lunes, 17 de marzo de 2014

Gijón: Poesía Asimétrica

     
      Me apasiona cultivar los recuerdos, ese territorio idílico en el que se magnifica lo bueno y se entierra bien profundo todo lo malo. Pero en un proceso como éste es necesario sustentarse en realidades tangibles más allá de la palabra y la imaginación. En mi caso, me ha dado por las fotografías en blanco y negro, reflejo de un pasado que nunca viví, radiografías de una sociedad muy distinta a la nuestra y que sin embargo, compartieron el espacio físico que ahora ocupamos. Calles y plazas que se han ido transformando a lo largo de los años, rostros de siglos pasados que miran desde la eternidad sin saber que alguien como yo escudriñaría en su interior tratando de descifrar sus vidas anónimas. Hablo de Gijón, de sus gentes, que respiraban el aire del mar, que paseaban por la calle Corrida sin sospechar que, de alguna manera, serían eternos, de esa ciudad que ha quedado atrás, arrastrada por la marea.
      A veces, cuando la noche me cobija con su silencio, me acomodo en el sofá, al calor de una lámpara de mesilla y recorro sin prisa las calles del viejo Gijón, me recreo en los detalles más insignificantes y me lamento por la pérdida de todo lo que tuvimos y que definitivamente se fue: vetustos palacetes, míticas salas de cine y teatro, recoletos jardines...Sonrío con nostalgia de lo que pudo haber sido y nunca fue pero al instante comprendo que la esencia de mi ciudad sigue viva pese a la guerra fraticida y al desarrollismo de los años sesenta. Gijón era un niño que crecía muy rápido, desgarbado y lleno de granos. Se construyeron edificios sobredimensionados en calles estrechas, junto a verdaderas obras de arte, compuestas con armónicas proporciones de tres plantas y deliciosas buhardillas; el resultado: enormes medianeras de cemento que destrozan el buen gusto de cualquier urbanista en sus cabales. Cada derribo de un hermoso inmueble  era reemplazado por un gran mamotreto de quince plantas, heridas que permanecen en la ciudad y que cicatrizan con la fuerza de la costumbre. Sin embargo Gijón posee un alma irreductible que se alimenta de esa bruma del Cantábrico, que se cuela por sus calles, que impregna cada perfil, cada habitante que la respira.
      Después de un buen rato entre viejas fotos, poco a poco comienzo a respirar también ese mismo aire, a contemplar sereno el balance de los años, lo que nos ha dado y lo que nos arrebató y en mi rostro se dibuja una leve sonrisa mezcla de satisfacción y añoranza, no por los viejos tiempos de las postales sino por la certeza de que pronto volveré a estar allí, orgulloso de quienes me precedieron, esas miradas cargadas de esperanza que se perpetuaron en mi colección de libros de fotos. Gijón ha ganado, a pesar de todo, las cicatrices no esconden la piel, ésta es una ciudad infinita, con una carga poética palpable, poesía asimétrica que se hace patente en cada esquina, que se regenera y crece, que no pierde sus señas de identidad, su atalaya y sus cimientos romanos, abierta al mundo y en continua metamorfosis, dinámica y mineral, bañada en sudor proletario y digno de fábricas de acero o de vidrio, origen marinero y humilde que se enorgullece al revisar su pasado y al encontrar la misma esencia cristalizada en las pupilas de esos otros gijoneses que nos miran en blanco y negro desde el otro lado de la eternidad.

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Carlos Álvarez Castañón