lunes, 14 de abril de 2014

Elogio al Desprecio

      Hacía frío. La humedad calaba hasta los huesos. Esporádicamente los faros de algún coche rasgaban la oscuridad anaranjada que vomitaban las farolas de la avenida. Lucas, Mateo y Paco se encontraban a los pies del Parque de los Pericones, a eso de las cinco de la madrugada, impregnados en alcohol y verborrea trasnochada. Lucas era de rostro aquilino, barba de quince días y delgadez extrema, Mateo exhibía melena rubia y desaliñada, tenía la mirada vaga, oculta tras unas gafas de cristales verde esmeralda. Mi amigo Paco se preguntaba qué estaba haciendo en aquel lugar, a las afueras de Gijón, mientras bostezaba como un gatito soñoliento. Lucas y Mateo parecían entusiasmados con el hallazgo, "una obra sublime por lo minimalista y contundente". Se trataba de un marco rectangular completamente vacío, de metro ochenta de alto y unos sesenta centímetros de ancho que descansaba sobre una base de hormigón.
-Me sorprende la volumetría, tan humana, tan real...-comentaba Lucas.
-Olvídate de lo corpóreo, vayamos al concepto-replicó Mateo-. La ausencia, el poder absoluto del todo, la ciudad a través de un punto de vista subjetivo, el marco perfecto para la desolación que repercute en las sombras de la noche, nuestro propio vacío en el que nos derrumbamos cada mañana cuando creemos estar despiertos.
      Cruzó una ambulancia a toda pastilla justo después del ampuloso análisis que Mateo acababa de desplegar. Paco no sabía si largarse sin decir adiós o entrar a matar con la espada en alto. Los contempló unos segundos: se agachaban para cambiar la perspectiva, tapaban un ojo y discutían utilizando palabrería de fonética redonda y significado ambiguo. Así que dio media vuelta y se fue despacito y en silencio hacia su casa. Su cabeza se recalentaba con facilidad cuando escuchaba tanta estupidez por segundo. Sin embargo, ese debate de altura había despertado en él una reflexión callejera que salpicaba la ciudad en cada esquina, plaza o parque municipal. La nueva expresión artística se desparramaba sin complejos por los rincones más insospechados. Desde los confines de la Avenida del Llano, donde había dejado a sus nuevos amigos enfrascados en la reflexión, hasta el barrio de la Arena, había un largo trecho en el que se encontraría con un extenso catálogo de presuntas obras de arte que no terminaban de encajar con su humilde sentido de la estética. "Tal vez sea un pobre ignorante al que le falten lecturas y museos por visitar, pero mi criterio- pensó Paco-es tan válido como el de Mateo o el de Lucas". No pudo evitar el recuerdo del vilipendiado "Elogio del Horizonte", la polémica de su ubicación, el despilfarro que muchos consideraron para las arcas municipales. Los políticos decidieron convertir la escultura en el símbolo de la ciudad, pero los símbolos no se imponen, van calando poco a poco, generación tras generación hasta convertirse en parte sustancial, esencia de sus gentes. Han transcurrido más de veinte años desde que Chillida escogió el Cerro de Santa Catalina para su obra y es ahora cuando empieza a ser respetada. Aquél no fue más que el comienzo de una gran avalancha: engendros que apenas lograban hacerle sombra a su precursor. Hormigón y hierro oxidado por doquier, bautizados con nombres evocadores, de dudosa calidad estética y carentes de valor artístico. La veda estaba abierta: charlatanes y vendedores de humo se lanzaron, soplete en mano, a crear formas megalíticas destinadas a yacer en glorietas y plazas. En Gijón se optó por el arte conceptual (que cada uno interprete lo que le dé la gana) y nosotros, los gijoneses, pragmáticos y corrosivos, no podíamos aceptar sin ironía lo que nos ponían ante los ojos. Y así,  "les chapones", "la lloca" o el "váter de King Kong",
empezaron a ser un poco más de todos nosotros después del bautismo popular. Otras ciudades se decantaron por la escultura tradicional, personajes de toda índole a la puerta de casa,  decoración provinciana y empalagosa que resulta únicamente simpática para la foto del turista ocasional. Corren malos tiempos para la lírica de la escultura urbana, ya sea clásica o contemporánea; en los centros urbanos no quedan calles que peatonalizar, tampoco hay espacio para una glorieta más y la pólvora ajena se ha quemado por completo.
      Paco llegó a su casa agotado y mientras se colaba entre las tibias sábanas de su cama se prometió no volver a emborracharse en compañía de Lucas y Mateo; eran demasiado espesos y utilizaban palabras que no lograba entender. Lo que Paco nunca supo (los protagonistas de la historia jamás se lo habrían confesado) fue que aquella noche, sus seudointelectuales amigos quedaron petrificados al contemplar como un furgón municipal, con el alba clareando más allá del cementerio de Ceares, se detuvo ante ellos y en un abrir y cerrar de ojos instaló sobre el marco vacío que tanto admiraban, un cartel de plástico amarillo chillón donde se anunciaban los nuevos cursos que próximamente impartiría la Universidad Popular.
                   

1 comentario:

  1. muy bueno, el final aclara mucho sobre el concepto de arte de cada persona, genial

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Carlos Álvarez Castañón