lunes, 3 de marzo de 2014

Martes de Carnaval

      Tres cosas me rondan por la cabeza al contemplar los primeros disfraces salpicando las calles de mi ciudad. La primera son los fastuosos bailes de la alta sociedad veneciana: pobladas pelucas, vestidos aparatosos con escotes de infarto y hermosas máscaras ocultando la identidad. Luego me sobreviene la imagen, mucho más prosaica, de la ruta de los vinos repleta de colorido y vasos rotos por las esquinas. Y por último, la misteriosa silueta de Juana, la vecina del ático. Paco, con sus dotes detectivescas, mantenía una curiosa tesis acerca de su vida vaporosa. En su aspecto se ocultaba algo, ocurría como con esos guapos actores, locos por demostrar un talento que no poseen e interpretan papeles de ancianos poco creibles. Paco se obsesionó con ella durante una buena temporada; aguardaba su presencia agazapado en el portal, tratando de mirarla de frente y desvelar de una vez por todas ese halo de misterio que la envolvía. Y una tarde al fin pudo lograrlo. Al parecer, Juana, que a esas alturas ya era conocida por la pandilla con el original san benito de "la loca", se disfrazaba cada día del año para ocultar algo que jamás lograríamos descubrir. Llevaba peluca violácea, ropas oscuras y arrugas en el rostro: Juana se disfrazaba de abuela, ¿por qué lo hacía? Sin embargo nuestra vecina, descubrió Paco, tenía la sana costumbre de abandonar a la viejecita que encarnaba todo el año para convertirse en ella misma durante una sola noche, martes de carnaval. Era rubia, de cuerpo esbelto y belleza que rebosaba por cada poro de su tersa piel.
      Y así, pensando en Juana, hoy os propongo el desarrollo de una idea absurda partiendo de una semilla tangible. Sugiero abandonar por un instante el carnaval convencional, el préstamo volátil de una vida soñada que todos apuramos en la noche del antroxu. Seamos cabales, imaginemos lo imposible. Juana como inspiración, la loca más cuerda que jamás haya conocido. El mundo al revés, disfrazados todo el año y sin máscara durante una sola noche. ¿Acaso creemos ser tal y como el espejo nos dibuja? La respuesta la tienen los demás, todos aquellos que nos observan y juzgan. Pero no deseo profundizar en nuestras miserias, la sonrisa impostada, la conversación amable o la privacidad de nuestros trapos sucios, somos humanos y hay disfraces imprescindibles para la convivencia. No, mi fantasía recae en los grandes impostores, esos que ocultan su patrimonio en islas exóticas, que navegan en mares neutrales y previsibles, que tienen claro lo que han de responder ante una cámara y que han logrado hacer de Luis Roldán, el exdirector de la Guardia Civil en tiempos de Felipe González, un pobre aficionado en esto de reventar la caja para llevarse el dinero de los ciudadanos. Hablo de aquellos que se la juegan al todo o nada sabiendo que siempre caerá la bola en su número de la suerte, corruptos bien pertrechados que alzan la voz en el sagrado hemiciclo de la democracia para criticar a colegas de su misma condición que han sido desenmascarados en pasadas legislaturas, fieles a unas siglas y un orden interno cuasidictatorial. Y entonces, pensando en su cinismo patológico, imagino un concurso de charangas en el cuál compiten esos facinerosos que aún gozan del anonimato:  rima consonante y chiste a flor de piel mientras narran su metodología, su forma de trepar hasta la cima de la cloaca: "...con la mano en el corazón, soltó su comisión..." Luego los veo en el desfile, vitoreados por el gentío, paseándose en esa limusina que no exhiben el resto del año por atenerse a las reglas de lo políticamente correcto, brindando con champán del caro, carcajeando mientras sujetan con firmeza la cintura desnuda de alguna concubina....¡locura, desenfreno!
      Todos llevamos disfraces de los que jamás nos desprenderemos. Al menos Juana, "la loca", era capaz de ser ella misma, sin disfraz y sin máscara, aunque solamente pudiera hacerlo durante una noche; noche de Carnaval.

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Carlos Álvarez Castañón