lunes, 21 de abril de 2014

Lo que el viento se llevó

      El Nordeste dobla las esquinas con un silbido inhóspito. Se oye el eco de los pasos, el rumor de la mar. Ha caído el sol de abril al otro lado del Cabo de Torres y el faro enciende la noche. Se escucha el silencio, la calma triste, impropia del lugar. Calles empedradas que desembocan en el puerto y sombras de ausencia que dibujan el paisaje de un mundo que ha dejado de palpitar. Soy yo el que camina, nadie escucha mi voz. Un fantasma que imagina un barrio de pescadores distinto. Y cuando me siento dichosamente perdido en una especie de sueño, descubro la calle de Atocha, los muros de las casas me susurran historias del Gijón antiguo, del viejo barrio que se fue con el viento...
      Cimadevilla se alza orgullosa a los pies del Cerro de Santa Catalina, rodeada de Cantábrico y gente laboriosa. Barrio de pesadores que cada madrugada despierta dispuesto a surcar su destino en una pequeña lancha de bajura. Y al llegar a la vieja rula el pescado fresco, la gente se arremolina en torno a los pescadores para contemplar la mercancía. Mujeres que venden parrocha, bocarte o calamar, a viva voz, bodegas que se encargan de almacenar y distribuir el pescado por toda la ciudad, fábricas de conservas que dan trabajo a docenas de personas...La mar constituía una fuente inagotable de riqueza, capaz de proporcionar sustento a buena parte del barrio. Pero también era fuente de inspiración para sus habitantes; circulaban leyendas acerca de marineros perdidos, de naufragios y de amores desgarrados. Ésos que se iban con la noche a sus espaldas y la lluvia por testigo, en ocasiones nunca regresaban a puerto. Aquello infundía carácter, se trataba de gente ruda, hecha de otra pasta, que saboreaban hasta el límite cada sorbo de vida, dispuestos a bebérsela en las tabernas y a olvidar por una horas que el mar les aguarda impaciente, reflejado en la luna. Era otro barrio, otro Gijón en el que se respetaban ciertos códigos. En Cimadevilla se hablaba un idioma especial, con giros sintácticos y léxico particular, un cosmos endogámico que
parecía recordarnos el origen insular del barrio. Pero en él se encuentra la semilla que más tarde germinó en lo que hoy es nuestra ciudad. Sus angostas callejuelas tenían vida, la venta al por menor funcionaba al calor de la pesca; los chigres, las tiendas de ultramarinos, eran la base de un tejido comercial rico y dinámico del que también formaba parte un emblema del viejo barrio: Tabacalera, ubicada en el antiguo Convento de las Agustinas Recoletas que tristemente ha pasado a la historia. Sus cigarreras perdurarán en el recuerdo; no son más que el eco de unos pasos perdidos.
      En los cascos históricos de las ciudades se halla el origen de lo que somos, nuestra propia esencia materializada en piedra, madera y hierro. No me gusta un Gijón con un Barrio Alto sin vida, lleno tan sólo de gente veraniega y sedienta. Cimadevilla ha de ser otra cosa, ha de recuperar su pulso comercial, tan lejos de lo que es ahora, un museo hueco y silencioso. Sería necesario un cambio, una metamorfosis profunda que nos recuerde lo que somos y lo que en realidad seguimos siendo. Me gustaría sentirme capaz de proponer ideas, soluciones dignas. Sin embargo no resulta sencillo. En estos casos, cuando mi cabeza se colapsa, suelo recurrir a mi frase favorita: "no hagas hoy lo que puedas hacer otro día", o como acostumbraba a decir Scarlata O'hara en la película, siempre que se le planteaba algún dilema:  "¡Ya lo pensaré mañana!".                   

No hay comentarios:

Publicar un comentario

blogdelgijones.glogspot.com

blogdelgijones.glogspot.com
Carlos Álvarez Castañón