lunes, 9 de junio de 2014

Simplemente Quini

      Yo soy uno de esos privilegiados que vio jugar a Quini en El Molinón: Gradas repletas de un público espectante, confiado en el triunfo y el verde césped del fútbol en plenitud absoluta. Recuerdo el olor del tabaco, el calor humano de la gente que contemplaba atenta la evolución del partido, todos en pie como si se tratase de un tributo a los artistas que disputaban el balón enfundados en rojiblanco. Y los goles del más grande, ése al que todos admiraban y querían, de quien siempre se esperaba el milagro de un remate imposible a la salida de un córner o culminando una galopada por la banda de Enzo Ferrero. Apenas puedo vislumbrar su silueta en el campo, su número nueve. Sin embargo permanece grabado en mí memoria la alegría de la gente al abandonar el estadio, la sensación de orgullo colectivo por un gran equipo que siempre lideraba un delantero centro que terminaría siendo auténtica leyenda de nuestro Sporting de Gijón. Y así, después de largos años de triunfos en los que se forjó un lugar entre los más grandes llegó su traspaso al Fútbol Club Barcelona, un capítulo en su carrera que jamás olvidaré y que a la postre hizo de "El Brujo" un hombre capaz de traspasar lo meramente futbolístico. Imaginarlo vistiendo otros colores que no fuesen los sportinguistas era algo que un niño de mi edad se negaba a comprender. Durante varios días me invadió una pena honda. Mi voraz imaginación comenzó a funcionar; veía a Quini rematando de cabeza lejos de Gijón, admirado por otro público, vitoreado por el Camp Nou como sólo El Molinón había sido capaz de hacer hasta entonces y tuve miedo de que ese futbolista entregase su amor a otro escudo, que poco a poco sus tardes de gloria a la vera del Piles se fuesen diluyendo en el olvido. Lo imaginé jugando contra el Sporting, marcándole goles, arrebatándole la victoria. Quería llorar de rabia, y lloré en aquella final de Copa cuando mis peores sueños se hicieron realidad. Odiaba a Quini por su traición, por habernos arrebatado un título que tantas veces había deseado. Pero aquel sentimiento, aquellas lágrimas formaban parte de una larga historia. Quini regresó al Sporting con una dilatada carrera en sus botas; siete pichichis y un carrusel de emociones, protagonista de un secuestro que tuvo a toda España con el corazón encogido durante casi un mes de cautiverio. Después llegaron homenajes, libros y películas. Resultaba fascinante su trayectoria, sus luces y sus sombras. Quini es uno de esos mitos silenciosos, impregnados en modestia sincera, sin imposturas y sin máscaras, que fue capaz de tocar el cielo sin dejar de pisar tierra firme, con la fuerza suficiente como para encajar la pérdida cruel de su hermano Jesús, compañero y amigo del alma, que venció al cáncer al grito de, "ahora, Quini, ahora", que ha vuelto para quedarse con todos nosotros inyectando optimismo a los guajes de Mareo, regalándoles sabios consejos y simpatía a raudales. "El Brujo" infunde respeto, jugar un partido de fútbol con él cerca es jugar con ventaja sobre el rival, porque en el mítico nueve se esconde el secreto del éxito, el espejo del sentimiento rojiblanco. Enrique Castro es un gijonés (sí, digo bien gijonés, ya que los del "culo moyau" nacemos donde nos da la gana) ilustre, patrimonio de la humanidad, más de Gijón que La Escalerona o la Estatua de Pelayo. Quini es Sporting, Quini es Gijón.
      Ahora entiendo al niño que un día odió a su gran ídolo. No era más que el reverso de una misma moneda: admiración, entusiasmo, idolatría, devoción. Simplemente amor.   

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Carlos Álvarez Castañón