lunes, 7 de abril de 2014

La Isla de la Tortuga

     
      Ocurrió un sábado primaveral de mil novecientos ochenta y pico. Eran las once de la mañana cuando sonó el timbre de mi casa. Yo me distraía un rato frente al televisor contemplando el rostro lechoso de Olvido Gara y su bola de cristal. Contesté al telefonillo; Rorro y Paco me esperaban en la calle. Abrí la puerta, solté un grito para informar de que me iba y salí. Abajo se encontraban mis amigos con una chispa de emoción en su mirada como si algo magnífico estuviera a punto de suceder. Caminamos hacia la playa y Rorro tomó la palabra:
-Hoy vais a descubrir un lugar extraordinario. ¿Conocéis la isla de la tortuga?
-He oído hablar de ella- respondí.
-Pues ha llegado el momento de vivir una bonita aventura.
-Déjate de bromas- advertí- ese lugar está demasiado lejos para nosotros.
-Tranquilo-aseguró Rorro- estaremos de vuelta a la hora de comer.
      Y así, la silueta de esos tres pipiolos se fue perdiendo caminito de la costa gijonesa sin saber lo que les depararía su expedición. Me sentía extraño mientras me alejaba de mi entorno. Los alrededores de nuestra vecindad formaban parte de un territorio afable en el cuál jamás tendría problemas. Era una sensación placentera, como ese animal que domina su paisaje, conocedor de cada rincón, de los colores que rodean su rutina, el inconfundible olor del aire que respira. No necesitaba más que cuanto tenía a mi alcance, me sobraba el resto del mundo porque todo empezaba y moría en la calle de mi barrio. Sin embargo, ahora estábamos transgrediendo la norma, tenía la impresión de estar pisando territorio comanche y aquello infundía respeto. Pero en lugar de detenerme en seco y volver atrás sobre mis pasos me dejé llevar por mi amigo Rorro, al fin y al cabo él ya había cumplido los quince y una certeza así dejaba en mí un poso de confianza. Paco no arrancó una sola palabra de su boca en todo el trayecto y en sus ojos brillaba la ilusión del aventurero incipiente.
      Habíamos recorrido un buen trecho cuando nos detuvimos. Tomamos asiento sobre las rocas, el mar murmuraba al fondo inocente, como un animal mansuefacto que se deja acariciar. Se adivinaban nubes en lontananza y nuestro destino podía intuirse poco más allá, hacia oriente. Al lado opuesto, contemplamos en silencio el semicírculo de la bahía custodiada en su extremo occidental por el Cerro de Santa Catalina. Nos pusimos en marcha. La marea comenzaba a subir y no era cuestión de perder el tiempo con bucólicas estampas.
      La isla de la tortuga apareció ante nosotros como Ítaca a los ojos de Ulises. Estábamos agotados y sedientos aunque el hecho de alcanzar nuestro destino hizo que lanzásemos un grito de alegría. Recorrimos la isla de norte a sur y nos detuvimos a respirar profundo el aire que las olas impregnaban en sal. Rorro se fue mientras Paco y yo descansábamos de la caminata. De pronto, nuestro amigo nos llama. Se había colado por una gruta que desembocaba en un amplio espacio interno, algo así como las entrañas de la tortuga. Apenas penetraba la luz en aquel lugar por lo que Rorro, siempre tan previsor, sacó de su bolsillo una pequeña linterna. Había trozos de madera, utensilios de carpintero, herramientas y unos papeles con trazos a lápiz y anotaciones numéricas. Rorro contempló absorto los papeles durante un par de minutos, después los azotó sobre las rocas y se fue. Paco y yo permanecimos allí unos segundos, los suficientes para que mi silencioso amigo recogiese los apuntes y los observase durante unos instantes justo antes de hablar:
-Rorro nos ha engañado. Nos trajo a la isla buscando algo muy concreto, mejor dicho, a una persona que él conoce-susurró Paco
-¿Estás seguro de lo que dices?
      Salimos de la gruta y vimos a Rorro sentado sobre la cabeza de la tortuga, al borde del acantilado con la marea viva y amenazante. En su rostro se dibujaba la ira, apretaba los dientes y sus ojos anunciaban un reflejo acuoso. No fue necesario preguntar lo que estaba pasando, él parecía dispuesto a contárnoslo todo:
-Cuanto hay ahí dentro- dijo sin mirar señalando al lugar en el que habíamos estado- pertenece a Noé.
-¿El chico desaparecido?
-Noé me propuso hace tiempo construir un submarino. Decía que había cuidado hasta el último detalle, que las matemáticas le daban la razón y que necesitaba la ayuda de alguien como yo.
-Pero eso que cuentas no es más que una estupidez- sentencié con cierto desprecio.
-Eso creí yo también- continuó Rorro-. Pero Noé vivía en su mundo y las fronteras de la realidad le aprisionaban. Pretendía rescatar barcos hundidos, amasar una fortuna con el oro de los naufragios. Le advertí de que la batalla de Trafalgar ocurrió en el extremo opuesto de la península, que en estas aguas sólo descubriría el oxidado casco del "Castillo de Salas".
-Debiste hacer algo, tal vez avisar a sus padres para advertirles de lo que estaba tramando. ¡Pobre loco!- sentenció Paco.
-Nunca, nunca pensé...-Rorro se puso en pie, se alejó de nosotros y gritó con todas sus fuerzas- ¡Cretino, despiadado, por qué lo has hecho , por qué a mí...!
      Me quedé absorto mirando hacia el mar, imaginando su agonía, solo, rotas para siempre esas fronteras que lo amarraban a este mundo vulgar, y fue entonces cuando me percaté de que la espuma rompía a mis pies, recorrí la costa con la mirada y constaté que era demasiado tarde para huir. Estábamos encerrados en la isla de la tortuga, al menos por unas cuantas horas.
      Se lo comuniqué a mis amigos aunque pareció no importarles demasiado, yo en cambio imaginé lo que me esperaba al regresar a casa y comencé a temblar.
-He de pediros una cosa- Rorro hablaba en tono místico y trascendental.
-¡Dí!
- Es preciso que hagamos un pacto. Un juramento de silencio. Por vuestro amigo, por mí.
-¿En qué consistiría?- preguntó Paco con cierta desconfianza.
-Lo que hoy hemos descubierto ha de permanecer para siempre entre nosotros- Rorro guardó un ceremonial silencio antes de continuar- podrían acusarme, hacerme responsable de su muerte. Aquél era un argumento incontestable, no eran necesarias más palabras: escogimos una piedra afilada e hicimos un leve corte en nuestras manos y allí, con el mar como testigo Paco, Rorro y yo llevamos a cabo el juramento de sangre. Noé tendría que esperar a que otro aventurero descubriese su pobre naufragio.
      Iniciamos el camino de vuelta y a medida que avanzábamos se fue instalando en mí una duda, un tenue rayo de sol que se colaba entre el oscuro paisaje de mi desolación: tal vez el muchacho desaparecido días atrás hubiese logrado su objetivo final y ahora surcase los mares libre como un delfín. Compartí con mis compañeros de fatigas mi esperanza aunque tan sólo obtuve por respuesta el dedo índice de Rorro apoyado sobre sus labios y un largo: "ssshhh". Está bien, tengo que aceptarlo, pensé, jamás se ha visto un submarino fabricado con madera de pino. La imagen de Noé sumergido para siempre bajo las aguas del Cantábrico me angustiaba pero poco después, al descubrir el perfil cercano de los edificios del muro sentí un alivio difícil de explicar. Regresaba a casa, el pequeño territorio que dominaba era un mundo finito y maravilloso del cuál no deseaba volver a separarme. Aquella tarde recibí un castigo ejemplar de arresto domiciliario impuesto por mis padres, sin embargo ya nada podría hacerme zozobrar, estaba en mi casa, en mi mundo inalterable. Aquella sí que era mi auténtica isla de la tortuga.

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Carlos Álvarez Castañón