían desde el cielo como paracaidistas de juguete. Los coches invadían la ciudad, parece que estoy viendo el barrio de Cimadevilla, la calle Corrida o la Plaza Mayor llena de vehículos, bonito párking. Eso sí, jamás el fumador se sintió perseguido, ¿quién podría olvidar al matasanos de turno fumigándote con su Marlboro mientras sentenciaba que el tabaco era cosa mala para los pulmones por lo que, a partir de entonces, eso de fumar, nanai de la China?  Créeme, en cierto modo somos un tanto masoquistas, miramos atrás intentando descubrir algo más que reflejos de un pasado que se fue. El mundo entonces se plasmaba infinito ante nosotros y por si fuera poco éramos capaces de rebobinarlo con un bolígrafo Bic.
      Durante un instante tuve la sensación de estar hablando solo, de que mi interlocutor se había perdido en algún lugar remoto e inalcanzable.
-Paco...¿estás ahí?
Pero no obtuve respuesta, al menos por el momento.
-Paco...- repetí. Al fin pude oír un leve chasquido de su lengua a punto de hablar.
-Hasta mañana hijoputa.
-Hasta mañana amigo.  

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Carlos Álvarez Castañón