martes, 24 de junio de 2014

Economistas adivinos y videntes adinerados

      Se había separado de su vieja amiga con gran dolor de corazón, una entrañable Thomson de pantalla cuadrada y ángulos curvilíneos, en color y con un contundente mando a distancia modelo ladrillo. Tenía un armazón robusto con acabado de madera noble en los laterales y una fila de botones en el frontal, justo bajo el altavoz, con los que regular la frecuencia, saturar el brillo y cambiar de canal. Eso era todo, un mueble pesado que descansaba sobre una mesa y al cual se le veneraba un buen rato después de cenar, todos juntos, sentados en el sofá al calor de su hipnótica luz. Sin embargo, para mi amigo Rorro la tele era algo más que un rato de entretenimiento antes de irse a la cama. Lo primero que hacía al entrar en casa era encender la lámpara del vestíbulo y arrastrar sus pasos hasta el pequeño salón, agarrarse al mando del televisor y dejar que aquellas cuatro paredes se llenasen de voces que ahuyentaban cada noche al fantasma de la soledad. Le resultaba muy complicado convivir consigo mismo, escuchar sus propios pensamientos, sus obsesiones, sus sueños rotos. Tampoco era capaz de concentrarse en la lectura, el silencio se convertía casi siempre en cielo abierto para su imaginación, a los pocos minutos de fijar su mirada en el papel se percataba de que su mente ya no estaba allí, volaba como siempre hacia territorios dolorosos que no podía manejar. Se ponía en pie, abría la ventana y respiraba profundo el aire del mar. Pronto supo que en la caja boba se encontraba la llave de su sosiego. A partir de ahí nunca más se planteó cambiar sus rutinas, aquel trasto maravilloso era una especie de escaparate, un escenario inagotable, el mundo de las ideas hecho realidad. Pero una noche aciaga su vieja Thomson entró en coma irreversible, en mitad de la pantalla tan sólo aparecía un punto blanco y el sonido se entrecortaba, había llegado el momento del adiós. Rorro fue incapaz de echarla a un contenedor, habían compartido demasiadas noches oscuras como para terminar así, la dejó en un rincón de su cuarto y adquirió un nuevo televisor de última generación, pantalla panorámica, cuarenta pulgadas, docenas de canales para escoger...Acababa de comprar la felicidad en tres cómodos plazos, ¿acaso quedaba alguien que no disfrutase aún de la plenitud que significaba tener en su casa un smart tv? Por un momento se dejó llevar, la euforia de lo nuevo, el olor a componentes electrónicos recién estrenados. Se sintió dichoso, integrado en el engranaje de la sociedad. Con su nueva amiga escucharía los debates con más nitidez, contemplaría los rostros de los tertulianos en alta definición. Pero Rorro es uno de esos animales de viejas costumbres, que valoran las cosas por lo que son y nunca por lo que aparentan ser. Se instaló en el insomnio, tal vez seducido por su nueva amiga y con él ese zaping compulsivo que recorría canales sin ton ni son. Una noche detuvo su pulgar en la perorata de una bruja que decía llamarse Teófila; algunos, aquellos telespectadores asiduos a sus servicios, la llamaban simplemente Teo. Su pelo blanco y sus ojos azabache infundían cierto pavor. Manejaba las cartas del Tarot con aplomo, sin prisa, quizá porque el minuto era facturado al módico precio de euro con ochenta céntimos más I.V.A. Teófila acertaba el futuro a través de frases ambiguas, genéricas sentencias que son aplicables a un Géminis, a un Capriconio o a un concejal de urbanismo. Rorro estaba degradando, se dormía en el sofá envuelto en una vieja manta y acuciado por los sabios consejos de Chuck Norris para labrar unos bonitos abdominales. Con los ojos irritados por la mala noche, mi amigo reincidía al despertar y pulsaba el botón rojo del mando a distancia. Los programas matinales exhibían la sapiencia de economistas que, al contrario que la bruja Teo, no supieron preveer el futuro. Tiene gracia, pensó Rorro con acidez, no fueron capaces de contarnos el tsunami de la crisis y ahora se forran explicándonos como salir de ella. En aquellos programas de Telecinco o Antena 3 había un poco de todo: análisis político, crónica social, servicio público y buena carnaza de asesinatos y juicios paralelos. Resultaba mareante ese compulsivo intento de plasmar sobre una pantalla tanta información innecesaria. En cierta ocasión mi amigo llegó a ver sobreimpresionado lo que ahora os describiré: parte superior, a la izquierda, el nombre del programa, pegado a él, la etiqueta para interactuar en Twitter, en la esquina superior derecha un anuncio fijo del espacio que se emitiría a las diez de la noche, en la parte inferior, un cartel parpadeante que decía: "exclusiva", abajo, un reloj digital marcando la hora exacta, para que nadie olvide que emiten en riguroso directo, a su derecha, un titular sobre el tema que se trataría a continuación, recorriendo la pantalla de uno al otro extremo, una leyenda que hablaba sobre la primicia que contarían más tarde, y en la esquina inferior opuesta el logotipo con el distintivo de alta definición. Todo ello sobre un tríptico de imágenes en las que aparecía, en primer lugar, contertulios debatiendo, en el centro, imágenes de archivo que se repetían hasta la saciedad y a la derecha un plano estático de la reportera, micrófono en mano, pendiente que le den paso al fin desde los estudios centrales para desarrollar la exclusiva que aparece anunciada en la parte inferior. ¡Completamente maratoniano!. Rorro no es un chico multifuncional, de esos que leen la prensa, escuchan música, chatean y se sacan cera de los oídos, todo al mismo tiempo. Él es de los que les cuesta caminar masticando chicle, de aquellos viejos cascarrabias que no soportan el menor ruido cuando escuchan el parte a las tres en punto. Recordaba el mítico programa de José Luis Balbín, "La Clave": cuatro personas hablando, escuchándose y fumando como descosidos, aquélla era la tele que Rorro añoraba, en la que no había ni trampa ni cartón, con imágenes poco definidas y con ideas muy claras, expuestas por gente cualificada. Argumentos sólidos como el armazón de su vieja Thomson; sin economistas adivinos ni videntes adinerados. Pero Rorro ya casi ha olvidado esa otra tele, acepta con deportividad la lluvia de canales absurdos, el caos, la mediocridad del famoseo y el reality sonrojante. Después de todo, son ellos los que consiguen que su cabeza no funcione demasiado al regresar solo a casa, noche tras noche.        

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Carlos Álvarez Castañón