lunes, 10 de marzo de 2014

La Semilla del Diablo

      Pocas cosas, dentro de este mundo virtual de la literatura, pueden llegar a ser más tortuosas que el cauce seco de la creatividad. Por desgracia me encuentro instalado en él desde la noche en que decidí arrancar las primeras frases de mi nueva novela. Y en ese estado delirante es cuando comienzan a desfilar por mi mente fantasmas de personas que compartieron conmigo un breve instante de sus vidas, recuerdos que hacen de nosotros un mosaico de pequeños y de grandes momentos.
      Respiraba aire fresco desde mi ventana tratando de empaparme de inspiración y apareció él; Ramiro, el causante de esta historia, el fantasma vivo más temido por mí en noches como ésta, mi viejo profesor de piano, de media melena sucia y canosa, mirada huidiza y temperamento arrollador. Ramiro impartía clases de piano, formas musicales y composición; poseía talento a raudales y una sensibilidad artística absoluta. Cerraba los ojos mientras tocaba, transmitía sosiego y plenitud; lo más parecido a un genio que pudiera imaginar. Tenía por costumbre obligarnos a realizar un ejercicio al piano divertido y fascinante: se trataba de transformar el modo de una obra en menor cuando ésta era mayor y viceversa. Los resultados eran sorprendentes; el fragmento musical dejaba de ser lo que había sido para transformarse en algo nuevo, capaz de evocar sensaciones completamente distintas. Pero Ramiro tenía cierta particularidad en su carácter: odiaba a las mujeres. Su misoginia se manifestaba en cada frase, en cada gesto; destilaba un odio profundo e indescifrable hacia lo femenino. En ocasiones, yo regresaba a mi casa abatido, con el sabor amargo de una sorda tristeza que me obligaba a buscar respuestas. Respuestas que un muchacho de apenas catorce años no alcanzaba a comprender. Ramiro, un modelo a seguir, el paradigma para un músico en ciernes como yo. Sin embargo comenzaba a atisbar en él la semilla del diablo, ésa que permanece dormida en las palabras, que subyace en el insulto, en el desprecio bíblico hacia las mujeres y que un día, de pronto, germina y crece hasta convertirse en hombre, sin entender de condición social: carpinteros, doctores, carboneros o artistas. Es esa gota que cae sobre la piedra año tras año, siglo tras siglo, horadando la materia. Palabras que la fuerza de la costumbre consigue que adquieran enorme  peso, capaces de destrozar la dignidad y relatar con elocuencia, de modo vergonzoso, la enorme diferencia entre ambos sexos. ¿Quién es capaz ahora de alterar los códigos que activan la respuesta ante un conjunto de fonemas; palabras? Mirar hacia otro lado, dejar que la gota de agua siga cayendo sobre la misma piedra y que ese caldo de cultivo dé sus frutos, es cuestión de tiempo. Arranquemos la semilla de raíz, educación, respeto absoluto como único mandamiento, sin sonrisas cómplices, militando día a día, sin descanso.
      Ya me había trasladado a vivir lejos de Gijón cuando me llegó la noticia de su terrible asesinato. Un número más en la vergonzosa lista si no fuera porque el crimen había sido cometido por el gran Ramiro, el sensible y genial Ramiro. De ponto cayeron sobre mí todas aquellas palabras pronunciadas con sorna y desprecio, los chistes crueles y el sabor amargo de mi incomprensión. Todo encajaba de modo escalofriante. Lloré por la víctima sin haber imaginado nunca que mi profesor de piano tuviera una esposa, sin haber imaginado que el arte y la vileza humana pudieran llegar a tener tanto en común. Y recordando al miserable y talentoso Ramiro he decidido llevar a cabo uno de sus ejercicios pianísticos de cambio de modo, aunque en esta ocasión lo haré con esas primeras líneas de mi novela que no consigo encauzar. En vez de cambiar el modo mayor por el modo menor, cambiaré el género masculino por el género femenino. Los resultados son decididamente esclarecedores y sonrojantes. Muy sonrojantes:


      "Alejandro se pertrechó en su esquina armado de paciencia. Sabía que sus colegas le admiraban; era un profesional, un viejo zorro que trabajaba en la calle desde hacía muchos años. La noche se dibujaba entre la lluvia. Encendió un cigarrillo y respiró hondo el humo. Imaginó la cara de su clienta y sonrió con sarcasmo: lo que le aguardaba a partir de entonces sería simplemente cojonudo."


       "Alejandra se pertrechó en su esquina armada de paciencia. Sabía que sus colegas la admiraban; era una profesional, una vieja zorra que trabajaba en la calle desde hacía muchos años. La noche se dibujaba entre la lluvia. Encendió un cigarrillo y respiró hondo el humo. Imaginó la cara de su cliente y sonrió con sarcasmo: lo que le aguardaba a partir de entonces sería simplemente un coñazo."          

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Carlos Álvarez Castañón